Hay mucha gente, sobre todo en posiciones de poder, a la que no le gusta decir ni que le digan la verdad
Ilustración de Raúl. República de la palabra./elmalpensante.com |
Hace exactamente 60 años, cuando Francia
estaba ocupada por los nazis —quizá los mentirosos más exitosos de
todos los tiempos—, un filósofo exploró el tema en un texto de
sorprendente actualidad
Nunca se ha mentido tanto como en nuestros días. Ni de una manera tan
vergonzosa, sistemática y constante. Se nos dirá tal vez que eso no
importa, que la mentira es tan vieja como el mundo, o al menos como el
hombre, mendax ab initio [mendaz desde el principio]; que la
mentira política nació con la ciudad misma, así como, de manera
excesiva, nos lo enseña la historia; en fin, sin remontar el curso del
tiempo, que la avalancha de la Primera Guerra Mundial y la mentira
electoral de la época que la siguió alcanzaron niveles y establecieron
marcas que serán muy difíciles de superar.
Sin duda, todo esto es verdad. O casi. Es cierto que el hombre se
define por la palabra, que ésta acarrea la posibilidad de la mentira y
que ella no disgusta a Porfirio: el mentir, mucho más que el reír, es lo
propio del hombre. Es cierto, igualmente, que la mentira política es de
todos los tiempos, que las reglas y la técnica de lo que hace mucho se
llamaba “demagogia” y en nuestros días “propaganda” fueron sistematizadas y codificadas hace miles de años1;y que los
productos de estas técnicas, la propaganda de los imperios olvidados y
vueltos polvo nos hablan, todavía hoy, desde los altos muros de Karnak y
de los peñascos de Ankara.
Es irrefutable que el hombre siempre ha mentido. A sí mismo. A los
otros. Por placer, el placer de ejercer esta facultad asombrosa de
“decir lo que no es” y de crear, con su palabra, un mundo del cual es su
único responsable y autor.
Ha mentido también para defenderse: la mentira es un arma. El arma preferida del inferior y del débil? que, engañando al adversario, se afirma y se venga de él2.
Pero no procederemos aquí al análisis fenomenológico de la mentira,
al estudio del lugar que ocupa en la estructura del ser humano: esto
llenaría un volumen. Quisiéramos mejor consagrar algunas reflexiones a
la mentira moderna, e incluso, más estrictamente, a la mentira política
moderna. Pues, a pesar de las críticas que se nos harán, y aquellas que
nos hacemos nosotros mismos, seguimos convencidos de que, en este
dominio, quo nihil antiquius, la época actual, o más exactamente los regímenes totalitarios, han innovado poderosamente.
La innovación no es total, sin duda, y los regímenes totalitarios
no han hecho más que empujar hasta los límites tendencias, actitudes y
técnicas que existían mucho antes que ellos. Pero nada es completamente
nuevo en el mundo, todo tiene fuentes, raíces, gérmenes, y todo
fenómeno, toda noción, toda tendencia, llevados hasta el límite, se
alteran y se transforman en algo sensiblemente diferente.
Reafirmamos, pues, que nunca se ha mentido tanto como en nuestros
días y que nunca se ha mentido tan masiva y tan totalmente como ahora.
Nunca se ha mentido tanto... en efecto, día tras día, hora tras
hora, minuto tras minuto, oleadas de mentiras se vierten sobre el mundo.
La palabra, el escrito, el diario, la radio... todo el progreso técnico
está puesto al servicio de la mentira. El hombre moderno —también ahí
pensamos en el hombre totalitario— se baña en la mentira, respira
mentira, está sometido a la mentira en todos los instantes de su vida3.
En cuanto a la calidad —queremos hablar de la calidad intelectual—
de la mentira moderna, ésta ha evolucionado en sentido inverso de su
volumen. Por lo demás, eso se comprende. La mentira moderna —ésta es su
cualidad distintiva— se fabrica en masa y se dirige a la masa. Ahora
bien, toda producción en masa, toda producción —toda producción
intelectual sobre todo— destinada a la masa, está obligada a bajar sus
estándares. Asimismo, si nada es más refinado que la técnica de la
propaganda moderna, nada es más grosero que el contenido de sus
afirmaciones, que revelan un desprecio absoluto y total por la verdad. E
incluso, por la simple verosimilitud. Desprecio sólo igualado por el de
las facultades mentales que asume en aquellos a quienes se dirige. Se
podría preguntar —y se ha preguntado efectivamente— si hay derecho de
hablar aquí de “mentira”. En efecto, la noción de “mentira” presupone la
de la veracidad, cuyo opuesto y negación ella es, así como la noción de
lo falso presupone la de lo verdadero. Ahora, los filósofos oficiales
de los regímenes totalitarios proclaman unánimemente que la concepción
de la verdad objetiva, una para todos, no tiene ningún sentido; y que el
criterio de la “Verdad” no es un valor universal, sino la conformidad
con el espíritu de la raza, de la nación o de la clase, su utilidad
racial, nacional o social. Prolongando y llevando hasta los límites las
teorías biologistas, pragmatistas y activistas, de la verdad, y
consumando así lo que se ha denominado con acierto “la traición de los
intelectuales”, los filósofos oficiales de los regímenes totalitarios
niegan el valor propio del pensamiento que, para ellos, no es una luz,
sino un arma; su meta, su función, nos dicen, no es revelarnos lo real,
es decir, lo que es, sino ayudarnos a modificarlo, a transformarlo
guiándonos hacia lo que no es. Para eso, como se lo ha reconocido desde
hace mucho tiempo, el mito es preferible a la ciencia, y la retórica que
se dirige a las pasiones, a la demostración que se dirige a la
inteligencia.
También en sus publicaciones (incluso en las que se dicen
científicas), en sus discursos y, por supuesto, en su propaganda, los
representantes de los regímenes totalitarios se preocupan muy poco por
la verdad objetiva. Más fuertes que Dios, omnipotente él mismo,
transforman a su antojo el presente e incluso el pasado. Se podría
concluir —como se ha hecho a veces— que los regímenes totalitarios están
más allá de la verdad y de la mentira.
Por nuestra parte, nosotros creemos que no es así. La distinción
entre la verdad y la mentira, entre lo imaginario y lo real, sigue
siendo muy válida en el interior mismo de las concepciones y de los
regímenes totalitarios. De alguna manera, los que se invierten son su
lugar y su papel: los regímenes totalitarios se fundan sobre la primacía de la mentira.
El lugar de la mentira en la vida humana es muy curioso. Los
códigos de moral religiosa, al menos en lo que concierne a las grandes
religiones universalistas, sobre todo aquellas que han nacido del
monoteísmo bíblico, condenan la mentira de una manera rigurosa y
absoluta. Esto se comprende: siendo su Dios el de la luz y el del ser,
resulta necesariamente que es también el de la verdad. Mentir, es decir,
afirmar lo que no es, deformar la verdad y velar el ser, es, por tanto,
un pecado; y hasta un pecado muy grave, pecado de orgullo y pecado
contra el espíritu, pecado que nos separa de Dios y nos opone a Dios. La
palabra de un justo, lo mismo que la palabra divina, no puede y no debe
ser otra que la de la verdad. Las morales filosóficas, exceptuando
algunos casos de rigorismo extremo como los de Kant y Fichte, son,
hablando en general, mucho más indulgentes. Más humanas. Intransigentes
en lo que concierne a la forma positiva y activa de la mentira, suggestio falsi, lo son mucho menos en lo que concierne a su forma negativa y pasiva: suppressio veri. Saben que, según el proverbio, “no es buena toda verdad para ser dicha”. Al menos no siempre. Y no a todo el mundo.
Mucho más que morales con bases puramente religiosas, las morales
filosóficas tienen en cuenta el hecho de que la mentira se expresa en
palabras, y que toda palabra? se dirige a alguien4.
No se miente “en el aire”. Se miente —así como se dice o no se dice la
verdad— a alguien. Ahora bien, si la verdad es ciertamente “el alimento
del alma”, lo es sobre todo el de las almas fuertes5. Puede
ser peligrosa para otros. Al menos, en su estado puro. Puede incluso
herirlos. Es preciso dosificarla, diluirla, vestirla. Además, es preciso
tener en cuenta las consecuencias por el uso que harán de ella aquellos
a quienes se dirá.
Generalmente hablando, no hay, pues, obligación moral de decir la
verdad a todo el mundo. Y no todo el mundo tiene el derecho de
exigírnosla.
Las reglas de la moral social, de la moral real que se expresa en
nuestras costumbres y que gobierna, de hecho, nuestras acciones, son
mucho más laxas aún que las de la moral filosófica. Estas reglas,
hablando en general, condenan la mentira. Todo el mundo sabe que es
“feo” mentir. Pero esta condena está lejos de ser absoluta. La
prohibición está lejos de ser total. Hay casos en los que la mentira es
tolerada, permitida, incluso recomendada.
Aquí también un análisis preciso nos llevaría demasiado lejos.
Grosso modo, se puede constatar que la mentira es tolerada mientras no
perjudique el buen funcionamiento de las relaciones sociales, mientras
no “haga daño a nadie”6; se permite mientras no desgarre el
lazo social que une al grupo, es decir, mientras se ejerza no dentro del
grupo, del “nosotros”, sino fuera de él, mientras no se engañe a los
“suyos”; en cuanto a los otros... pues, eso, ¿no son justamente los
“otros”?
La mentira es un arma. Por tanto, es lícito emplearla en la lucha.
Sería incluso estúpido no hacerlo. Con la condición de que no se la
emplee sino contra el adversario y de que no se la dirija contra los
amigos y aliados.
Se puede, pues, hablando en general, mentir al adversario, engañar
al enemigo. Hay pocas sociedades, como los maoríes, que sean
caballerosas hasta el punto de prohibirse las astucias de la guerra. Hay
todavía menos sociedades que, como los cuáqueros y los wahabitas, sean
religiosas hasta el punto de prohibirse toda mentira hacia el otro, el
extranjero, el adversario. Casi por todas partes se admite que el engaño
está permitido en la guerra.
Generalmente hablando, la mentira no se recomienda en las
relaciones pacíficas. Por eso (siendo el extranjero un enemigo
potencial), la veracidad no ha sido considerada nunca la cualidad
principal de los diplomáticos.
La mentira es, más o menos, admitida en el comercio: allí también
las costumbres nos imponen límites que tienen tendencia a volverse cada
vez más estrictos7. Sin embargo, las costumbres comerciales más rígidas toleran sin chistar la mentira confesa de los anuncios.
La mentira sigue siendo, pues, tolerada y admitida. Pero,
justamente, sólo es tolerada y admitida. En ciertos casos. Queda como
excepción la guerra, durante la cual, y únicamente, se vuelve bueno y
justo hacer uso de ella.
¿Pero si la guerra dejara de ser un estado excepcional, episódico y
se convirtiera en un estado perpetuo y normal? Es claro que la mentira,
de caso excepcional, se volvería también normal y que un grupo social
que se viera y se sintiera rodeado de enemigos no dudaría jamás en
emplear la mentira contra ellos. La verdad para los suyos, la mentira
para los otros se volvería la regla de conducta, entraría en las
costumbres del grupo en cuestión.
Vamos más lejos. Consumemos la ruptura entre “nosotros” y los
“otros”. Transformemos la hostilidad de hecho en una enemistad de alguna
manera esencial, fundada en la naturaleza misma de las cosas8.
Volvamos amenazantes y poderosos a nuestros enemigos. Es claro que todo
grupo, ubicado así en medio de un mundo de adversarios irreductibles e
irreconciliables, vería abrirse un abismo entre éstos y él mismo; un
abismo que ningún lazo, ninguna obligación social podría ya franquear.
Parece evidente que en y para semejante grupo, la mentira —la mentira a
los “otros”, por supuesto— no sería ni un acto simplemente tolerado, ni
incluso una simple administración de conducta social: se volvería
obligatoria, se transformaría en virtud. En cambio, la veracidad mal
ubicada, la incapacidad para mentir, lejos de ser considerada un rasgo
caballeresco, se volvería una tara, un signo de debilidad y de
incapacidad.
El análisis muy somero y muy incompleto que acabamos de realizar no
es —lejos de ello—un simple ejercicio dialéctico, un estudio abstracto
de una posibilidad absolutamente teórica. Muy por el contrario: nada es
más concreto y real que las agrupaciones sociales cuya descripción
esquemática hemos esbozado. No sería difícil dar e incluso multiplicar
los ejemplos de sociedades cuya estructura mental presenta, en diversos
grados, los rasgos fundamentales, o si se prefiere, la perversión
fundamental que acabamos de indicar.
Estos grados, cuya escala ascendente hemos seguido, expresan, nos parece, la acción de tres factores:
1. El grado de alejamiento y de oposición entre los grupos en
cuestión. Existe, más allá de la hostilidad natural por el extranjero,
enemigo potencial e incluso enemigo real, el odio sagrado que inspiran
los combatientes en una guerra religiosa. Y más allá de ésta, la
ferocidad biológica que anima a los partidarios de una guerra de
exterminio racial.
2. La relación de fuerzas, es decir, el grado de peligro que
amenaza al grupo estudiado por parte de sus vecinos-enemigos. La
mentira, ya lo hemos dicho, es un arma. Y so-bre todo el arma del más
débil: no se emplea la astucia contra aquellos que se está seguro poder
aplastar sin grandes riesgos; por el contrario, se empleará la astucia
para escapar del peligro.
3. El grado de frecuencia de los contactos entre los grupos
hostiles y sus miembros. En efecto, si estos grupos, por hostiles que
sean, no entran nunca en contacto, o solamente en el campo de batalla,
si los miembros de un grupo no frecuentan nunca a otros, tendrán —fuera
de la astucia guerrera— muy rara vez la ocasión de mentir a aquéllos. La
mentira presupone el contacto; implica y exige el comercio.
Esta última observación nos obliga a llevar el análisis un poco más
adelante. Suprimamos la existencia autónoma de nuestro grupo.
Sumerjámoslo por completo en el mundo hostil de una agrupación extraña,
en una sociedad enemiga con la cual, sin embargo, permanece diariamente
en contacto: es claro que, en y para las agrupaciones en cuestión, la
facultad de mentir será tanto más necesaria, y la virtud de la mentira
tanto más apreciada, cuanto más crezca y aumente de intensidad la
presión exterior, la tensión entre “nosotros” y los “otros”, la
enemistad de los “otros” para con “nosotros” y la amenaza que estos
“otros” hagan pesar sobre “nosotros”. Apuremos una vez más hasta el
límite la situación; incrementemos la agresividad hasta hacerla
absoluta y total. Es claro que el grupo social cuyos avatares estamos
siguiendo se verá obligado a desaparecer. Desaparecer de hecho, o bien
aplicando hasta el fondo la técnica y el arma de la mentira, desaparecer
de la vista de los otros, escapar de sus adversarios y huir de su
amenaza refugiándose en la noche de su secreto.
La inversión de ahora en adelante es total: la mentira, para nuestro grupo, vuelto grupo secreto9, será más que una virtud. Se habrá vuelto condición de existencia, modo de ser habitual, fundamental y primero.
Por el hecho mismo del secreto, ciertos rasgos característicos
propios de todo grupo social en tanto que tal se encontrarán acentuados y
exagerados más allá de la medida. Así, por ejemplo, toda agrupación
erige una barrera más o menos permeable y franqueable entre ella misma y
las otras; toda agrupación reserva para sus miembros un tratamiento
privilegiado, establece entre ellos cierto grado de unión, de
solidaridad, de “amistad”; toda agrupación atribuye una importancia
particular al mantenimiento de los límites de separación entre ella y
las “otras” y, por tanto, también a la preservación de los elementos
simbólicos que forman, de alguna manera, su contenido; toda agrupación,
al menos toda agrupación viva, considera la pertenencia al grupo un
privilegio y un honor10, y ve en la fidelidad al grupo un
deber para sus miembros; toda agrupación, en fin, desde el momento en
que se consolida y alcanza cierta dimensión, conlleva cierta
organización, cierta jerarquía.
Todos estos rasgos se exacerban en la agrupación secreta: aunque la
barrera sigue siendo franqueable, se vuelve impermeable en ciertas
condiciones11; la adhesión al grupo se vuelve iniciación
irrevocable; la solidaridad se transforma en un apego apasionado y
exclusivo; los símbolos adquieren un valor sagrado; la fidelidad al
grupo se vuelve deber supremo, a veces incluso único, de sus miembros;
en cuanto a la jerarquía, al volverse secreta adquiere también un valor
absoluto y sagrado; la distancia entre sus grados aumenta, la autoridad
se vuelve ilimitada y la obediencia perinde ac cadaver la regla y la norma de las relaciones entre el miembro y sus jefes.
Pero hay más. Toda agrupación secreta, ya sea una agrupación de
doctrina o un grupo de acción, una secta o una conspiración —por otra
parte, el límite entre las dos agrupaciones es difícil de trazar, siendo
el grupo de acción, o volviéndose casi siempre, una agrupación de
doctrina—, es un grupo de clave secreta o incluso de claves secretas.
Queremos decir que, aunque sea puro grupo de acción, como una banda de
gángsters o una conspiración de salón, y no posea ninguna doctrina
esotérica y secreta de tal manera que se vea obligado a salvaguardar sus
misterios ocultándolos a los ojos de los no iniciados, su propia
existencia estará indisolublemente ligada al mantenimiento de un
secreto e incluso de un doble secreto; a saber, el secreto de su propia
existencia, así como de los fines de su acción.
Resulta de ello que el deber supremo del miembro de una agrupación
secreta, el acto en el cual se expresan su apego y su fidelidad a ésta,
el acto por el cual afirma y confirma su pertenencia al grupo, consiste,
paradójicamente, en el ocultamiento de ese hecho12.
Disimular lo que es, y para poder hacerlo, simular lo que no es: tal es
el modo de existencia que todo grupo secreto necesariamente impone a sus
miembros.
Disimular lo que se es, simular lo que no se es... Evidentemente
esto implica que no se diga —nunca— lo que se piensa y lo que se cree; y
también que se diga —siempre— lo contrario. Para todo miembro de un
grupo secreto, la palabra no es, de hecho, sino un medio pa-ra ocultar
su pensamiento.
Así, pues, todo lo que se dice es falso. Toda palabra, al menos
toda palabra pronunciada en público, es mentira. Sólo las cosas que no
se dicen o que, por lo menos, no se revelan sino a los “suyos” son o
pueden ser verdaderas.
La verdad es, pues, siempre, esotérica y oculta. Nunca accesible al
común, al vulgo, al profano. Tampoco a aquel que no está completamente
iniciado.
Todo miembro del grupo secreto, digno de su papel, tiene plena
conciencia de él. Asimismo, nunca creerá lo que oiga decir en público a
un miembro de su propia agrupación. Y sobre todo nunca admitirá como verdadero
algo que sea públicamente proclamado por su jefe. Pues no es a él a
quien se dirige su jefe, sino a los “otros”, a esos “otros” que tiene el
deber de obnubilar, burlar, engañar.
Así, por una nueva paradoja, la confianza del miembro del grupo secreto en su jefe se expresa al rehusar creer en lo que él dice y proclama.
Se nos podría objetar que nuestro análisis, por justo que sea, se
aparta del tema. Los gobiernos totalitarios desgraciadamente son todo
menos sociedades secretas rodeadas de enemigos amenazantes y poderosos, y
obligados, por eso, a buscar la protección de la mentira, a ocultarse, a
disimularse13. Incluso, los “partidos únicos” que forman la
armadura de los regímenes totalitarios no pueden, se nos dirá, tener
nada en común con agrupaciones de conspiradores: operan a plena luz.
Además, muy lejos de querer encerrarse y de poner una barrera entre
ellos y los otros, su meta confesada y patente es justamente la de
absorber todos esos “otros”, de englobarlos y abrazar por completo a la
nación (o la raza).
Por otra parte, se podría refutar igualmente el lazo que
pretendemos establecer entre totalitarismo y mentira. Se podría destacar
que, lejos de ocultar y disimular las metas próximas y lejanas de sus
acciones, los gobiernos totalitarios las han proclamado siempre urbi et
orbe (lo que ningún gobierno democrático tuvo el coraje de hacer nunca) y
que es ridículo acusar de mentira a alguien que, como Hitler, anunció
públicamente (e incluso imprimió de modo palpable en Mein Kampf) el programa que luego realizó punto por punto.
Todo esto es justo pero solamente en parte. Y por eso, las
objeciones que acabamos de formular no nos parecen de ninguna manera
decisivas.
Es verdad que Hitler (así como los otros jefes de los países
totalitarios) anunció en público su programa de acción. Pero fue
justamente porque sabía que no sería creído por los “otros”, que sus
declaraciones no serían tomadas en serio por los no iniciados;
justamente, diciéndoles la verdad estaba seguro de engañar y de
adormecer a sus adversarios. Es ésta una vieja técnica maquiavélica de
la mentira en segundo grado, técnica perversa entre todas y en la cual
la verdad misma se vuelve puro y simple instrumento de engaño. Parece
claro que esta “verdad” no tiene nada en común con la verdad.
Es igualmente cierto que ni los Estados ni los partidos
totalitarios son sociedades secretas en el sentido preciso de este
término, y que actúan públicamente. E incluso con gran acompañamiento
publicitario. Justamente —y en eso consiste la innovación de la que
hemos hablado antes— son conspiraciones a plena luz.
Una conspiración a plena luz —forma nueva y curiosa de grupo de
acción, propio de la época democrática, de la época de civilización de
masas— no está rodeada de amenazas y no tiene ninguna necesidad de
disimularse; muy por el contrario, al estar obligada a obrar sobre las
masas, a ganarse a las masas, a englobar y organizar a las masas, tiene
necesidad de aparecer a la luz e incluso de concentrar esta luz sobre sí
misma, y ante todo, sobre sus jefes. Los miembros de la agrupación no
tienen necesidad de ocultarse: por el contrario, pueden ostentar su
pertenencia a la agrupación, al “partido”, pueden hacerla visible y
reconocible a los otros e incluso a los suyos por medio de signos
exteriores, de emblemas, de insignias, brazaletes y uniformes, por
gestos rituales realizados en público. Pero al igual que los miembros de
una sociedad secreta —esto a pesar de que, como acabamos de
mencionarlo, la conspiración a plena luz tiende necesariamente a
volverse una organización de masas— conservarán la distancia entre ellos
mismos y los otros; la adopción de signos exteriores de pertenencia al
“partido” no hará más que acentuar la oposición y volver más neta la
barrera que los separa de los de afuera; la fidelidad a la agrupación
seguirá siendo la virtud principal de sus miembros; la jerarquía
interior del “partido” tomará el aspecto y tendrá la estructura de una
organización militar, y la regla non servatur fides infidelibus no será sino más escrupulosamente observada. Pues la conspiración a plena luz, si no es una sociedad secreta, es de todas maneras una sociedad con clave secreta.
La victoria, es decir, el éxito de la conspiración, no destruirá los
rasgos que acabamos de mencionar; se limitará a debilitar unos,
intensificando otros y, muy particularmente, reforzando el sentimiento
de superioridad de la nueva clase dirigente, su convicción de pertenecer
a una élite, a una aristocracia completamente separada de la masa14.
Los regímenes totalitarios no son otra cosa que conspiraciones como
las descritas, nacidas del odio, del miedo, de la envidia, alimentadas
por deseos de venganza, de dominación, de rapiña; conspiraciones que
han tenido éxito, o mejor —y éste es un punto importante—,
conspiraciones que han triunfado parcialmente, que lograron
imponerse en su país, conquistar el poder, apoderarse del Estado. Pero
que no han logrado —todavía no— realizar las metas que se propusieron y
que por este mismo hecho continúan conspirando. Podría preguntarse si la
noción de conspiración a plena luz no es una contradicción in adjecto. Una conspiración implica misterio y secreto. ¿Cómo podría hacerse a plena luz?
No hay duda. Toda conspiración implica el secreto; secreto que
concierne precisamente a los propósitos de su acción; propósitos que
debe disimular justamente para poder alcanzarlos y que no son conocidos
sino por aquellos que están al corriente de ellos. Pero la conspiración a
plena luz no constituye en absoluto una excepción a esta regla, pues
así como acabamos de decirlo, al mismo tiempo que no es una sociedad
secreta es, sin embargo, una sociedad con clave secreta.
No obstante, ¿cómo podría guardar un secreto una sociedad de este
género, es decir, una sociedad que opera en la plaza pública, que busca
organizar a las masas y cuya propaganda se dirige a las masas? La
interrogación es completamente legítima. Pero la respuesta no es tan
difícil como parece de antemano. Incluso es bastante simple, pues no hay
más que un medio para guardar un secreto: no revelarlo; o sólo
revelarlo a aquellos de los que se está seguro, a una élite de
iniciados.
En la conspiración a plena luz, esta élite y sólo ella, los
enterados de las metas reales del complot, está, como es apenas natural,
conformada por los jefes, los miembros dirigentes del “partido”. Y como
éste ejerce una acción pública, y sus jefes operan en público y están
obligados a exponer públicamente su doctrina, a hacer discursos públicos
y declaraciones públicas, se concluye que la preservación del secreto
implica la aplicación constante de la regla: toda afirmación pública es
un criptograma y una mentira; una afirmación doctrinal tanto como una
promesa política, la teoría o la fe oficial tanto como una obligación
contraída mediante un tratado.
La regla suprema sigue siendo: Non servatur fides infidelibus.
Los iniciados lo saben. Los iniciados y los que son dignos de serlo.
Ellos comprenderán, descifrarán y percibirán el velo que enmascara la
verdad.
Los otros, los adversarios, la masa, la masa de adherentes
comprendida en el grupo, aceptarán como verdaderas las afirmaciones
públicas y, por eso mismo, se revelarán indignos de recibir la verdad
secreta y de hacer parte de la élite.
Los iniciados, los miembros de la élite, por una especie de saber
intuitivo y directo conocen el pensamiento íntimo y profundo del jefe,
conocen los fines secretos y reales del movimiento. Por eso, no son
perturbados de ninguna manera por las contradicciones y las
inconsistencias de las afirmaciones públicas: ellos saben que
tienen como meta engañar a la masa, a los adversarios, a los “otros” y
admiran al jefe que maneja y practica tan bien la mentira. En cuanto a
los demás, a los que creen, muestran por ese mismo hecho que son
insensibles a la contradicción, impermeables a la duda e incapaces de
pensar.
La actitud espiritual que acabamos de describir, actitud que es la
de todos los regímenes totalitarios y sobre todo, por supuesto, la del
régimen totalitario por excelencia, es decir, el régimen hitleriano,
implica con toda evidencia una concepción del hombre, una antropología.
Pero por ser opuesta a la antropología democrática o liberal, la
antropología totalitaria no consiste de ninguna manera en una inversión
de los valores que, rebajando el pensamiento, la inteligencia, la razón,
pondría en la cima del ser humano las fuerzas oscuras, “telúricas”, del
instinto y de la sangre.
La antropología totalitaria insiste sobre la importancia, el papel y
la primacía de la acción. Pero no desprecia de ninguna manera la razón.
O, al menos, lo que ella desprecia, o más exactamente, aborrece, no son
sino las formas más altas, la inteligencia intuitiva, el pensamiento
teórico, el nous como lo llamaban los griegos. En cuanto a la
razón discursiva, la razón raciocinante y calculadora, no desconoce de
ninguna manera su valor. Muy por el contrario. La pone tan arriba que la
niega al común de los mortales. En la antropología totalitaria el
hombre no se define por el pensamiento, la razón, el juicio, justamente
porque, según ella, la inmensa mayoría de los hombres están despojados
de ellos. Por otra parte, ¿se puede todavía hablar, en este caso, del
hombre? De ninguna manera. Pues la antropología totalitaria no admite la
existencia de una esencia humana única y común a todos15.
Entre un hombre y “otro hombre” la diferencia no es, para ella, una
diferencia de grado, sino una diferencia de naturaleza. La vieja
definición griega, que determina al hombre como zoon logicon, descansa sobre un equívoco: no hay ligazón necesaria entre logos-razón y logos-palabra,
así como tampoco hay común medida entre el hombre animal razonable y el
hombre animal hablante. Pues el animal hablante es ante todo un animal
crédulo, y el animal crédulo es precisamente aquel que no piensa16.
El pensamiento, estima ella, es decir, la razón, discernimiento de lo
verdadero y de lo falso, decisión y juicio, es una cosa muy rara y muy
poco extendida en el mundo. Un asunto de la élite y no de la masa. En
cuanto a ésta, es guiada, o mejor, movida, por el instinto, la pasión,
por los sentimientos y los resentimientos. No sabe pensar. Ni querer. No
sabe más que obedecer y creer.
Cree todo lo que se le dice. Con tal de que se lo digan con
bastante insistencia. Con tal, también, de que se halaguen sus pasiones,
sus odios, sus temores. Es inútil buscar permanecer más acá de los
límites de la verosimilitud: por el contrario, en cuanto más se miente
grosera, masiva y crudamente, mejor se le creerá y se le seguirá a uno.
Igualmente, es inútil buscar evitar la contradicción: la masa no la
notará nunca; es inútil buscar coordinar lo que se dice a unos con lo
que se dice a otros: nadie creerá lo que se dice a los otros y todo el
mundo creerá lo que se le dicea él;es inútil apuntar a la
coherencia: la masa no tiene memoria; es inútil disimular la verdad: es
radicalmente incapaz de percibirla; inútil incluso ocultarle que se la
engaña: no comprenderá nunca que se trata de ella, que tal es el modo
como se la somete.
Esta antropología sustenta la propaganda de los miembros de la
conspiración a plena luz: y el éxito mismo que trae consigo explica el
desprecio literalmente sobrehumano de los totalitarios —queremos decir
de los miembros de la élite que sabe— por la masa, tanto por la de sus
adversarios como por la de sus adherentes; por la masa, es decir, por
todos aquellos que les creen y los siguen; también por todos aquellos
que, sin seguirlos, les creen. No discutiremos si esta actitud está bien
fundada. A nosotros nos parece aceptable-mente justificada. Por otra
parte, los representantes y los jefes de los regímenes totalitarios
están en buenas condiciones para juzgar el valor intelectual y moral de
sus adherentes, de sus crédulos.
Nos limitaremos simplemente a constatar que si el éxito de la
conspiración de los totalitarios puede ser considerado prueba
experimental de su doctrina antropológica y de la eficacia perfecta de
sus métodos de enseñanza y de educación fundados sobre ella, la prueba
no vale para sus propios países y sus propios pueblos. No vale sino para
los otros y, especialmente, para los países democráticos que, al mismo
tiempo que permanecen obstinadamente incrédulos, se muestran
refractarios a la propaganda totalitaria, pues, en estos países, tal
propaganda, aunque sostenida por conspiraciones locales, no ha podido, a
fin de cuentas, engañar más que a cierto partido de la autodenominada
“élite social”. De este modo, por una última paradoja —que en el fondo,
no lo es—, son las masas populares de los países democráticos, de estos
países pretendidamente degenerados y bastardos, las que según los
principios mismos de la antropología totalitaria se han confirmado como
pertenecientes a la categoría superior de la humanidad y estar
compuestas de hombres pensantes y, en cambio, son los pseudoaristócratas
totalitarios los que representan su categoría inferior, la del hombre
crédulo que no piensa.
1. Se encuentra ya en los diálogos de Platón, y sobre todo en la Retórica de Aristóteles, un análisis magistral de la estructura psicológica, y por tanto, de la técnica, de la propaganda.
2. Engañar es también humillar, lo que explica la mentira a menudo gratuita de las mujeres y de los esclavos.
3. El régimen totalitario está ligado esencialmente a la mentira. Asimismo, no se ha mentido nunca tanto en Francia como desde el día en que, inugurando la marcha hacia un régiimen totalitario, el mariscal Pétain proclamó: "Odio la mentira".
4. Las morales religiosas hacen de la verdad una obligación hacia Dios y no hacia los hombres. Prohíben mentir "ante Dios" y "a los hombres".
5. Esta consideración está presente, a veces, incluso en las morales religiosas. Leche para los niños, vino para los adultos, dice san Pablo.
6. La hipocresía de las formas convencionales del comportamiento social (urbanidad, cortesía, etc.) no es "mentira".
7. Comerciante y mentiroso fueron, en otros tiempos, sinónimos. "El que no engaña no vende", dice un viejo proverbio eslavo. Actualmente se admite que para el comerciante, honesty is the best policy.
8. El mejor medio de llevar la oposición hasta sus límites es volviéndola biológica. No es un azar que el fascismo se haya vuelto racismo.
9. El estudio de la agrupación secrtea ha sido singularmente descuidado por la sociología. Conocemos, sin duda, relativamente bien, las sociedades secretas del África ecuatorial; en cambio, ignoramos todo, o casi todo, de las que han existido y existen en Europa. O, si a veces conocemos su historia, ignoramos la estructura tipológica de esas agrupaciones, cuya importancia sólo reconoció Simmel.
10. Hay grupos —los grupos de parias— que consideran la pertenencia al propio grupo como una desgracia o un deshonor. Esta clase de grupos terminan por desparecer. Pero en tanto existen, consideran toda evasión como una traición.
11.El grupo clásico de agrupación secreta es el grupo al cual se accede por una iniciación que, generalmente, implica grados; asimismo existen grupos secretos hereditarios, pero son muy raros y, además, estos grupos implican, también ellos, iniciaciones. En el fondo, en estas agrupaciones la iniciación es hereditaria o hereditariamente reservada.
12. Sucede de una manera completamente distinta con una agrupación de propaganda religiosa o política abierta, cuyos miembros aceptan o buscan el martirio en testimonio de su fe, para que el martirio constituya un medio de propaganda y de acción.
13. Sin embargo, se sabe hasta qué punto los regímenes totalitarios cultivan en sus adherentes y en sus pueblos la psicología del justo perseguido, del pueblo elegido rodeado de un mundo de enemigos que lesionan sus derechos y amenazan su existencia. Inversión característica de la situación real, que alimenta el sobresalto de inferioridad de los totalitarios.
14. Se podría llamar "la aristocrica de la mentira" si estos términos no chocaran entre sí. En efecto, una élite de la mentira es, necesariamente, una élite mentirosa, una cacocracia y no una aristocracia.
15. Entre los miembros de la "élite" y el resto de la humanidad, el homo sapiens y el homo credulus, hay para la antropología totalitaria tanta diferencia como la que hay para la antropología gnóstica entre los hilozoístas y los pneumáticos o en la antropología aristotélica entre el hombre libre y el esclavo.
16. El animal pensante busca la intelección; el animal crédulo, la certeza.
2. Engañar es también humillar, lo que explica la mentira a menudo gratuita de las mujeres y de los esclavos.
3. El régimen totalitario está ligado esencialmente a la mentira. Asimismo, no se ha mentido nunca tanto en Francia como desde el día en que, inugurando la marcha hacia un régiimen totalitario, el mariscal Pétain proclamó: "Odio la mentira".
4. Las morales religiosas hacen de la verdad una obligación hacia Dios y no hacia los hombres. Prohíben mentir "ante Dios" y "a los hombres".
5. Esta consideración está presente, a veces, incluso en las morales religiosas. Leche para los niños, vino para los adultos, dice san Pablo.
6. La hipocresía de las formas convencionales del comportamiento social (urbanidad, cortesía, etc.) no es "mentira".
7. Comerciante y mentiroso fueron, en otros tiempos, sinónimos. "El que no engaña no vende", dice un viejo proverbio eslavo. Actualmente se admite que para el comerciante, honesty is the best policy.
8. El mejor medio de llevar la oposición hasta sus límites es volviéndola biológica. No es un azar que el fascismo se haya vuelto racismo.
9. El estudio de la agrupación secrtea ha sido singularmente descuidado por la sociología. Conocemos, sin duda, relativamente bien, las sociedades secretas del África ecuatorial; en cambio, ignoramos todo, o casi todo, de las que han existido y existen en Europa. O, si a veces conocemos su historia, ignoramos la estructura tipológica de esas agrupaciones, cuya importancia sólo reconoció Simmel.
10. Hay grupos —los grupos de parias— que consideran la pertenencia al propio grupo como una desgracia o un deshonor. Esta clase de grupos terminan por desparecer. Pero en tanto existen, consideran toda evasión como una traición.
11.El grupo clásico de agrupación secreta es el grupo al cual se accede por una iniciación que, generalmente, implica grados; asimismo existen grupos secretos hereditarios, pero son muy raros y, además, estos grupos implican, también ellos, iniciaciones. En el fondo, en estas agrupaciones la iniciación es hereditaria o hereditariamente reservada.
12. Sucede de una manera completamente distinta con una agrupación de propaganda religiosa o política abierta, cuyos miembros aceptan o buscan el martirio en testimonio de su fe, para que el martirio constituya un medio de propaganda y de acción.
13. Sin embargo, se sabe hasta qué punto los regímenes totalitarios cultivan en sus adherentes y en sus pueblos la psicología del justo perseguido, del pueblo elegido rodeado de un mundo de enemigos que lesionan sus derechos y amenazan su existencia. Inversión característica de la situación real, que alimenta el sobresalto de inferioridad de los totalitarios.
14. Se podría llamar "la aristocrica de la mentira" si estos términos no chocaran entre sí. En efecto, una élite de la mentira es, necesariamente, una élite mentirosa, una cacocracia y no una aristocracia.
15. Entre los miembros de la "élite" y el resto de la humanidad, el homo sapiens y el homo credulus, hay para la antropología totalitaria tanta diferencia como la que hay para la antropología gnóstica entre los hilozoístas y los pneumáticos o en la antropología aristotélica entre el hombre libre y el esclavo.
16. El animal pensante busca la intelección; el animal crédulo, la certeza.