La cultura y el arte han demostrado a menudo una actitud demasiado ambivalente sobre la violencia contra las mujeres
... el maltrato es real y machista... |
Las imágenes son de archivo, el maltrato es real y machista/culturals |
El 25 de noviembre, Día internacional contra la
Violencia hacia las Mujeres, nos obliga a recordar un dato y a hacernos
una pregunta. El dato: en España, cada año, más de cincuenta mujeres son
asesinadas por sus parejas o exparejas masculinas. La pregunta: frente a
esa realidad, ¿qué hacemos? El Gobierno español promulgó en el 2004 una
ley contra la violencia que llamó 'de género'; el catalán hizo lo
propio en el 2008, y prefirió 'violencia machista'. Pero no es de leyes,
tribunales, políticas y presupuestos de lo que queremos hablar aquí,
sino de un ámbito que suele dejarse de lado cuando se aborda este tema, y
que sin embargo es crucial: la cultura
Un ejemplo actual
¿Y qué nos muestra la cultura...? Déjenme que empiece con un ejemplo actual, una película que está ahora en cartelera, La isla mínima, para hacer una aclaración. Todo el mundo sabe -aunque quizá muy superficialmente- que las mujeres, en el mundo, son víctimas de una violencia dirigida específicamente contra ellas: los asesinatos de Ciudad Juárez o el rapto y violación de más de doscientas escolares nigerianas son sólo la punta del iceberg de un fenómeno que no es local, ni es nuevo. Por lo tanto, no nos sorprende que la Ilíada, por ejemplo, se refiera a mujeres apresadas, sometidas a esclavitud, repartidas, intercambiadas, como un botín de guerra cualquiera; o que El cantar del mío Cid nos cuente cómo los infantes de Carrión, para vengarse de su suegro, azotan a sus esposas usando "cinchas corredizas y espuelas agudas" hasta darlas por muertas. Tampoco nos sorprende que la película a la que me refería, La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), construya su argumento sobre la violación y asesinato de unas jóvenes, que los policías protagonistas se encargan de investigar. Pero lo que quiero explicar es la diferencia entre la realidad reflejada y el punto de vista. Pues no existe una representación que sea neutra, totalmente objetiva; sino que se hace siempre desde una mirada, y esta comporta inevitablemente un juicio.
La isla mínima transcurre en una aldea andaluza, del delta del Guadalquivir, en 1980. Dos hermanas adolescentes han desaparecido, y dos policías llegan desde Madrid para investigar lo sucedido. Pronto se encontrarán (perdonen el spoiler) en una acequia los cadáveres de las jóvenes, con signos de haber sido violadas y torturadas. Estas cosas ocurren en la realidad; la realidad es machista. Sí, pero aquí, la mirada también es machista. ¿Por qué? Porque da por supuesto que lo único importante son los hombres. En toda la película, los personajes femeninos ocupan, quizá, a ojo de buen cubero, un diez por ciento del metraje. Los policías, el periodista, el cacique, el asesino, el padre de las chicas... a todos les vemos actuando o explicándose. Las mujeres, en cambio: la madre de las muertas, las compañeras de colegio, la guardesa de la finca... aparecen fugazmente y sólo para aportar informaciones necesarias a la resolución de la intriga, nunca para explicarse (si no se atreven a hacerlo con los policías, se nos las podía haber mostrado hablando entre ellas, confiándose a una vecina...). La película provoca en el espectador o espectadora todo tipo de interacción con los personajes masculinos: les vemos, les escuchamos, les seguimos, les entendemos, les juzgamos... Con las mujeres, imposible. En vez de personas, podrían haber sido mercancía de contrabando: son, en el fondo, solamente un objeto que los hombres se disputan. Aunque, claro, la imagen de unos sacos o unos contenedores no debe ser tan atractiva, para según qué tipo de espectador, como la de dos chicas desnudas y acuchilladas...
De 'El rapto de Europa' a 'El silencio de los corderos'
Si la violencia contra las mujeres es una constante en la historia y la geografía humanas, también en la cultura aparece constantemente (véase El sustrato cultural de la violencia de género, Ángeles de la Concha, ed., 2010). La pregunta es de qué manera, con qué mensaje implícito, se representa esa realidad. Y aunque la cultura tiene muchas manifestaciones diferentes, por desgracia a una pregunta tan amplia sí se le puede dar, a grandes rasgos, una respuesta global. Que no es muy alentadora.
Las artes plásticas occidentales tienden a presentar la violencia contra las mujeres como algo estético, bello, placentero. Son innumerables los obras que so pretexto de un tema mitológico (la violación de Lucrecia, el rapto de las sabinas, el de Europa, el de Perséfone...), muestran a un hombre depredador y a una mujer pasiva, desnuda, más objeto que sujeto: no tiene expresión, su rostro está velado; otras veces sonríe, como si el rapto fuera un acto de amor, no de violencia. Por cierto, no queda claro, en las fuentes clásicas, si Europa fue seducida o raptada por Zeus, Helena seducida o raptada por Paris... La confusión es significativa: el punto de vista que importa no es el de ella, sino el del hombre que la adquiere o que la pierde.
Por su parte, la poesía amorosa se construye tradicionalmente sobre símiles guerreros: la apropiación o conquista que un sujeto masculino lleva a cabo sobre un ser femenino que es más cuerpo que persona. Como señala Mercedes Bengoechea en un interesantísimo artículo incluido en el libro de De la Concha, el poeta tiende a describir a la mujer no como un sujeto (con sus propias emociones y deseos) con el que el amante podría interactuar, sino como un objeto que este aprehende además en forma fragmentaria, a trozos, como en este soneto de Quevedo: "ese mirar sabroso, dulce, honesto / y ese hermoso cuello, blanco, inhiesto, / y boca de rubíes y perlas llena; / la mano alabastrina que encadena"... Que este desmembramiento no es sólo propio del pasado nos lo recuerdan poemas mucho más modernos, como Piedra de sol, de Octavio Paz: "Tu vientre es una plaza soleada / tus pechos dos iglesias (...) tus pechos, tu vientre, tus caderas / son de piedra, tu boca sabe a polvo..."
Una actitud comparable exhiben los pintores de las vanguardias, que a menudo muestran en sus obras a mujeres deshumanizadas, sin personalidad, incluso sin cara, más sexo que personas: pensemos en las picassianas Les Demoiselles d'Avignon (en realidad, pupilas de un burdel de la calle Avinyó de Barcelona).
Ese cuerpo troceado, el poeta quiere recomponerlo, pero a su manera. Neruda se compara con un alfarero que modelará a su amada como arcilla, Ángel González con un panadero-Dios que da forma a su amada como si fuera una masa de harina; Salinas se propone "sacar de ti tu mejor tú" para hacer de ella una "nueva criatura". Y del mismo modo que el poeta-amante construye, también destruye, porque lo que establece finalmente es una relación de poder con la amada: "Te arranco el color, el bulto, te mato el paso" (Salinas), "Yo soy el cóndor (...), te asalto y te levanto" (Neruda). Nada de eso encontramos en la poesía escrita por mujeres, en la que la dialéctica sujeto masculino/objeto femenino deja paso a la interacción, a la primera persona del plural: "Abramos rosas de amor / exudemos el vino / de la una única (...)/ que nuestros labios a gozar convidan..." (Clara Janés).
Si de la literatura pasamos al cine, el panorama no es más alentador. Como ha señalado la crítica Pilar Aguilar en diversas obras (Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, 1998; o su capítulo en Cine y género en España, 2010) son muchas las películas que presentan la violencia ejercida contra una mujer como algo erótico, redentor, benéfico, o incluso cómico. Pensemos en Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1995), o en Hable con ella (Pedro Almodóvar, 2002), donde la violación es un acto de amor y tiene efectos beneficiosos para la víctima; o en las festivas escenas de violación de Salsa Rosa (Gómez Pereira, 1991) y Kika (Almodóvar, 1993)... O en Matador (1986) donde Antonio Banderas se acusa de haber violado a una chica y el policía comenta: "Las hay con suerte"... ¿Aceptaríamos una película en la que se mostrara, con la misma mirada complaciente, a un concejal vasco presentando una denuncia por amenazas de ETA, y el policía tomándoselo a broma? ¿Nos parecería normal una cinta en que una escena de tortura se presentara con humor?... Pero cuando la víctima es femenina, es habitual lo que Pilar Aguilar llama voyeurismo sádico, que se recrea en el sufrimiento, la impotencia, el terror: véase Los pájaros (Hitchcock, 1963) o El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991). Lo que entronca, por cierto, con una tradición pictórica que presenta como erótica y atractiva a la mujer herida por otro o por sí misma: lo vemos en las frecuentes representaciones del suicidio de Dido o de Lucrecia.
Volviendo al cine, el maltrato a la mujer se presenta a veces, en películas de autoría masculina, como una farsa. Así, Siete mil días juntos (Fernando Fernán Gómez, 1994) nos muestra a una mujer chillando para que los vecinos crean que su marido la pega, cuando él ni siquiera la toca; en Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998) una mujer presenta una denuncia falsa de maltrato, consiguiendo que su marido sea ipso facto expulsado del hogar conyugal. Para calibrar hasta qué punto semejantes historias distorsionan la realidad, recordemos que en los últimos diez años han muerto víctimas de violencia machista más de 700 mujeres en España (muchas más que víctimas de ETA en el mismo periodo), mientras que según la Fiscalía General del Estado, las denuncias falsas por maltrato suponen un 0,005 por ciento del total.
Las mujeres (y algunos hombres) lo ven de otra manera
Afortunadamente, lo que llevamos dicho se aplica sólo a una parte de la cultura. Aunque sea casi toda. Pero hay también otras voces, que no consideran la violencia machista natural, ni mucho menos sexy. Casi siempre, justo es reconocerlo, voces de mujeres.
En literatura por ejemplo, María de Zayas ya en el siglo XVII denuncia las agresiones a las mujeres. En sus novelas cortas reunidas en Desengaños amorosos, numerosos personajes femeninos sufren violación, torturas o asesinatos a manos de hombres, siendo, para más inri, inocentes de las faltas contra el honor (masculino) de los que ellos las acusan. En la misma época, en pintura, Artemisia Gentileschi (que fue violada y consiguió que se juzgara a su violador, en un caso que provocó gran escándalo) ofrece en su Judith y Holofernes una imagen rarísima: la de una mujer ejerciendo violencia sobre un hombre. ¿Por qué tan rara? "No era un tema, por razones obvias, agradable para los hombres", explica la historiadora Amparo Serrano de Haro en El sustrato cultural de la violencia de género, y las pocas artistas que había antes del siglo XX "no iban a arriesgar su lugar pintando obras que podrían disgustar a sus colegas o a sus mecenas".
Otra escritora, la poeta Carolina Coronado, critica acerbamente, en un poema famoso (El marido verdugo, 1843) a los maltratadores, como hace también Emilia Pardo Bazán en varios de sus relatos cortos. Sin embargo, no es hasta finales del siglo XX cuando la denuncia de la violencia machista se generaliza en la creación cultural.
Lo hacen, en artes plásticas, artistas como Frida Kahlo, Nancy Spero, Cindy Sherman, que se fotografía disfrazada de cadáver de una mujer violada, la iraní Shirin Neshat, que se hace una foto con un arma amenazándola, o la mexicana Lorena Wolffer, que reproduce en su cuerpo los balazos y cuchilladas recibidos por mujeres de Ciudad Juárez (véase el ensayo El cuerpo abierto, de Irene Ballesteros, 2012). En literatura, aparece un nuevo fenómeno: la novela negra protagonizada por una mujer que persigue a un violador o maltratador (lo estudia Carmen Servén Díez en Novela de intriga y violencia de género, Intersexiones, núm. 3). El ejemplo más famoso es la trilogía del sueco Stieg Larsson, Millennium, pero también en España se desarrolla, como lo atestiguan Ritos de muerte (1996), primer caso de la inspectora Petra Delicado creada por Alicia Giménez-Bartlett, y que sigue el rastro a un violador, o No acosen al asesino (José María Guelbenzu, 2001), también primera entrega de una serie en que la juez Mariana de Marco investiga el caso de un marido maltratador y una mujer asesinada. Fuera del marco policial, tenemos otras novelas notables, como Algún amor que no mate (1996) de Dulce Chacón, o la estremecedora L'últim patriarca (2007), de Najat El Hachmi, que narra, desde el punto de vista de la hija, la vida en una familia con un padre violento y una madre que vive como una prisionera o una esclava. Recientemente, la cantante Amparo Sánchez Amparanoia ha publicado su propia historia de "violencia machista y superación", La niña y el lobo. También en los últimos años aparecen en el cine español películas en que la violación es presentada como un acto de barbarie sin paliativos, tales como Antártida (Manuel Huerga, 1995), A solas contigo (Eduardo Campoy, 1990), El pájaro de la felicidad (Pilar Miró, 1993)... O que radiografían el maltrato psíquico y físico, como Solas (Benito Zambrano, 1999) y Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003).
Al mismo tiempo, surgen también obras literarias o cinematográficas, curiosamente de mujeres, que parecen ensalzar el maltrato, como Crepúsculo o Cincuenta sombras de Grey. Si las analizamos de cerca, sin embargo (siguiendo a Eva Illouz en su Erotismo de autoayuda), veremos que no se trata de una apología de la violencia por sí misma, sino de un intento de negociarla; de conseguir, sometiéndose al poder masculino que se ve como inevitable, recompensas materiales, afectivas, simbólicas. Algo así, para entendernos, como Simplemente María o las fotonovelas de Corín Tellado, cuyo mensaje a las mujeres es diáfano: no compitas, no cuestiones, no te rebeles; sométete, y Él se casará contigo...
Un panorama completo sobre la representación cultural de la violencia contra las mujeres exigiría analizar también otros ámbitos, como la prensa, la publicidad, el cómic, los videojuegos, la canción popular, la moda... No tenemos espacio para hacerlo, pero no se puede dejar de señalar la impunidad con que esa baja cultura legitima y banaliza el maltrato a la mujer: recordemos ese anuncio de una marca de ropa de lujo que evoca una violación; o el de una marca de coches que dibuja a un sonriente Berlusconi llevando en el maletero a tres jóvenes atadas y amordazadas; o el polémico desfile del diseñador David Delfín con modelos semidesnudas, con la cabeza tapada por una capucha y una soga al cuello... Lo que está claro es que la violencia contra las mujeres ha sido siempre un tema central en la cultura, y que ahora sigue siendo central... pero afortunadamente, más polémico
¿Y qué nos muestra la cultura...? Déjenme que empiece con un ejemplo actual, una película que está ahora en cartelera, La isla mínima, para hacer una aclaración. Todo el mundo sabe -aunque quizá muy superficialmente- que las mujeres, en el mundo, son víctimas de una violencia dirigida específicamente contra ellas: los asesinatos de Ciudad Juárez o el rapto y violación de más de doscientas escolares nigerianas son sólo la punta del iceberg de un fenómeno que no es local, ni es nuevo. Por lo tanto, no nos sorprende que la Ilíada, por ejemplo, se refiera a mujeres apresadas, sometidas a esclavitud, repartidas, intercambiadas, como un botín de guerra cualquiera; o que El cantar del mío Cid nos cuente cómo los infantes de Carrión, para vengarse de su suegro, azotan a sus esposas usando "cinchas corredizas y espuelas agudas" hasta darlas por muertas. Tampoco nos sorprende que la película a la que me refería, La isla mínima (Alberto Rodríguez, 2014), construya su argumento sobre la violación y asesinato de unas jóvenes, que los policías protagonistas se encargan de investigar. Pero lo que quiero explicar es la diferencia entre la realidad reflejada y el punto de vista. Pues no existe una representación que sea neutra, totalmente objetiva; sino que se hace siempre desde una mirada, y esta comporta inevitablemente un juicio.
La isla mínima transcurre en una aldea andaluza, del delta del Guadalquivir, en 1980. Dos hermanas adolescentes han desaparecido, y dos policías llegan desde Madrid para investigar lo sucedido. Pronto se encontrarán (perdonen el spoiler) en una acequia los cadáveres de las jóvenes, con signos de haber sido violadas y torturadas. Estas cosas ocurren en la realidad; la realidad es machista. Sí, pero aquí, la mirada también es machista. ¿Por qué? Porque da por supuesto que lo único importante son los hombres. En toda la película, los personajes femeninos ocupan, quizá, a ojo de buen cubero, un diez por ciento del metraje. Los policías, el periodista, el cacique, el asesino, el padre de las chicas... a todos les vemos actuando o explicándose. Las mujeres, en cambio: la madre de las muertas, las compañeras de colegio, la guardesa de la finca... aparecen fugazmente y sólo para aportar informaciones necesarias a la resolución de la intriga, nunca para explicarse (si no se atreven a hacerlo con los policías, se nos las podía haber mostrado hablando entre ellas, confiándose a una vecina...). La película provoca en el espectador o espectadora todo tipo de interacción con los personajes masculinos: les vemos, les escuchamos, les seguimos, les entendemos, les juzgamos... Con las mujeres, imposible. En vez de personas, podrían haber sido mercancía de contrabando: son, en el fondo, solamente un objeto que los hombres se disputan. Aunque, claro, la imagen de unos sacos o unos contenedores no debe ser tan atractiva, para según qué tipo de espectador, como la de dos chicas desnudas y acuchilladas...
De 'El rapto de Europa' a 'El silencio de los corderos'
Si la violencia contra las mujeres es una constante en la historia y la geografía humanas, también en la cultura aparece constantemente (véase El sustrato cultural de la violencia de género, Ángeles de la Concha, ed., 2010). La pregunta es de qué manera, con qué mensaje implícito, se representa esa realidad. Y aunque la cultura tiene muchas manifestaciones diferentes, por desgracia a una pregunta tan amplia sí se le puede dar, a grandes rasgos, una respuesta global. Que no es muy alentadora.
Las artes plásticas occidentales tienden a presentar la violencia contra las mujeres como algo estético, bello, placentero. Son innumerables los obras que so pretexto de un tema mitológico (la violación de Lucrecia, el rapto de las sabinas, el de Europa, el de Perséfone...), muestran a un hombre depredador y a una mujer pasiva, desnuda, más objeto que sujeto: no tiene expresión, su rostro está velado; otras veces sonríe, como si el rapto fuera un acto de amor, no de violencia. Por cierto, no queda claro, en las fuentes clásicas, si Europa fue seducida o raptada por Zeus, Helena seducida o raptada por Paris... La confusión es significativa: el punto de vista que importa no es el de ella, sino el del hombre que la adquiere o que la pierde.
Por su parte, la poesía amorosa se construye tradicionalmente sobre símiles guerreros: la apropiación o conquista que un sujeto masculino lleva a cabo sobre un ser femenino que es más cuerpo que persona. Como señala Mercedes Bengoechea en un interesantísimo artículo incluido en el libro de De la Concha, el poeta tiende a describir a la mujer no como un sujeto (con sus propias emociones y deseos) con el que el amante podría interactuar, sino como un objeto que este aprehende además en forma fragmentaria, a trozos, como en este soneto de Quevedo: "ese mirar sabroso, dulce, honesto / y ese hermoso cuello, blanco, inhiesto, / y boca de rubíes y perlas llena; / la mano alabastrina que encadena"... Que este desmembramiento no es sólo propio del pasado nos lo recuerdan poemas mucho más modernos, como Piedra de sol, de Octavio Paz: "Tu vientre es una plaza soleada / tus pechos dos iglesias (...) tus pechos, tu vientre, tus caderas / son de piedra, tu boca sabe a polvo..."
Una actitud comparable exhiben los pintores de las vanguardias, que a menudo muestran en sus obras a mujeres deshumanizadas, sin personalidad, incluso sin cara, más sexo que personas: pensemos en las picassianas Les Demoiselles d'Avignon (en realidad, pupilas de un burdel de la calle Avinyó de Barcelona).
Ese cuerpo troceado, el poeta quiere recomponerlo, pero a su manera. Neruda se compara con un alfarero que modelará a su amada como arcilla, Ángel González con un panadero-Dios que da forma a su amada como si fuera una masa de harina; Salinas se propone "sacar de ti tu mejor tú" para hacer de ella una "nueva criatura". Y del mismo modo que el poeta-amante construye, también destruye, porque lo que establece finalmente es una relación de poder con la amada: "Te arranco el color, el bulto, te mato el paso" (Salinas), "Yo soy el cóndor (...), te asalto y te levanto" (Neruda). Nada de eso encontramos en la poesía escrita por mujeres, en la que la dialéctica sujeto masculino/objeto femenino deja paso a la interacción, a la primera persona del plural: "Abramos rosas de amor / exudemos el vino / de la una única (...)/ que nuestros labios a gozar convidan..." (Clara Janés).
Si de la literatura pasamos al cine, el panorama no es más alentador. Como ha señalado la crítica Pilar Aguilar en diversas obras (Mujer, amor y sexo en el cine español de los 90, 1998; o su capítulo en Cine y género en España, 2010) son muchas las películas que presentan la violencia ejercida contra una mujer como algo erótico, redentor, benéfico, o incluso cómico. Pensemos en Rompiendo las olas (Lars von Trier, 1995), o en Hable con ella (Pedro Almodóvar, 2002), donde la violación es un acto de amor y tiene efectos beneficiosos para la víctima; o en las festivas escenas de violación de Salsa Rosa (Gómez Pereira, 1991) y Kika (Almodóvar, 1993)... O en Matador (1986) donde Antonio Banderas se acusa de haber violado a una chica y el policía comenta: "Las hay con suerte"... ¿Aceptaríamos una película en la que se mostrara, con la misma mirada complaciente, a un concejal vasco presentando una denuncia por amenazas de ETA, y el policía tomándoselo a broma? ¿Nos parecería normal una cinta en que una escena de tortura se presentara con humor?... Pero cuando la víctima es femenina, es habitual lo que Pilar Aguilar llama voyeurismo sádico, que se recrea en el sufrimiento, la impotencia, el terror: véase Los pájaros (Hitchcock, 1963) o El silencio de los corderos (Jonathan Demme, 1991). Lo que entronca, por cierto, con una tradición pictórica que presenta como erótica y atractiva a la mujer herida por otro o por sí misma: lo vemos en las frecuentes representaciones del suicidio de Dido o de Lucrecia.
Volviendo al cine, el maltrato a la mujer se presenta a veces, en películas de autoría masculina, como una farsa. Así, Siete mil días juntos (Fernando Fernán Gómez, 1994) nos muestra a una mujer chillando para que los vecinos crean que su marido la pega, cuando él ni siquiera la toca; en Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998) una mujer presenta una denuncia falsa de maltrato, consiguiendo que su marido sea ipso facto expulsado del hogar conyugal. Para calibrar hasta qué punto semejantes historias distorsionan la realidad, recordemos que en los últimos diez años han muerto víctimas de violencia machista más de 700 mujeres en España (muchas más que víctimas de ETA en el mismo periodo), mientras que según la Fiscalía General del Estado, las denuncias falsas por maltrato suponen un 0,005 por ciento del total.
Las mujeres (y algunos hombres) lo ven de otra manera
Afortunadamente, lo que llevamos dicho se aplica sólo a una parte de la cultura. Aunque sea casi toda. Pero hay también otras voces, que no consideran la violencia machista natural, ni mucho menos sexy. Casi siempre, justo es reconocerlo, voces de mujeres.
En literatura por ejemplo, María de Zayas ya en el siglo XVII denuncia las agresiones a las mujeres. En sus novelas cortas reunidas en Desengaños amorosos, numerosos personajes femeninos sufren violación, torturas o asesinatos a manos de hombres, siendo, para más inri, inocentes de las faltas contra el honor (masculino) de los que ellos las acusan. En la misma época, en pintura, Artemisia Gentileschi (que fue violada y consiguió que se juzgara a su violador, en un caso que provocó gran escándalo) ofrece en su Judith y Holofernes una imagen rarísima: la de una mujer ejerciendo violencia sobre un hombre. ¿Por qué tan rara? "No era un tema, por razones obvias, agradable para los hombres", explica la historiadora Amparo Serrano de Haro en El sustrato cultural de la violencia de género, y las pocas artistas que había antes del siglo XX "no iban a arriesgar su lugar pintando obras que podrían disgustar a sus colegas o a sus mecenas".
Otra escritora, la poeta Carolina Coronado, critica acerbamente, en un poema famoso (El marido verdugo, 1843) a los maltratadores, como hace también Emilia Pardo Bazán en varios de sus relatos cortos. Sin embargo, no es hasta finales del siglo XX cuando la denuncia de la violencia machista se generaliza en la creación cultural.
Lo hacen, en artes plásticas, artistas como Frida Kahlo, Nancy Spero, Cindy Sherman, que se fotografía disfrazada de cadáver de una mujer violada, la iraní Shirin Neshat, que se hace una foto con un arma amenazándola, o la mexicana Lorena Wolffer, que reproduce en su cuerpo los balazos y cuchilladas recibidos por mujeres de Ciudad Juárez (véase el ensayo El cuerpo abierto, de Irene Ballesteros, 2012). En literatura, aparece un nuevo fenómeno: la novela negra protagonizada por una mujer que persigue a un violador o maltratador (lo estudia Carmen Servén Díez en Novela de intriga y violencia de género, Intersexiones, núm. 3). El ejemplo más famoso es la trilogía del sueco Stieg Larsson, Millennium, pero también en España se desarrolla, como lo atestiguan Ritos de muerte (1996), primer caso de la inspectora Petra Delicado creada por Alicia Giménez-Bartlett, y que sigue el rastro a un violador, o No acosen al asesino (José María Guelbenzu, 2001), también primera entrega de una serie en que la juez Mariana de Marco investiga el caso de un marido maltratador y una mujer asesinada. Fuera del marco policial, tenemos otras novelas notables, como Algún amor que no mate (1996) de Dulce Chacón, o la estremecedora L'últim patriarca (2007), de Najat El Hachmi, que narra, desde el punto de vista de la hija, la vida en una familia con un padre violento y una madre que vive como una prisionera o una esclava. Recientemente, la cantante Amparo Sánchez Amparanoia ha publicado su propia historia de "violencia machista y superación", La niña y el lobo. También en los últimos años aparecen en el cine español películas en que la violación es presentada como un acto de barbarie sin paliativos, tales como Antártida (Manuel Huerga, 1995), A solas contigo (Eduardo Campoy, 1990), El pájaro de la felicidad (Pilar Miró, 1993)... O que radiografían el maltrato psíquico y físico, como Solas (Benito Zambrano, 1999) y Te doy mis ojos (Icíar Bollaín, 2003).
Al mismo tiempo, surgen también obras literarias o cinematográficas, curiosamente de mujeres, que parecen ensalzar el maltrato, como Crepúsculo o Cincuenta sombras de Grey. Si las analizamos de cerca, sin embargo (siguiendo a Eva Illouz en su Erotismo de autoayuda), veremos que no se trata de una apología de la violencia por sí misma, sino de un intento de negociarla; de conseguir, sometiéndose al poder masculino que se ve como inevitable, recompensas materiales, afectivas, simbólicas. Algo así, para entendernos, como Simplemente María o las fotonovelas de Corín Tellado, cuyo mensaje a las mujeres es diáfano: no compitas, no cuestiones, no te rebeles; sométete, y Él se casará contigo...
Un panorama completo sobre la representación cultural de la violencia contra las mujeres exigiría analizar también otros ámbitos, como la prensa, la publicidad, el cómic, los videojuegos, la canción popular, la moda... No tenemos espacio para hacerlo, pero no se puede dejar de señalar la impunidad con que esa baja cultura legitima y banaliza el maltrato a la mujer: recordemos ese anuncio de una marca de ropa de lujo que evoca una violación; o el de una marca de coches que dibuja a un sonriente Berlusconi llevando en el maletero a tres jóvenes atadas y amordazadas; o el polémico desfile del diseñador David Delfín con modelos semidesnudas, con la cabeza tapada por una capucha y una soga al cuello... Lo que está claro es que la violencia contra las mujeres ha sido siempre un tema central en la cultura, y que ahora sigue siendo central... pero afortunadamente, más polémico