¿Qué pueden aportar los médicos a nuestras bibliotecas? La autora repasa sus piezas preferidas
Hugh Laurie, como el Dr. House • /elmalpensante.com |
Mucha gente guarda para las vacaciones los libros que no ha podido
leer el resto del año. Los libros gozosos, se entiende. Los
entretenidos, los que no son obligación, los gordos. Y entonces parten a
sus destinos veraniegos con ese ensayo del que todos están hablando,
pero sobre todo con unas cuantas novelas sustanciosas, de medio kilo
para arriba, digamos, de las que esperan dos cosas: por un lado, cumplir
con los ritos de la comunidad de referencia, sentirse parte de la
corriente de la época; por otro, poder perderse en ellas durante un
tiempo prolongado, hacer un viaje dentro de otro viaje, irse a vivir en
ellas mientras dure la lectura (por eso deben ser libros gordos; para
estos efectos, los cuentos y las nouvelles no sirven). Suena
raro pero lo que se busca o espera aquí es una función eléctricamente
imposible: que te conecten y desconecten al mismo tiempo.
Los que leemos esos libros el resto del año seguimos haciéndolo durante las vacaciones, por supuesto: no somos tan raros tampoco. Pero además, ya que tenemos tiempo, sumamos otros que parecen de obligación pero que en realidad responden a un interés particular en alguna materia con la que no tenemos ningún contacto salvo el deseo o la curiosidad. (Iba a escribir “obsesión personal” pero el ángel del cliché me rozó el hombro en buena onda y me salvé: en algún momento “obsesión personal” pasó a ser el modo estándar de referirse a cualquier fijación sin importancia, cuando no a una obsesión que comparte media humanidad. Y así no vale.) En mi caso hay un interés particular por ciertos aspectos de la ciencia y la medicina, y no hay mucho más que explicar salvo que Dr. House tuvo que ver en el asunto, sobre todo en la parte del deseo. A ver si logro comunicarlo.
Las vidas de los hombres de ciencia casi siempre son aburridas... ¿Cómo podrían no serlo? Los académicos rara vez llevan vidas que sean emocionantes en un sentido mundano. Necesitan laboratorios o bibliotecas y la compañía de otros académicos. Y su labor no se vuelve más profunda o más convincente por privaciones, pesares o fracasos mundanos. Sus vidas privadas pueden ser infelices, extrañamente desordenadas o cómicas, pero no en formas que nos revelen algo especial acerca de la naturaleza y dirección de su trabajo. Los académicos se hallan fuera de la zona de devastación de las convenciones literarias, según las cuales las vidas de los artistas y hombres de letras son intrínsecamente interesantes... Si un hombre de ciencia se cortara una oreja, nadie lo tomaría como prueba de una sensibilidad intensificada; si un historiador no consumara su matrimonio (como le ocurrió a Ruskin), no supondríamos que ello habría enriquecido de algún modo nuestro entendimiento de la cultura histórica...
Con un epígrafe así, tan tramposo como magnífico, más un título tan marciano como Historia de un rábano pensante, ¿cómo no iba a leer estas memorias? Su autor es el filósofo de la ciencia, y biólogo británico de origen libanés, Peter Medawar, Nobel de Medicina en 1960 por sus métodos para suprimir el rechazo en los trasplantes de órganos, y es una lectura genial aun si, como yo, no tienen la menor idea de qué es la tolerancia inmunológica adquirida. Todos podemos imaginar, en cambio, lo que puede haber significado para alguien trabajar durante la Segunda Guerra Mundial investigando el rechazo a los injertos de piel en soldados quemados, y agradecer las anécdotas hilarantes y los comentarios poco diplomáticos de sir Peter sobre las debilidades intelectuales o sexuales de ciertos personajes del Oxford de la época, la incompetencia de las escuelas a las que asistió o su amistad con C. S. Lewis y Tolkien. Lo de rábano pensante, eso sí, todavía no lo entiendo.
El médico perplejo es un título literal. Su autor, Robert S. Bobrow, un respetado médico neoyorquino, pasa revista a numerosos casos de fenómenos “sobrenaturales” (supuestas curaciones a distancia, alucinaciones visuales, la idea jungiana del inconsciente colectivo, vudú, regresión por hipnosis, poltergeist, “vidas anteriores”), recoge los estudios más serios y honestos de que se disponga, los expone deteniéndose en asuntos metodológicos y posibles sesgos, y reconoce que no entiende lo que ocurre. Pero también dice –y por eso me interesa– que está seguro de que con el tiempo la ciencia terminará por explicarlo todo y que palabras como “parapsicología” o “presencias” dejarán de usarse por no ser ya necesarias. Pero para eso hay que querer hurgar en esta esperable galería de freaks pues, así como la violencia doméstica no era tema hasta hace unos años porque los médicos no preguntaban y los pacientes no contaban, interesarse en este tipo de acontecimientos extraños es el único modo de desmitificarlos, lo que no será posible si los científicos no quieren saber nada de ellos.
Y vaya si ha habido misterios que hoy tienen explicación plausible: las famosas quemas de mujeres acusadas de brujería en Salem en 1692 pudieron evitarse si se hubiese sabido entonces que síntomas como cosquilleos, alucinaciones y espasmos –que se interpretaron a la luz de un pacto con el demonio– coinciden con un envenenamiento por cornezuelo del centeno. La tradición popular de los zombis de Haití podría también deberse a envenenamiento, esta vez con la toxina del pez globo, que produce parálisis, sudoración y descenso de la temperatura y la presión hasta el punto de que las personas parecen, precisamente, muertos vivientes. La licantropía podría explicarse con un diagnóstico de porfiria eritropoyética, que produce oscurecimiento de la piel e hirsutismo; y también es posible que los “niños lobos” de la Edad Media fueran en realidad niños autistas (de esto sí que no me voy a olvidar, pues qué inmensa soledad, la de vivir con una condición o enfermedad que nadie reconoce).
Los que leemos esos libros el resto del año seguimos haciéndolo durante las vacaciones, por supuesto: no somos tan raros tampoco. Pero además, ya que tenemos tiempo, sumamos otros que parecen de obligación pero que en realidad responden a un interés particular en alguna materia con la que no tenemos ningún contacto salvo el deseo o la curiosidad. (Iba a escribir “obsesión personal” pero el ángel del cliché me rozó el hombro en buena onda y me salvé: en algún momento “obsesión personal” pasó a ser el modo estándar de referirse a cualquier fijación sin importancia, cuando no a una obsesión que comparte media humanidad. Y así no vale.) En mi caso hay un interés particular por ciertos aspectos de la ciencia y la medicina, y no hay mucho más que explicar salvo que Dr. House tuvo que ver en el asunto, sobre todo en la parte del deseo. A ver si logro comunicarlo.
Las vidas de los hombres de ciencia casi siempre son aburridas... ¿Cómo podrían no serlo? Los académicos rara vez llevan vidas que sean emocionantes en un sentido mundano. Necesitan laboratorios o bibliotecas y la compañía de otros académicos. Y su labor no se vuelve más profunda o más convincente por privaciones, pesares o fracasos mundanos. Sus vidas privadas pueden ser infelices, extrañamente desordenadas o cómicas, pero no en formas que nos revelen algo especial acerca de la naturaleza y dirección de su trabajo. Los académicos se hallan fuera de la zona de devastación de las convenciones literarias, según las cuales las vidas de los artistas y hombres de letras son intrínsecamente interesantes... Si un hombre de ciencia se cortara una oreja, nadie lo tomaría como prueba de una sensibilidad intensificada; si un historiador no consumara su matrimonio (como le ocurrió a Ruskin), no supondríamos que ello habría enriquecido de algún modo nuestro entendimiento de la cultura histórica...
Con un epígrafe así, tan tramposo como magnífico, más un título tan marciano como Historia de un rábano pensante, ¿cómo no iba a leer estas memorias? Su autor es el filósofo de la ciencia, y biólogo británico de origen libanés, Peter Medawar, Nobel de Medicina en 1960 por sus métodos para suprimir el rechazo en los trasplantes de órganos, y es una lectura genial aun si, como yo, no tienen la menor idea de qué es la tolerancia inmunológica adquirida. Todos podemos imaginar, en cambio, lo que puede haber significado para alguien trabajar durante la Segunda Guerra Mundial investigando el rechazo a los injertos de piel en soldados quemados, y agradecer las anécdotas hilarantes y los comentarios poco diplomáticos de sir Peter sobre las debilidades intelectuales o sexuales de ciertos personajes del Oxford de la época, la incompetencia de las escuelas a las que asistió o su amistad con C. S. Lewis y Tolkien. Lo de rábano pensante, eso sí, todavía no lo entiendo.
El médico perplejo es un título literal. Su autor, Robert S. Bobrow, un respetado médico neoyorquino, pasa revista a numerosos casos de fenómenos “sobrenaturales” (supuestas curaciones a distancia, alucinaciones visuales, la idea jungiana del inconsciente colectivo, vudú, regresión por hipnosis, poltergeist, “vidas anteriores”), recoge los estudios más serios y honestos de que se disponga, los expone deteniéndose en asuntos metodológicos y posibles sesgos, y reconoce que no entiende lo que ocurre. Pero también dice –y por eso me interesa– que está seguro de que con el tiempo la ciencia terminará por explicarlo todo y que palabras como “parapsicología” o “presencias” dejarán de usarse por no ser ya necesarias. Pero para eso hay que querer hurgar en esta esperable galería de freaks pues, así como la violencia doméstica no era tema hasta hace unos años porque los médicos no preguntaban y los pacientes no contaban, interesarse en este tipo de acontecimientos extraños es el único modo de desmitificarlos, lo que no será posible si los científicos no quieren saber nada de ellos.
Y vaya si ha habido misterios que hoy tienen explicación plausible: las famosas quemas de mujeres acusadas de brujería en Salem en 1692 pudieron evitarse si se hubiese sabido entonces que síntomas como cosquilleos, alucinaciones y espasmos –que se interpretaron a la luz de un pacto con el demonio– coinciden con un envenenamiento por cornezuelo del centeno. La tradición popular de los zombis de Haití podría también deberse a envenenamiento, esta vez con la toxina del pez globo, que produce parálisis, sudoración y descenso de la temperatura y la presión hasta el punto de que las personas parecen, precisamente, muertos vivientes. La licantropía podría explicarse con un diagnóstico de porfiria eritropoyética, que produce oscurecimiento de la piel e hirsutismo; y también es posible que los “niños lobos” de la Edad Media fueran en realidad niños autistas (de esto sí que no me voy a olvidar, pues qué inmensa soledad, la de vivir con una condición o enfermedad que nadie reconoce).
Pamela Nagami es como Dr. House pero sin bastón ni sarcasmo. En
realidad su única ventaja es que ella existe y seguramente los
guionistas de la serie conocían sus libros (Bitten y The Woman with a Worm in her Head),
porque los casos de la doctora Nagami, infectóloga, se relacionan con
algunos de los males más exóticos y requieren de pericias tan
detectivescas como las de la tele. Para uno de ellos, por ejemplo, tuvo
que reconstituir minuciosamente un viaje a Vietnam, donde, por presión
de sus amigos, el enfermo había comido ranas, ratones de campo, lagarto y
una cobra entera. “Todos estos platos estaban exquisitamente sazonados y
bien cocinados, salvo el hígado y el corazón de la cobra”, dice Nagami,
y allí precisamente, en los órganos crudos de la serpiente, por
cinematográfico que suene, se escondía la larva que casi le cuesta la
vida a este turista accidentado.
Nagami tiene la suficiente destreza narrativa para trabajar el suspenso y comparaciones muy vívidas (“sé cosas sobre el cuerpo humano porque he visto aquello que la gente con suerte nunca ve”, “he visto cómo el tejido muerto cruje bajo los dedos como una pelota de celofán”), y decidir qué asuntos de su vida personal son relevantes: interesa, por ejemplo, que cuente que en su familia todos menos ella presentan diversos grados de trastorno obsesivo compulsivo (qué cruz, una infectóloga teniendo que vivir con gente aterrorizada por los gérmenes), y también su conmovedor relato sobre los primeros tiempos de la lucha contra el sida en California, aquellos en que se trabajaba a ciegas, sin una cura en el horizonte. El relato comienza con la doctora Nagami en peligro de haberse infectado ella misma, y no nos ahorra los momentos de pánico que vivió entonces. Cuenta también que hubo médicos que prefirieron no correr riesgos y se retiraron o pidieron traslado para no atender a esos desconcertantes nuevos pacientes. Ella, tocada en lo más íntimo por la muerte de uno de sus mejores amigos, decide en cambio adoptar el lema familiar de Isak Dinesen, Je responderai: “Podía oír la batalla ya aconteciendo, y los gritos de ayuda, y me recuerdo pensando: Yo responderé”.
Nagami tiene la suficiente destreza narrativa para trabajar el suspenso y comparaciones muy vívidas (“sé cosas sobre el cuerpo humano porque he visto aquello que la gente con suerte nunca ve”, “he visto cómo el tejido muerto cruje bajo los dedos como una pelota de celofán”), y decidir qué asuntos de su vida personal son relevantes: interesa, por ejemplo, que cuente que en su familia todos menos ella presentan diversos grados de trastorno obsesivo compulsivo (qué cruz, una infectóloga teniendo que vivir con gente aterrorizada por los gérmenes), y también su conmovedor relato sobre los primeros tiempos de la lucha contra el sida en California, aquellos en que se trabajaba a ciegas, sin una cura en el horizonte. El relato comienza con la doctora Nagami en peligro de haberse infectado ella misma, y no nos ahorra los momentos de pánico que vivió entonces. Cuenta también que hubo médicos que prefirieron no correr riesgos y se retiraron o pidieron traslado para no atender a esos desconcertantes nuevos pacientes. Ella, tocada en lo más íntimo por la muerte de uno de sus mejores amigos, decide en cambio adoptar el lema familiar de Isak Dinesen, Je responderai: “Podía oír la batalla ya aconteciendo, y los gritos de ayuda, y me recuerdo pensando: Yo responderé”.