Escribir con rigor excede los límites del pasatiempo o el placer diletante y obliga a adoptar un método de hierro, una auténtica vía del samurái, que no todos somos capaces de sobrellevar. ¿Lo intentamos?
La escritura como una actividad central en la vida de quien la practica importa un sacrificio./prodavinci.com |
Escribir ocasionalmente puede ser un
placer y un estímulo para leer de un modo más complejo y sutil.
Entrometerse en los mecanismos de la creación, así sea como visitante de
fin de semana, ayuda a conocerlos mejor y a aclarar ideas que de otro
modo, sin la práctica literaria, bien pueden despeñarse en el facilismo
descalificador. Nadie mete un gol desde el palco aunque se ría con mucha
gracia de las pifias de quienes juegan ―mientras bebe cerveza y mastica
chicharrones―. Ya se lo decía John Updike, siempre burlesco, a un
censor arribista: “Ojalá te opere alguien que no conozca de la medicina
más que teorías”.
Esto, por otro lado, no excluye de
ningún modo a la crítica, que también es literatura aunque de otra
manera. La simple redacción de reseñas personales ha ayudado a que
cientos de personas tengan un panorama mucho más amplio y articulado
sobre lo que leen. Y nutrir esa perspectiva con textos de campos
diferentes a la narrativa o la poesía (periodismo, política, ciencia,
arte…) no hace sino afinar aún más la percepción y el punto de vista. Ya
que esos ejercicios íntimos sean útiles y trascendentes para lectores
ajenos al redactor es otro asunto. De allí que no cualquier blog de
comentarios sobre libros (o todo canal de un booktuber) sea una fuente
confiable por necesidad para quien espera una opinión bien fundamentada
sobre algo que leyó o le interesa leer. Aunque lo mismo puede decirse de
las reseñas de los medios tradicionales: no hay crítico que sea
monedita de oro a menos que renuncie al mínimo pudor y se convierta en
promotor editorial. Y ni así.
Sin embargo, la escritura como una
actividad central en la vida de quien la practica importa un sacrificio
(quien escribe sabe que el noventa por ciento de las palabras que trace o
tecleé cambiarán de lugar o desaparecerán antes del final del día y que
otros días no hay modo de que salga una línea derecha) y se cuece
aparte. El grado de disciplina y trastorno obsesivo-compulsivo que se
requiere para alcanzar un grado aceptable de calidad no tiene nada que
ver con un paseo. “Tú te asomas a la vida de la mente, yo siempre estoy
allí”: algo como esto le dice un asesino psicópata, encarnado por John
Goodman, al escritor personificado por John Turturro en Barton Fink, el
clásico de los hermano Coen. Hay que disentir con él: el escritor de
ficción vive en la mente no como un turista sino como un trabajador
migrante que se establece, saca lo que requiere y trata de marcharse
luego (a veces no lo consigue y, como Virgina Woolf, se hunde en aguas
gélidas).
Total, un lector que se arriesgue al
ejercicio de la escritura podrá encontrar respuestas y justipreciar la
literatura con mayor perspectiva. Un siguiente paso, en realidad, tendrá
que ser en otra dirección. Escribir con rigor excede los límites del
pasatiempo o el placer diletante y obliga a adoptar un método de hierro,
una auténtica vía del samurái, que no todos somos capaces de
sobrellevar. ¿Lo intentamos?