Con sinceridad total, con un dolor que no encuentra anestesia ni consuelos, Julian Barnes abordó la pérdida de su compañera de treinta años en un libro que, a la vez, vuelve a mostrarlo como un acerado formalista. En Niveles de vida, tres relatos atomizados enhebran ficción y sentimiento, memoria y literatura, para confluir en un conjunto narrativo que obra como paréntesis de sus textos mayores pero que lo muestra siempre un paso adelante en la búsqueda de un estilo propio
Julian Barnes entrega su nueva novela Niveles de vida./pagina12.com.ar |
Niveles de vida de Julian Barnes |
Títulos tan perfecta y prolijamente insertados dentro
de la tradición británica como Metroland (la novela generacional y de
iniciación), el díptico Hablando del asunto y Amor, etcétera (la novela
de parejas disfuncionales), Inglaterra, Inglaterra (la novela satírica),
Arthur & George (la novela histórica), El puercoespín (la novela
“extranjera” y alegórica) o la crepuscular y ganadora del Booker El
sentido de un final (la novela íntimo-modernista à la Ford Madox Ford y
E. M. Forster), hacen olvidar a menudo que Julian Barnes seguramente sea
el autor más audaz en lo formal dentro de su camada literaria. A pesar
de ese look donde parecen confluir rasgos de Bloomsbury y Carnaby
Street, Barnes –mucho más que Martin Amis, Ian McEwan o Salman Rushdie–
ha sido siempre un buscador de nuevos horizontes y un experto
manipulador de estructuras atómicas y atomizadas. Dan buena y excelente
cuenta de ello volúmenes de relatos unidos por un mismo tema o
sentimiento (Al otro lado del canal, La mesa limón, Pulso) así como
novelas “diferentes” –tal vez entre lo mejor de su obra– como La
historia del mundo en diez capítulos y medio y, muy especialmente, la en
su momento consagratoria El loro de Flaubert.
Y tres décadas más tarde, Barnes (Leicester, 1946) revisita los
modales y el tono elegíaco de esta última, seguro, sin quererlo ni
desearlo, sin que estuviese en sus planes. Porque en Niveles de vida
–organizado en tres partes– vuelve a contraponerse una vez más la
historia pública (una exquisita crónica de la conquista de los cielos
durante el siglo XIX a cargo de los pioneros de la navegación celeste y
aerostática incluyendo a nombres como los del fotógrafo Nadar, la actriz
Sarah Bernhardt y el coronel y aventurero Fred Burnaby) con la historia
privada: el lamento roto en pedazos de otro viudo que aquí no es un ser
de ficción sino el propio Barnes.
Incapaz de superar el dolor por la muerte de su compañera de treinta
años, la agente literaria Pat Kavanagh (fallecida a finales de 2008
apenas treinta y siete días después de que se diagnosticara un tumor
cerebral), Barnes comienza a acercarse a ese dolor intolerable con
cautela y la elegancia de costumbre. Pero ahora –luego de haberlo hecho
lateralmente en el estremecedor relato “Las líneas del matrimonio”,
incluido en Pulso– sin artificio ni anestesia, aunque sin resignar
tampoco las marcas de su casa, que hacen de Niveles de vida algo muy
diferente a testimonios más o menos recientes de la soledad del cónyuge
sobreviviente como los de John Bailey, Joan Didion o Joyce Carol Oates.
Aún desfigurado por el dolor, a Barnes le sigue preocupando el
trazado de figuras, de establecer conexiones, de señalar motivos
recurrentes y dibujos en las nubes, de hacer lo suyo y de las suyas.
Así, las dos primeras secciones de Niveles de vida –“El pecado de la
altura” y “En lo llano”– se leen primero con un cierto desconcierto.
Barnes nos advierte de entrada que “Juntas dos cosas que no se habían
juntado. Y el mundo cambia”. E insiste con un “Juntas dos cosas que no
se habían juntado antes; y a veces funciona y otras veces no”. Hasta
desembocar –en ese pesaroso journal que es el tercer y muy
autobiográfico tramo “La pérdida de profundidad”– en lo que en realidad
quiere discutir luego de habernos tenido flotando, en el aire, lejos de
la tierra y como con ganas de dejarse llevar o dejarse ir en caída
libre. Ascender lentamente lleva implícita la posibilidad de descender
muy rápido, nos recuerda y nos advierte Barnes. Y todo confluye en un
“Juntas a dos personas que nunca habían estado juntas. A veces es como
el primer intento de acoplar un globo de hidrógeno a otro de aire
caliente: ¿prefieres estrellarte y arder o arder y estrellarte? Pero a
veces funciona y se crea algo nuevo. Después, tarde o temprano, en algún
momento, por una razón u otra, una de las dos desaparece. Y lo que
desaparece es mayor que la suma de lo que había. Esto es quizá
matemáticamente imposible, pero emocionalmente posible”.
Una vez alcanzada esta certeza, no hay para Barnes (quien no
menciona el nombre de Kavanagh en todo el texto porque, se intuye, no
tiene fuerzas para ponerlo en letras) consuelo alguno. Y no le queda
otra que enfrentar lo inevitable. Porque Niveles de vida –suerte de
secuela involuntaria a su memoir necrológica Nada que temer– no tiene
nada del tono saltarín y sinuoso de aquélla. Y no demora en informarnos
de algo que todos sospechamos pero que preferimos no averiguar: es mucho
más sencillo asumir la propia muerte (que si hay fortuna no dura más de
un segundo) que el tener que soportar la eterna e inmortal muerte de
los otros, de los seres queridos, de las personas imposibles de
sustituir. Para Barnes –solo y sin “el alma de mi vida; la vida de mi
alma”– ya no hay cielos azules, todo pesa, nada se eleva. “Lloro su
pérdida de un modo muy simple y absoluto”, “Los que lloran al amado son
autónomos”, “Toda historia de amor es una potencial historia de
aflicción” son algunas de las oscuras iluminaciones y clínicas
definiciones que redacta un aforístico y epifánico Barnes –confesando
juguetear con la idea del suicidio– como si pensara en voz alta y, en
más de una ocasión, incomodando a amigos y a conocidos con la potencia
de su dolor y a los que, impotentes, sólo se les ocurre recomendarle que
se compre un perro o se vaya de viaje. Barnes –para bien o para mal–
eligió hacer lo que mejor hace: escribir.
Porque queda claro –más allá de que todo el libro también pueda
considerarse como sincera obra menor de un obrero mayor, reflexiva
catarsis refleja y automática o un impulsivo capricho en la mejor
acepción del término– que Barnes, con su prosa exquisita de costumbre,
como un Orfeo sin Eurídice, se alza aquí como un verdadero y muy triste
experto en el arte de vivir la muerte.