sábado, 22 de noviembre de 2014

Recordando a Gabo



Gabriel García Márquez
La prodigiosa tarde de Baltazar
La jaula estaba terminada. Baltazar la colgó en el alero, por la fuerza de la costumbre, y cuando acabó de almorzar ya se decía por todos lados que era la jaula más bella del mundo. Tanta gente vino a verla, que se for­mó un tumulto frente a la casa, y Baltazar tuvo que descolgarla y cerrar la carpintería.
         —Tienes que afeitarte —le dijo Úrsula, su mujer—. Pareces un capuchino.
         —Es malo afeitarse después del almuerzo —dijo Baltazar.
         Tenía una barba de dos semanas, un ca­bello corto, duro y parado como las crines de un mulo, y una expresión general de mucha­cho Pero era una expresión falsa. En febrero había cumplido 30 años, vivía con Úrsula desde hacía cuatro, sin casarse y sin tener hijos, y la vida le había dado muchos motivos para estar alerta, pero ninguno para estar asustado. Ni siquiera sabía que para al­gunas personas, la jaula que acababa de hacer era la más bella del mundo. Para él, acostum­brado a hacer jaulas desde niño, aquél había sido apenas un trabajo más arduo que los otros.
         —Entonces repósate un rato —dijo la mu­jer—. Con esa barba no puedes presentarte en ninguna parte.
         Mientras reposaba tuvo que abandonar la hamaca varías veces para mostrar la jaula a los vecinos. Úrsula no le había prestado aten­ción hasta entonces. Estaba disgustada por­que su marido había descuidado el trabajo de la carpintería para dedicarse por entero a la jaula, y durante dos semanas había dormido mal, dando tumbos y hablando disparates, y no había vuelto a pensar en afeitarse. Pero el disgusto se disipó ante la jaula terminada. Cuando Baltazar despertó de la siesta, ella le había planchado los pantalones y una camisa, los había puesto en un asiento junto a la ha­maca, y había llevado la jaula a la mesa del comedor. La contemplaba en silencio.
         —¿Cuánto vas a cobrar? —preguntó.
         —No sé —contestó Baltazar—. Voy a pedir treinta pesos para ver sí me dan veinte.
         —Pide cincuenta —dijo Úrsula—. Te has trasnochado mucho en estos quince días. Ade­más, es bien grande. Creo que es la jaula más grande que he visto en mi vida.
         Baltazar empezó a afeitarse.
         —¿Crees que me darán los cincuenta pe­sos?
         —Eso no es nada para don Chepe Mon­tiel, y la jaula los vale —dijo Úrsula—. De­bías pedir sesenta.
         La casa yacía en una penumbra sofocante. Era la primera semana de abril y el calor pa­recía menos soportable por el pito de las chi­charras. Cuando acabó de vestirse, Baltazar abrió la puerta del patio para refrescar la casa, y un grupo de niños entró en el co­medor.
         La noticia se había extendido. El doctor Octavio Giraldo, un médico viejo, contento de la vida pero cansado de la profesión, pen­saba en la jaula de Baltazar mientras almor­zaba con su esposa inválida. En la terraza interior donde ponían la mesa en los días de calor, había muchas macetas con flores y dos jaulas con canarios. A su esposa le gus­taban los pájaros, y le gustaban tanto que odiaba a los gatos porque eran capaces de corrérselos. Pensando en ella, el doctor Gi­raldo fue esa tarde a visitar a un enfermo, y al regreso pasó por la casa de Baltazar a co­nocer la jaula.
         Había mucha gente en el comedor. Puesta en exhibición sobre la mesa, la enorme cú­pula de alambre con tres pisos interiores, con pasadizos y compartimientos especiales para comer y dormir, y trapecios en el espacio re­servado al recreo de los pájaros, parecía el modelo reducido de una gigantesca fábrica de hielo. El médico la examinó cuidadosa­mente, sin tocarla, pensando que en efecto aquella jaula era superior a su propio pres­tigio, y mucho más bella de lo que había so­ñado jamás para su mujer.
         —Esto es una aventura de la imaginación —dijo. Buscó a Baltazar en el grupo, y agre­gó, fijos en él sus ojos maternales—: Hubie­ras sido un extraordinario arquitecto.
         Baltazar se ruborizó.
         —Gracias —dijo.
         —Es verdad —dijo el médico. Tenía una gordura lisa y tierna como la de una mujer que fue hermosa en su juventud, y unas ma­nos delicadas. Su voz parecía la de un cura hablando en latín—. Ni siquiera será nece­sario ponerle pájaros —dijo, haciendo girar la jaula frente a los ojos del público, como si la estuviera vendiendo—. Bastará con col­garla entre los árboles para que cante sola. —Volvió a ponerla en la mesa, pensó un mo­mento, mirando la jaula, y dijo:— Bueno, pues me la llevo.
         —Está vendida —dijo Úrsula.
         —Es del hijo de don Chopo Montiel —dijo Baltazar—. La mandó a hacer expresamente.
         El médico asumió una actitud respetable.
         —¿Te dio el modelo?
         —No —dijo Baltazar—. Dijo que quería una jaula grande, como ésa, para una pareja de turpiales.
         El médico miró la jaula.
         —Pero ésta no es para turpiales.
         —Claro que sí, doctor —dijo Baltazar, acercándose a la mesa. Los niños lo rodea­ron—. Las medidas están bien calculadas —dijo, señalando con el índice los diferen­tes compartimientos. Luego golpeó la cúpula con los nudillos, y la jaula se llenó de acor­des profundos—. Es el alambre más resistente que se puede encontrar, y cada juntura está soldada por dentro y por fuera —dijo.
         —Sirve hasta para un loro —intervino uno de los niños.
         —Así es —dijo Baltazar.
         El médico movió la cabeza.
         —Bueno, pero no te dio el modelo —dijo—. No te hizo ningún encargo preciso, aparte de que fuera una jaula grande para turpiales. ¿No es así?
         —Así es —dijo Baltazar.
         —Entonces no hay problema —dijo el mé­dico—. Una cosa es una jaula grande para turpiales y otra cosa es esta jaula. No hay pruebas de que sea ésta la que te mandaron hacer.
         —Es esta misma —dijo Baltazar, ofusca­do—. Por eso la hice.
         El médico hizo un gesto de impaciencia.
         —Podrías hacer otra —dijo Úrsula, mirando a su marido. Y después, hacia el médico—: Usted no tiene apuro.
         —Se la prometí a mi mujer para esta tarde —dijo el médico.
         —Lo siento mucho, doctor —dijo Balta­zar—, pero no se puede vender una cosa que ya está vendida.
         El médico se encogió de hombros. Secán­dose el sudor del cuello con un pañuelo, con­templó la jaula en silencio, sin mover la mi­rada de un mismo punto indefinido, como se mira un barco que se va.
         —¿Cuánto te dieron por ella?
         Baltazar buscó a Úrsula sin responder.
         —Sesenta pesos —dijo ella.
         El médico siguió mirando la jaula.
         —Es muy bonita —suspiró—. Sumamen­te bonita. —Luego, moviéndose hacia la puer­ta, empezó a abanicarse con energía, sonrien­te, y el recuerdo de aquel episodio desapa­reció para siempre de su memoria.
          —Montiel es muy rico —dijo.
         En verdad, José Montiel no era tan rico co­mo parecía, pero había sido capaz de todo por llegar a serlo. A pocas cuadras de allí, en una casa atiborrada de arneses donde nunca se había sentido un olor que no se pudiera vender, permanecía indiferente a la novedad de la jaula. Su esposa, torturada por la obse­sión de la muerte, cerró puertas. y ventanas después del almuerzo y yació dos horas con los ojos abiertos en la penumbra del cuarto, mientras José Montiel hacía la siesta. Así la sorprendió un alboroto de muchas voces. En­tonces abrió la puerta de la sala y vio un tu­multo frente a la casa, y a Baltazar con la jaula en medio del tumulto, vestido de blan­co y acabado de afeitar, con esa expresión de decoroso candor con que los pobres llegan a la casa de los ricos.
          —Qué cosa tan maravillosa —exclamó la esposa de José Montiel, con una expresión radiante, conduciendo a Baltazar hacia el interior—. No había visto nada igual en mi vida —dijo, y agregó, indignada con la multitud que se agolpaba en la puerta—: Pero llévesela para adentro que nos van a convertir la sala en una gallera.
         Baltazar no era un extraño en la casa de José Montiel. En distintas ocasiones, por su eficacia y buen cumplimiento, había sido lla­mado para hacer trabajos de carpintería me­nor. Pero nunca se sintió bien entre los ricos. Solía pensar en ellos, en sus mujeres feas y conflictivas, en sus tremendas operaciones qui­rúrgicas, y experimentaba siempre un senti­miento de piedad. Cuando entraba en sus ca­sas no podía moverse sin arrastrar los pies.
         —¿Está Pepe? —preguntó.
         Había puesto la jaula en la mesa del co­medor.
         —Está en la escuela —dijo la mujer de José Montiel—. Pero ya no debe demorar. —Y agregó:— Montiel se está bañando.
         En realidad José Montiel no había tenido tiempo de bañarse. Se estaba dando una ur­gente fricción de alcohol alcanforado para sa­lir a ver lo que pasaba. Era un hombre tan prevenido, que dormía sin ventilador eléctrico para vigilar durante el sueño los rumores de la casa.
         —Adelaida —gritó—. ¿Qué es lo que pasa?
         —Ven a ver qué cosa maravillosa —gritó su mujer.
         José Montiel —corpulento y peludo, la toalla colgada en la nuca— se asomó por la ventana del dormitorio.
         —¿Qué es eso?
         —La jaula de Pepe —dijo Baltazar.
         La mujer lo miró perpleja.
         —¿De quién?
         —De Pepe —confirmó Baltazar. Y después dirigiéndose a José Montiel—: Pepe me la mandó a hacer.
         Nada ocurrió en aquel instante, pero Bal­tazar se sintió como si le hubieran abierto la puerta del baño. José Montiel salió en cal­zoncillos del dormitorio.
         —Pepe —gritó.
         —No ha llegado —murmuró su esposa, inmóvil.
         Pepe apareció en el vano de la puerta. Te­nía unos doce años y las mismas pestañas rizadas y el quieto patetismo de su madre.
         —Ven acá —le dijo José Montiel—. ¿Tú mandaste a hacer esto?
         El niño bajó la cabeza. Agarrándolo por el cabello, José Montiel lo obligó a mirarlo a los ojos.
         —Contesta.
         El niño se mordió los labios sin responder.
         —Montiel —susurró la esposa.
         José Montiel soltó al niño y se volvió hacia Baltazar con una expresión exaltada.
         —Lo siento mucho, Baltazar —dijo—. Pe­ro has debido consultarlo conmigo antes de proceder. Sólo a ti se te ocurre contratar con un menor. —A medida que hablaba, su ros­tro fue recobrando la serenidad. Levantó la jaula sin mirarla y se la dio a Baltazar—. ­Llévatela en seguida y trata de vendérsela a quien puedas —dijo—. Sobre todo, te ruego que no me discutas. —Le dio una palmadita en la espalda, y explicó:— El médico me ha prohibido coger rabia.
         El niño había permanecido inmóvil, sin parpadear, hasta que Baltazar lo miró perple­jo con la jaula en la mano. Entonces emitió un sonido gutural, como el ronquido de un perro, y se lanzó al suelo dando gritos.
         José Montiel lo miraba impasible, mientras la madre trataba de apaciguarlo.
         —No lo levantes —dijo—. Déjalo que se rompa la cabeza contra el suelo y después le echas sal y limón para que rabie con gusto.
         El niño chillaba sin lágrimas, mientras su madre lo sostenía por las muñecas.
         —Déjalo —insistió José Montiel.
         Baltazar observó al niño como hubiera ob­servado la agonía de un animal contagioso. Eran casi las cuatro. A esa hora, en su casa, Úrsula cantaba una canción muy antigua, mientras cortaba rebanadas de cebolla.
         —Pepe —dijo Baltazar.
         Se acercó al niño, sonriendo, y le tendió la jaula. El niño se incorporó de un salto, abra­zó la jaula, que era casi tan grande como él, y se quedó mirando a Baltazar a través del tejido metálico, sin saber qué decir. No había derramado una lágrima.
         —Baltazar —dijo Montiel, suavemente—. Ya te dije que te la lleves.
         —Devuélvela —ordenó la mujer al niño.
         —Quédate con ella —dijo Baltazar. Y lue­go, a José Montiel—: Al fin y al cabo, para eso la hice.
         José Montiel lo persiguió hasta la sala.
         —No seas tonto, Baltazar —decía, cerrán­dole el paso—. Llévate tu trasto para la casa y no hagas más tonterías. No pienso pagarte ni un centavo.
         —No importa —dijo Baltazar—. La hice expresamente para regalársela a Pepe. No pen­saba cobrar nada.
         Cuando Baltazar se abrió paso a través de los curiosos que bloqueaban la puerta, José Montiel daba gritos en el centro de la sala. Estaba muy pálido y sus ojos empezaban a enrojecer.
         —Estúpido —gritaba—. Llévate tu ca­charro. Lo último que faltaba es que un cual­quiera venga a dar órdenes en mi casa. ¡Ca­rajo!
         En el salón de billar recibieron a Baltazar con una ovación. Hasta ese momento, pen­saba que había hecho una jaula mejor que las otras, que había tenido que regalársela al hijo de José Montiel para que no siguiera llorando, y que ninguna de esas cosas tenía nada de particular. Pero luego se dio cuenta de que todo eso tenía una cierta importancia para muchas personas, y se sintió un poco excitado.
         —De manera que te dieron cincuenta pe­sos por la jaula.
         —Sesenta —dijo Baltazar.
         —Hay que hacer una raya en el cielo —di­jo alguien—. Eres el único que ha logrado sacarle ese montón de plata a don Chepe Mon­tiel. Esto hay que celebrarlo.
         Le ofrecieron una cerveza, y Baltazar co­rrespondió con una tanda para todos. Como era la primera vez que bebía, al anochecer es­ taba completamente borracho, y hablaba de un fabuloso proyecto de mil jaulas de a se­senta pesos, y después de un millón de jaulas hasta completar sesenta millones de pesos.
         —Hay que hacer muchas cosas para ven­dérselas a los ricos antes que se mueran —de­cía, ciego de la borrachera—. Todos están enfermos y se van a morir. Cómo estarán de jodidos que ya ni siquiera pueden coger bien.
         Durante dos horas el tocadiscos automático estuvo por su cuenta tocando sin parar. To­dos brindaron por la salud de Baltazar, por su suerte y su fortuna, y por la muerte de los ricos, pero a la hora de la comida lo de­jaron solo en el salón.
         Úrsula lo había esperado hasta las ocho, con un plato de carne frita cubierto de re­banadas de cebolla. Alguien le dijo que su marido estaba en el salón de billar, loco de felicidad, brindando cerveza a todo el mundo, pero no lo creyó porque Baltazar no se había emborrachado jamás. Cuando se acostó, casi a la medianoche, Baltazar estaba en un salón iluminado, donde había mesitas de cuatro puestos con sillas alrededor, y una pista de baile al aire libre, por donde se paseaban los alcaravanes. Tenía la cara embadurnada de colorete, y como no podía dar un paso más, pensaba que quería acostarse con dos mujeres en la misma cama. Había gastado tanto, que tuvo que dejar el reloj como garantía, con el compromiso de pagar al día siguiente. Un mo­mento después, despatarrado por la calle, se dio cuenta de que le estaban quitando los za­patos, pero no quiso abandonar el sueño más feliz de su vida. Las mujeres que pasaron para la misa de cinco no se atrevieron a mirarlo, creyendo que estaba muerto.