La vi por última vez en el verano del año pasado. Raspaba ya los 93 años y oía con dificultad. Necesitaba tiempo para terminar una biografía de Julio Cortázar, a quien profesó un intenso amor
Aurora y Julio según Fernando Vicente./elpais.com |
En diciembre de 1958, un amigo peruano de la Unesco, Alfonso de
Silva, me invitó a su casa a cenar, en París. Me sentó junto a un hombre
delgado, muy alto y lampiño que, sólo a la hora de la despedida,
descubrí era Julio Cortázar. Parecía tan joven que lo creí mi
contemporáneo y era 22 años mayor que yo. Su mujer, Aurora Bernárdez,
bajita, menuda, tenía unos grandes ojos azules y una sonrisa un poco
irónica que mantenía a la gente a distancia.
Nunca he olvidado la impresión que me hizo esa noche la conversación
de esa pareja tan dispareja. Parecían haber leído todos los libros, sólo
decían cosas inteligentes y había entre ellos una complicidad tal en lo
que contaban —se pasaban la palabra como los palitroques dos diestros
funámbulos— que, se diría, habían llevado todo aquello ensayado.
En los casi siete años que viví en Francia nos vimos muchas veces, en
su casa, en la mía, en los cafés, o en la Unesco, donde ejercíamos como
traductores. Nunca dejaron de admirarme la riqueza de sus lecturas, la
sutileza de sus observaciones, la sencillez y naturalidad de sus maneras
y, también, el modo como tenían organizada su vida para ver las mejores
exposiciones, las mejores películas, los mejores conciertos. Era
difícil descubrir quién era más inteligente y más culto, cuál de los dos
había leído más, mejor y con mayor provecho. Cuidaban su intimidad con
encarnizamiento —no perdían nunca el tiempo— y mantenían a raya a quien
quisiera invadirla. Yo estuve siempre seguro que Aurora no sólo traducía
—lo hacía maravillosamente, del inglés, el francés y el italiano, como
atestiguan sus versiones de Faulkner, Durrell, Calvino, Flaubert— sino
también escribía, pero que se abstenía de publicar por una decisión
heroica: para que hubiera un solo escritor en la familia.
En 1967 los tres estuvimos juntos, de traductores en un congreso
dedicado al algodón, en Atenas. Durante casi una semana convivimos en el
hotel, en las sesiones del congreso, cenando todas las noches en
restaurancitos de Plaka, en la visita de un domingo a la isla de Hydra, y
al regresar a Londres (donde yo me había mudado) recuerdo haberle dicho
a Patricia: “El matrimonio perfecto existe, es el de Julio y Aurora, no
he visto nunca una inteligencia y compenetración igual en ninguna
pareja. Tenemos que aprender de ellos, imitarlos”. Pocos días después
recibí una carta de Julio que comenzaba así: “Tu sensibilidad te habrá
hecho advertir, en Grecia, que no hay nada ya entre Aurora y yo. Nos
estamos separando”. Nunca en mi vida me he sentido más desconcertado (y
apenado). En esos días de convivencia me habían parecido la pareja mejor
avenida y más envidiable del mundo, porque, con un tacto infinito,
ambos se las habían arreglado para disimular a la perfección la tormenta
sentimental que sacudía su matrimonio.
Para los amigos de Julio y Aurora su divorcio fue un drama, porque a
todos nos había parecido que su unión era absoluta e irrompible, que dos
personas no podían quererse y entenderse tanto como ellos. Pocas
semanas después, en las oficinas de Gallimard, en París, yo se lo decía a
Ugné Karvelis, que se ocupaba de la literatura extranjera. “¡Cómo va a
ser posible, qué puede haber ocurrido para que se separen!”. Y en ese
mismo momento vi en los ojos de Ugné una zozobra y turbación muy
elocuentes: lo que había ocurrido estaba allí, de cuerpo presente, ante
mis ojos.
La próxima vez que vi a Cortázar, en Londres, apenas lo reconocí. La
suya es la más extraordinaria transformación de una persona que me haya
tocado presenciar. (“Un mutante”, decía Chichita Calvino.) Se había
hecho un tratamiento para tener barba y, en efecto, lucía una enorme, de
celajes rojizos. Me pidió que lo llevara a un lugar donde pudiera
comprar revistas eróticas y hablaba de sexo y marihuana con un
desparpajo infantil, algo que en el Cortázar de antes resultaba
inconcebible. Todas las veces que lo vi, en los años siguientes, siguió
sorprendiéndome con ese rejuvenecimiento empecinado. Él, que defendía
tanto su intimidad, vivía ahora poco menos que en la calle, al alcance
de todo el mundo, y se interesaba en la política, tema que antes le
producía alergia. (Yo había intentado presentarle a Juan Goytisolo una
vez y me dijo: “Mejor no, es demasiado político”). Incluso, firmaba
manifiestos, militaba a favor de Cuba y hablaba de la revolución de
manera tan apasionada como ingenua. Su limpieza moral y su decencia eran
las mismas, desde luego, pero en cierto modo se había tornado en la
antípoda de sí mismo.
Creo que los años que estuvo con Ugné fue sin duda feliz, en el
sentido más material de la palabra, y, tal vez por eso mismo, su obra
literaria se empobreció, perdió mucho del misterio y la novedad que
tenía, y yo siempre he pensado que la ausencia intelectual y sin duda
también afectiva de Aurora, explica en buena parte ese empobrecimiento.
Por eso me alegró muchísimo saber que años después, cuando estaba ya muy
enfermo, había habido entre ellos una reconciliación. Y que ella había
quedado como su albacea literaria, encargada de las ediciones de su obra
póstuma y de su correspondencia. Como era de prever, Aurora ha cumplido
esta tarea con todo el talento, la generosidad y sin duda el intenso
amor que profesó siempre por Cortázar.
Luego de la separación, pasaron muchos años sin que volviera a verla,
aunque siempre la tuve en la memoria, como una de las personas más
lúcidas y finas que he conocido, una de las que hablaba de libros y
autores literarios con más delicadeza y versación, dueña de una
inconsciente elegancia en todo lo que hacía y decía. El año 1990 la
volví a ver, en Deyá. Tenía los cabellos grises pero, en todo lo demás,
seguía idéntica a la Aurora de mi memoria. Subía y bajaba las peñas
mallorquinas con agilidad y su casita estaba impregnada por doquier con
la presencia de Julio; en la salita donde conversábamos había una
preciosa foto de él, tocando la trompeta. No sólo su cuerpo había
conservado un vigor juvenil; también su mente, su curiosidad, su pasión
por los libros, eran jóvenes y contagiosos. Hablamos de Georg Grosz, un
pintor expresionista alemán, que yo admiro mucho y que Aurora, por
supuesto, conocía al dedillo; de Claribel Alegría, poeta salvadoreña
cuya casa parisina estaba siempre abierta a todos los escritores
latinoamericanos; de si Flaubert o Balzac describieron mejor el siglo
XIX francés.
En el verano del año pasado la vi por última vez, en el Escorial.
Raspaba ya los 93 años y oía con dificultad, pero su memoria era notable
y, durante la charla pública que celebramos, me maravilló ver la
cantidad de episodios, anécdotas, personas que recordaba con
sorprendente precisión, además, por supuesto, de los libros, entre los
que siempre se movió como por su casa (eran su casa). “¿Por fin te vas a
animar a publicar lo que seguramente tienes escrito?”, le pregunté. Su
respuesta fue evasiva y, sin embargo, estimulante. “Necesito cinco
años”, me dijo, con su vieja sonrisita un poco burlona de costumbre.
“Para terminar una biografía de Julio Cortázar”. ¿Lo dijo en serio?
¿Habría comenzado a escribirla? Ojalá fuera así. Nadie podría dar un
testimonio más fundado sobre el Cortázar creador de las historias
sorprendentes de Bestiario, Final del juego, Historias de Cronopios y de Famas y de Rayuela, la novela que mostró cómo una manera de contar podía ser en sí misma una subyugante historia.
He sabido que en sus últimas disposiciones estableció que fuera
incinerada. No podré, pues, llevar unas flores a su tumba la próxima vez
que caiga por París. Pero estoy seguro que no le hubiera importado que
le dedique en cambio este pequeño homenaje verbal, a ella, tan sensible
para detectar en las palabras los aromas y la belleza de las flores más
fragantes.