La obra de Jorge Luis Borges y sus opiniones siguen generando controversia alrededor del mundo. En este ensayo, la autora recuerda sus opiniones sobre las negritudes y la humillación
Jorge Luis Borges ahora le sacan que fue racista, a partir de sus cuentos y ensayos, según este ensayo./elespectador.com |
“El mapa genético es el mismo para todos los hombres de ayer y de
hoy, sea cual sea su etnia, su religión, su color de piel, de ojos o de
cabellos. El desciframiento del genoma priva a las ideologías racistas
de cualquier fundamento científico”.
Arnold Munnich
No fue
obra del destino. Ni siquiera fue un designio de Dios. La culpa fue de
Bartolomé de las Casas. Según Jorge Luis Borges, el fraile dominico fue
el causante de que haya negros en América. En la introducción de El
atroz redentor Lazarus Morell (Historia universal de la infamia, 1935),
el escritor argentino lo narra así: “En 1517 el P. Bartolomé de las
Casas tuvo mucha lástima de los indios que se extenuaban en los
laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas, y propuso al
emperador Carlos V la importación de negros que se extenuaran en los
laboriosos infiernos de las minas de oro antillanas”. Sobre los hombros
del fraile sevillano descansa la losa de una responsabilidad infinita.
Borges le adjudicó más de dieciocho consecuencias a su petición, entre
éstas: los blues de Handy, los quinientos mil muertos de la Guerra de
Secesión, la admisión del verbo linchar en la decimotercera edición del
Diccionario de la Academia, el musical ¡Aleluya!, la cruz y la serpiente
en Haití (símbolos del vudú), el napoleonismo arrestado y encalabozado
de Toussaint-Louverture y el tamaño mitológico de Abraham Lincoln. El
candombe y la emblemática canción cubana El manisero, calificada por
Borges como “rumba deplorable”, también se suman a la lista.
“Mi
abuelo me decía que los esclavos negros que tenía no sabían que sus
abuelos habían sido vendidos en la Plaza del Retiro por la familia
Llavallol, porque el negro no tenía memoria histórica. Si en los Estados
Unidos no los hubieran educado, no sabrían que son descendientes de
esclavos; en cierta forma los negros son como los chicos”. Borges le
contó a María Esther Vázquez (Borges, sus días y su tiempo) que la causa
de los problemas de violencia con los negros y esa especie de
veneración hacia ellos, que observó durante el tiempo que vivió en
Estados Unidos, tenían sus orígenes en un error: educarlos. A juicio del
escritor, cuando los negros fueron educados empezó a proliferar un
germen peligroso: “Yo estuve en un congreso donde se discutían los
problemas de la traducción y había poetas negros que afirmaban que ellos
constituían una raza superior, una especie de hitleristas al revés y
con menos razón, porque convengamos que, de alguna manera, Alemania ha
sido más importante para el mundo que el Congo”.
- Inventores y científicos negros
Con
la publicación del libro Inventeurs et savants noirs —traducido por
ediciones Wanafrica: Inventores y científicos negros (2014)—, el
escritor y académico Yves Antoine (Haití, 12 de diciembre de 1941)
expone su voluntad de “perpetuar la memoria de algunos inventores y
científicos, restablecer una cierta verdad y hacer justicia”. “El error”
de educar a los negros generó consecuencias de largo alcance. La obra
divulgativa de Yves Antoine recoge algunas de estas consecuencias y
procura “debilitar, por poco que sea, los prejuicios que aún subsisten
en nuestras sociedades”.
Los nombres de Louis Armstrong, Nelson
Mandela, Josephine Baker, Sugar Ray Robinson, Celia Cruz, Carlos Alberto
o Whoopi Goldberg resultan bastante sonoros. Disciplinas como el
deporte, la música y la política están mucho más próximas al público que
la ciencia. En la introducción de su libro, Antoine cita una frase del
matemático francés René Thom: “La ciencia nunca está fuera de la
sociedad, al contrario, siempre es un hecho sociopolítico”. “Desde esta
perspectiva —apunta— resulta fácil comprender, por ejemplo, que el
número de científicos negros en Estados Unidos sea restringido y que el
público en general apenas los conozca”. El escritor haitiano considera
que “la contribución del mundo negro a la ciencia y a la tecnología
merece ser destacada”.
- Breve relato de un sueño
“Mi amor a la humanidad y mi pasión por ayudar a los demás me inspiró para convertirme en médica”.
Patricia Bath
(Nueva York, 4 de noviembre de 1942)
Cuando
le comunicaron que su despacho estaba en el sótano, junto a los
animales del laboratorio, Patricia Bath no se alteró. Tampoco alegó un
trato sexista o racista. Dijo que no consideraba que el sótano fuera un
lugar apropiado para desempeñar su trabajo y solicitó un espacio con
mejores condiciones. Su petición fue aceptada. La doctora Bath era la
primera mujer que ingresaba en el Departamento de Oftalmología de la
Universidad de California en Los Ángeles (1975).
Patricia Bath es
cofundadora del Instituto Americano para la Prevención de la Ceguera
(AIPB), una organización sin fines de lucro creada en 1976. AIPB
establece en sus principios que el cuidado de la vista es un derecho
fundamental que merecen todos los seres humanos, independientemente de
su situación económica. Sus padres fueron la señora Gladys, ama de casa,
descendiente de esclavos africanos y americanos Cherokee, y el señor
Rupert, un inmigrante de Trinidad y Tobago, el primer maquinista negro
del metro de Nueva York. La doctora Bath obtuvo el título de licenciada
en química en la Hunter College de Nueva York. En 1968 se graduó con
honores en Howard University. Una beca le permitió completar su
formación en la Universidad de Columbia, donde fue la primera residente
afroamericana que se especializó en oftalmología. Su camino no estuvo
libre de trabas: “Como una chica joven que crece en Harlem, el sexismo,
el racismo y la pobreza relativa fueron los obstáculos que tuve que
enfrentar. No había médicas con conocimientos de cirugía, era una
profesión dominada por los hombres; no existían las escuelas secundarias
en Harlem, una comunidad predominantemente negra. Los negros eran
excluidos de numerosas escuelas de medicina y de las sociedades médicas;
y mi familia no tenía los fondos para enviarme a la escuela de
medicina”. La doctora Bath inventó un dispositivo y una técnica conocida
como Laserphaco Probe, un método que emplea rayos láser para eliminar
las cataratas. La tecnología disponible en aquella época era
insuficiente. Demoró cinco años en realizar las pruebas de rigor y
completar sus investigaciones. En 1988 recibió la primera patente médica
otorgada a una mujer afroamericana. Mientras avanzaba en sus estudios,
observó que había más casos de ceguera entre personas de piel negra que
entre personas de piel blanca. Quiso averiguar la causa. Sus
investigaciones concluyeron que se trataba de una cuestión de
desigualdad: la población negra no tenía acceso a tratamientos
oftalmológicos. La doctora Bath promovió un servicio de oftalmología
comunitaria para colectivos excluidos. En la actualidad, este sistema
funciona en diferentes países del mundo. Patricia Bath no lo ha olvidado
jamás. Dice que uno de los mejores momentos de su vida se produjo
durante una misión humanitaria en el norte de África. Fue el día que le
devolvió la vista a una mujer que había estado ciega durante treinta
años.
- Borges y la ceguera
“Se heredan muchas cosas (la ceguera, por ejemplo), pero no se hereda el valor”.
Jorge Luis Borges
Borges
entró del brazo de una mujer. El auditorio del Teatro Coliseo de Buenos
Aires lo aplaudió con ganas. Iba elegantemente vestido, como siempre.
Llevaba traje recto, camisa formal, corbata. Se apoyaba en un bastón.
Buscaba a tientas el borde de la mesa donde le habían colocado dos
micrófonos y un vaso de agua. La mujer lo ayudó a sentarse. —¿Y el agua
dónde está? —preguntó Borges. —Está acá —respondió ella. La mujer
comprobó que la mano del escritor reconocía el camino hasta el vaso de
agua. Después se fue. —Señoras, señores —saludó Borges. Le contó al
público que la suya era una “ceguera modesta”: parcial de un ojo, total
del otro. Dijo que todavía reconocía algunos colores: el verde, el azul,
el amarillo... El rojo y el negro se negaban a sus ojos. Era miércoles,
día 3 de agosto de 1977. En días anteriores, Borges había ofrecido seis
conferencias en el mismo teatro. Escogió los temas que más lo
obsesionaban: la Divina Comedia, la pesadilla, Las mil y una noches, el
budismo, la poesía y la cábala. En la séptima y última conferencia
estaba previsto que hablara sobre los gnósticos de Alejandría. Cambió de
planes. Eligió un tema que lo afectaba directamente: la ceguera. Borges
habló desde su memoria de ciego, desde su cabeza cultivada y genial. Su
padre y su abuela murieron ciegos; “ciegos, sonrientes y valerosos”.
Borges esperaba, deseaba, morir igual. Hacia el final de su charla dijo:
“Un escritor, o todo hombre, debe pensar que cuanto le ocurre es un
instrumento; todas las cosas le han sido dadas para un fin y esto tiene
que ser más fuerte en el caso de un artista. Todo lo que pasa, incluso
las humillaciones, los bochornos, las desventuras, todo eso le ha sido
dado como arcilla, como material para su arte; tiene que aprovecharlo.
Por eso yo hablé en un poema del antiguo alimento de los héroes: la
humillación, la desdicha, la discordia. Estas cosas nos fueron dadas
para que las transmutemos, para que hagamos de la miserable
circunstancia de nuestra vida, cosas eternas o que aspiran a serlo”.
Muchos
de los hombres y mujeres citados en el libro de Yves Antoine nacieron y
vivieron en lugares que sirvieron de escenario a tiempos difíciles.
Tiempos en los que la pigmentación de su piel era un estigma, un lastre
que los condenaba a una condición servil. En tales condiciones, no se
esperaban grandes cosas de ellos. Quizás, como afirmaba Borges, la causa
remota de sus desdichas se originó con el reclamo de aquel fraile
conmovido que solicitó un relevo de manos, de piernas, de cerebros y de
angustias. El “error” de educarlos vendría más tarde; un “error” que, a
fin de cuentas, les brindó la oportunidad, el derecho, de mejorar su
propia vida, y la vida de sus semejantes. El derecho de soñar y de
hacer, como dijo Borges en sus aleccionadoras palabras, lo que todo
hombre debe hacer: luchar hasta transmutar los infortunios de sus
circunstancias en gestos de gran transcendencia, en cosas eternas.