Lugares de cruce, de confusión, de mezcla, las fronteras son, ahora, el espacio donde más claramente se concreta la ideología éxitos de estos tiempos: la defensa contra lo externo, la obsesión de la seguridad
La triple frontera entre Argentina, Paraguay y Brasil (en la imagen de arriba, el puente que une a estos dos últimos países visto desde Ciudad del Este), es una de las más porosas de la región. |
Milicianos del Movimiento de Emancipación del Delta de Níger patrullan el río Bonny, en el sur de Nigeria, en una de las fronteras más convulsionadas de África. |
Jóvenes palestinos rompen en Bir Nabala (entre Jerusalem y Ramallah) parte del muro de 500 km. de cemento, hierro y alambre que los separan de Israel./revista Ñ |
He cruzado fronteras
He cruzado –ahora caigo en la
cuenta– cantidad de fronteras. Recuerdo un puesto de control tan tenso
entre Israel y Palestina, una choza de adobe cribada de escorpiones
entre Nigeria y Níger, la romería despreocupada y tropical entre
Colombia y Venezuela, un puente sobre la tierra seca entre Sudán y el
Congo, un bote entre Argentina y Paraguay tantas veces, un andén
ferroviario de noche y niebla entre Francia y España allá en el tiempo,
un museo entre Berlín Oeste y Berlín Este cuando ya habían vuelto a ser
uno, un río entre México y Guatemala sin más que agua y su selva
cerrada, docenas y docenas de garitas de aeropuertos –que es la forma
más habitual de la frontera en estos tiempos. He cruzado cientos de
fronteras y creo que nunca, ni una vez, dejaron de producirme esa
incomodidad: creo que producirla es su función. Decir, sobre todo, que
existen los Estados.
* La frontera es el espacio donde cada
Estado dibuja en negro sobre blanco lo que dibuja en gris en tantos
otros sitios: su fuerza, su poder. Sométase a mi regla, yo le diré qué
hacer. Usted puede, usted no puede. Usted pasa, usted se queda, a usted
lo encierro.
En eso consiste cruzar una frontera: someter a la
consideración de los agentes de un Estado tus esfuerzos por adaptarte a
sus regulaciones. Decirles mire, hice lo que querían que hiciera, traje
mi identidad, mis dineros, mis posibilidades, a ver si puedo entrar a
ese lugar que ustedes cuidan. Entregarse a su poder de discriminar quién
sí, quién no, de qué manera.
Por eso cruzar una frontera siempre es inquietante: ponerse en manos tan visibles de un Estado siempre es inquietante.
* Porque una frontera es, tan visible, un puesto defensivo.
Paso, lugar de paso, o sea: un lugar para controlar quién pasa y quién no pasa.
*
Por eso las fronteras son, ahora, el espacio donde más claramente se
concreta la ideología exitosa de estos tiempos: la defensa contra lo
externo, la obsesión de la Seguridad. Todo lo exterior es peligroso
cuando entra: comidas, grasas, humos, preparados varios, cuerpos ajenos
en el cuerpo propio. Y, por supuesto, las personas ajenas –extranjeros,
extraños, marginales– en el cuerpo social, el cuerpo patrio.
La
prevención no es nueva; parece nueva su omnipresencia, su reino
indiscutido. Pero ya los persas de hace treinta siglos inventaron, en su
honor, la palabra paraíso: la armaron con daeza, pared, y pari,
alrededor: paridaeza, el paraíso, era, primero, cualquier lugar con una
pared alrededor, con una frontera alrededor, con exclusión alrededor
–antes de transformarse en el country donde iban a parar las almas de
los ricos. Paraíso es excluir a los otros, encerrarse sólo con los
propios y resistir a los embates: amurarse, parapetarse tras fronteras.
*
A menudo, ahora, a las fronteras les alcanza con ser líneas virtuales
–respaldadas por los cuerpos armados de su Estado. A veces no. A veces,
las peores veces, necesita muros.
Estas páginas hablan de
fronteras calientes, las más frías, aquellas donde los Estados
concentran sus armas porque no consiguen defenderlas sin ellas. Su arma
principal ha vuelto a ser el muro, anacronismo tan perfecto. El muro
duró, bajo formas diversas –la ciudad fortificada, el castillo, la
muralla china– cuatro o cinco mil años hasta que, hace doscientos o
trescientos, los Estados occidentales se creyeron tan poderosos que
supusieron que ya no lo necesitaban para controlar sus territorios.
Ciudades derribaron sus vallados: la evidencia de su poder alcanzaba
para desalentar a cualquier atacante. Fue un cambio radical: la coerción
se hizo invisible, el poder no necesitaba mostrarse en el espacio
porque ocupaba las conciencias de sus ciudadanos. Pero los muros han
vuelto: ahora el mundo rebosa de muros, que son la exacerbación de la
frontera, la evidencia de que una frontera no funciona, el retorno de la
frontera premoderna –donde no alcanza el símbolo y se precisa la
materia.
De nuevo, la guerra larvada entre los que tienen y los
que no tienen hizo que muchos Estados formaran muros para excluir a los
ajenos. Que ya no suelen ser armadas invasoras; son, en general, el otro
por excelencia de estos tiempos, el inmigrante, el ilegal: el que
quiere cruzar la frontera sin la venia.
* Fronteras en todo su esplendor, auténticas fronteras: exclusión hecha materia en el espacio.
*
Muros y más muros: los 1.100 kilómetros de concreto y acero americanos
que recorren la frontera entre Estados Unidos y México, desde el
Pacífico hasta más allá de Ciudad Juárez. Los 2.700 kilómetros de arena,
alambre y minas antipersonales marroquíes que intentan contener los
movimientos de los pobladores saharuis en medio del desierto. Los 4.000
kilómetros –todavía incompletos– de concreto y alambre indios que erizan
la frontera entre India y Bangladesh para complicar la migración y el
contrabando. Los 500 kilómetros imponentes de cemento, hierro y alambre
israelíes que intentan impedir que los palestinos entren en su país. Los
10 kilómetros de alambre griego que la separan de Turquía junto al río
Evros, la “frontera más permeable de Europa” para africanos y asiáticos.
Los 11 kilómetros de alambradas y sensores de movimientos españoles que
impiden el paso entre Marruecos y la colonia hispanoafricana de
Melilla.
Son ejemplos; hay más. Lo que los une es esa tentativa
desesperada de dejar fuera a otros, los que parece que amenazan. Y la
comprobación de un fracaso: el mito de la libre circulación de las
personas –un derecho humano declarado– derrumbándose por las
desigualdades.
* La frontera es un gran intento de ingeniería
menor para convencerte de que del otro lado hay algo muy distinto.
Convencerte de que tenés más en común con un señor que vive a mil
kilómetros que con uno que vive a veinte o treinta, si hay una frontera
de por medio.
* “De pronto el paisaje se me hace muy argentino,
pienso: este lugar sí que es muy argentino –y no sé bien qué estoy
diciendo”, escribí, hace unos años, en un libro llamado El Interior
. “Hay zonas de Entre Ríos cuyos pobladores se llaman a sí mismos
uruguayos y entonan bien charrúa; hay selvas tropicales en Misiones
donde sólo se habla portuñol; hay correntinos de guaraní cerrado, que se
entienden mejor con un paraguayo que con un cordobés; hay valles de la
Puna que no se distinguen de valles bolivianos; hay tantos mendocinos
que querrían ser chilenos.” * La frontera es el contorno de una patria,
el dibujo que la dibuja y que la anima, que dice qué está adentro y qué
está afuera. Una patria es la forma más peligrosa de la exclusión porque
tiene rating, justificaciones, tradiciones gloriosas, símbolos
rampantes, el apoyo de poderes tan potentes, la fuerza del lugar común
que no suele discutirse. Por eso, cada vez que hay que atacar para
excluir, no hay mejor arma que la Patria: “Esas ideas foráneas, que nos
llegan de allende las fronteras”.
* A la entrada de un pueblo de
la frontera entre Brasil y la Argentina había un cartel, la síntesis
grosera: “Sólo se ama lo que se conoce. La patria comienza en la
frontera. Bienvenidos a Bernardo de Irigoyen”.
La frontera es el
lugar donde una patria se hace espacio, donde un concepto abstracto se
vuelve paredón, montaña, río, alambre de púas, policías. Donde una
patria dice que se defiende.
Por eso las fronteras sirven, sobre todo, para morir por ellas, para matar en ellas, para morir en ellas.
*
Son construcciones: tan frágiles como cualquier torre, tan variables
como el flan proverbial. Aunque su truco consista en presentarse, en
cada momento de la historia, como si fueran eternas, inmutables. Como si
fueran naturales.
* Aquella tarde el mundo conspiraba –se
chacoteaba– contra la idea de frontera. En el pueblo misionero tan
pegado a Brasil, cuatro chicos argentinos y yo les preguntaba cuál era
su programa favorito.
–O senhor Chaves.
Me dijo uno, perfecto portugués.
–¿Cómo?
–Sí, o Chaves do oito.
Me
explicó, como quien dice éste es un tonto, y entonces sí entendí: el
Chavo del Ocho, un nombre mexicano escuchado por un chico argentino en
brasileño, o sea.
* La frontera es un espacio de revelación: donde
se muestran los conflictos que en otros sitios no se manifiestan, que
funcionan larvados, escondidos.
* Las fronteras, cuando pueden,
disimulan. Tratan de ser amables, cuando pueden. Se esconden, a veces,
en esos pueblos fronterizos, en esas calles principales donde una vereda
es un país y otra vereda el otro. Los Estados deberían prohibirlas: no
son más que una puesta en ridículo de la idea rimbombante de frontera.
Aunque,
ahora, las fronteras ya no están donde están. Las fronteras avanzan, se
mezclan con nuestras ciudades. La gran frontera contemporánea está en
cada aeropuerto: casillas de migraciones, colas, policías. Las fronteras
están en todas partes –y perfeccionan sus instrumentos de exclusión,
sus armas: sus controles. Las fronteras son, una vez más, el momento más
perfecto del control del Estado.
* Pero también son tantas otras
cosas. La frontera como espacio del negocio turbio, la avivada. Si no
hubiera fronteras, es obvio, no habría contrabandos. Eliminar las
fronteras sería como legalizar las drogas: un modo de acabar con un
delito al quitarle la posibilidad de cometerse.
* Y es el confín, lo que no es fácil de pensarse: “No, allá lejos, pasando la frontera”.
*
Lugares de cruce, de confusión, de mezcla. Lugares de rumores, de
misterio. La inspiración, el desafío: lo que agita más allá del más
allá. En la Argentina, sin ir más lejos –sin cruzar la frontera–, sería
difícil pensar una literatura sin pensar en fronteras. La Argentina
empezó a ser escrita en sus fronteras, sobre sus fronteras.
Primeras letras en la frontera de los Andes cuyanos, cuando el pequeño fugitivo de provincia escribió en la piedra que les idées ne se tuaient point , dejando en esa frontera de piedra la constancia de una frontera que imaginaba mucho más decisiva: una cultura.
Recuerdos de provincia y, sobre todo, el Facundo
son maneras de pararse en la frontera –detrás de la frontera– para
poder hablarle a un país que no era el que su autor quería y no quería,
entonces, escucharlo.
* La frontera como refugio o limbo –donde se terminaba el poder del Estado argentino.
*
Segundas letras en la frontera por excelencia de aquel país en
expansión: la que separaba las tierras del Estado de las tierras del
indio. En ese relato, la frontera no era una línea sino todo lo que
había detrás, un territorio tan amplio como desconocido, que convenía
llamar desierto. Allí, el paseo de un señorito porteño intentó seguir
armando una idea de la argentinidad por el viejo recurso de contrastarlo
con lo que no lo era, con lo otro. Allí, la fuga de un gaucho hacia el
desierto imaginado terminó de excluirlo, convertirlo a él también en lo
otro.
La Excursión a los Indios Ranqueles y el Martín Fierro son formas de ponerse en la frontera, de cruzar la frontera para deshacerla.
* La frontera como amenaza o limbo –donde se terminaba el poder del Estado argentino.
*
Mientras tanto, se iba consolidando –se iba escribiendo– la tercera
frontera: la que el país abría para ser el que había querido aquel
muchacho de provincias. El puerto de Buenos Aires fue la frontera
decisiva, en ese breve lapso en que abrirla fue abrir todo relato,
rearmar un país según palabras nuevas.
Fue en ese breve lapso
cuando se armó la idea confusa de que ser argentino era romper con las
fronteras: ser la más pura mezcla. Contra esa mezcla militó el
nacionalismo de principios del siglo XX, con la gauchesca y la ley de
extranjería y los blablás patriotas. Por esa mezcla pudo nacer el tango,
el sainete, una forma de hablar, Jorge Luis Borges, el cine de Santiago
y Torre Nilsson, Gombrowicz, cierto rock, Cortázar, Saer, Quino y
tantos otros textos. La Argentina no sería nada sin esa convicción de
que nuestra cultura no está limitada por fronteras nacionales: de que la
parte que nos corresponde es todo. La Argentina no sería nada si se
hubiera impuesto a lo largo de su historia la peor forma de exclusión
posible, la más popular, la más dañina: la Patria contra los
extranjeros. La Argentina no sería nada si hubiera sido siempre como
ahora.
* He cruzado fronteras.
He cruzado –ahora caigo en
la cuenta– cantidad de fronteras. Pero ninguna me gustó tanto como
aquella, aquella vez, pasando el Pirineo. Veníamos en coche, Juan y yo,
de Barcelona; íbamos a Perpiñán, del otro lado, por una ruta sinuosa
sobre el mar, tan bien dibujada. Juan no había estado en Francia en
varios años y esperaba ansioso el momento de entrar; esperábamos, los
dos, los carteles, el puesto en la frontera, gendarmes, las banderas. No
aparecían, casi nos preocupamos –pero no podíamos habernos perdido en
esa ruta única, acorralada entre el mar y la montaña. Hasta que
entramos, por fin, en un pueblito tan francés, Collioure. Ya habíamos
cruzado, un rato antes, sin saberlo, una frontera sin puestos, sin
vigilancia, sin escudos. El espacio Schengen, la libre circulación por
veintitantos países europeos, es uno de los grandes saltos
civilizatorios de las últimas décadas. Nadie parece hacerle caso: nos
gustan, de más formas que las que nos gustarían, las fronteras.
* Será que seguimos imaginando que detrás hay un mundo.