lunes, 17 de noviembre de 2014

Representación de la barbarie cotidiana

Cinco novelas para narrar un siglo. Premio Clarín Novela 2014. Lo obtuvo el colombiano Daniel Ferreira con Rebelión de los oficios inútiles, una obra intensa, terrible y conmovedora que bucea en los orígenes de la violencia en su país: Colombia

Cinco novelas para narrar un siglo. “Cuando comencé a escribir –dice Ferreira– aspiraba a la novela total, pero advertí que ya no somos lectores totales, sino fragmentarios, de corta distancia. Lo que ocurrió en los 90 en Colombia me dejó destruido y desmoralizado, por eso me urge terminar esta Pentalogía. Quiero eliminar definitivamente de mi vida la cuestión de la violencia para poder escribir sobre otros temas.”/revista Ñ


Yo necesito curarme del tema de la violencia en Colombia. Necesito sanar mi infancia y mi primera juventud de la tragedia de vivir en una sociedad descosida.” Esto dice Daniel Ferreira, con una dulzura que no alcanza a encubrir el dolor que la afirmación le produce.
El proceso de sanación será largo. Dar cuenta de la violencia arraigada en la sociedad de su país le demandará la escritura de una serie de cinco novelas ­–la “Pentalogía de Colombia”–, de las cuales la tercera, Rebelión de los oficios inútiles , ha ganado la decimoséptima edición del Premio Clarín Novela y la admiración del jurado de honor.
Es que este muchacho de 33 años, oriundo de San Vicente de Chucurí (departamento de Santander), una población ubicada a unos 500 km de Bogotá, ha elaborado una obra de una calidad estilística notable y multitud de matices, que además forma parte de un proyecto de largo aliento. Algo inusual en esta época de literatura exprés.
–¿Cómo surgió la idea de la Pentalogía?
–A comienzos del año 2000, yo estaba escribiendo una novela que pensaba como un fresco donde convivirían distintos momentos de la historia no oficial de Colombia en el siglo XX. Aspiraba a la novela total pero advertí que ya no somos lectores totales, sino fragmentarios, de corta distancia. De pronto, entendí que debía separar las historias, y contar episodios correspondientes a distintas décadas.
­–Y la violencia sería el hilo conductor…
–Los “violentólogos”, que son los estudiosos de la violencia en Colombia, encuentran que el origen de la escalada de los años 80 y 90, ya con la intervención de los narcotraficantes, puede rastrearse en los conflictos de tierras de la década del 70 y la represión de los movimientos insurgentes cuyos reclamos nunca fueron escuchados. Estos a su vez están anclados en el nacimiento de las guerrillas marxistas de los años 60 que surgieron entre gente que se refugiaba en el campo porque era perseguida por la guerra del bipartidismo de los años 40 y 50, y también se puede retrotraer a la guerra de los mil días con la que empieza el siglo XX. Ninguno de estos conflictos encontró un camino de diálogo o negociación, jamás se solucionaron y la impunidad con la que se los ocultó enconó los odios. Pero mis novelas no están organizadas cronológicamente ni los personajes van a aparecer de una en otra. No hay una continuidad de personajes ni de historias, son piezas individuales.
­–¿Alguien lo aconsejó en esa decisión?
–Pues sí, lo hizo mi agente literario y editor que es el I Ching. Soy un ateo supersticioso. Y ese libro orientó muchas de mis decisiones. Lo consulté para resolver los desenlaces de mis libros, para presentarme a este concurso y para venir a la Argentina. Gracias a él interpreté que debía separar y discernir las historias para poder contarlas.

Otra manera de entender
Rebelión de los oficios inútiles entrelaza las vidas de tres personajes: Simón Alemán, un rico heredero que a fines de los años 60 hace dinamitar la cumbre de un cerro para construir allí un condominio de lujo, donde son empleados muchos trabajadores de oficios menores; Anita Larrota, una mujer de 72 años que encabeza la toma de esos terrenos cuando Alemán, ya alcohólico, quiebra y suspende la paga; y el periodista Joaquín Borja, que documenta en su pequeño periódico la represión de la revuelta, se hace amigo de Alemán y luego decide tomar las armas. Todo esto en el contexto de las fraudulentas elecciones presidenciales de abril de 1970. Se trata de una trama compleja y profunda, en la que conmueve la riqueza individual de los personajes y la intensidad de sus historias.
­–¿De dónde tomó la anécdota?
Era una historia que circulaba en mi pueblo, que referían mi familia y mis amigos. Aquellos personajes eran los héroes de mi infancia. Los recompuse a partir de testimonios, de notas en pequeños periódicos de la época: lo que se conoció en los años 70 como el periodismo revolucionario, que buscaba señalar los problemas que sufría la sociedad para movilizarla y combatirlos. Con esos indicios construí una suerte de memorial. También fui siguiendo las pistas que explicaban por qué el periodista se radicalizó. Me preguntaba: ¿Hasta dónde podemos mantenernos ajenos a lo que nuestra ética nos dice que está mal? ¿Acaso es posible aceptar que el gobierno utilice sus fuerzas de seguridad para reprimir, torturar y asesinar al pueblo que dice representar? En eso consistió la estrategia contrainsurgente colombiana y fue lo que permitió que hacia los 80 apareciera el paramilitarismo.
­–¿De qué tratan las dos novelas anteriores?
Viaje al interior de una gota de sangre es el texto embrionario y la base de todo, aunque se publicó después de La balada de los bandoleros baladíes . Está ubicada en los años 80 y narra una “incursión de objetivo múltiple”, el eufemismo que en Colombia se utiliza para referir una matanza. Una banda armada llega a un pueblo durante una festividad popular y, lista en mano, comienza a asesinar. Algo habitual en los enfrentamientos entre las fuerzas paramilitares y las guerrilleras de aquella época. Es un poco la historia del pueblo donde yo nací. La novela funciona como una bomba atómica: tiene un núcleo que se expande en cinco líneas dramáticas. Yo digo que es una crónica metafísica, en el sentido de que hay cosas que la crónica periodística no puede contar. Como dice Ricardo Piglia, la literatura es antagónica del periodismo porque mientras éste contrae y sintetiza los hechos, la literatura los expande. Y esa expansión quizá nos permita entrever algo sobre los odios de una sociedad.
–¿Y La balada de los bandoleros baladíes?
–Ese es un libro difícil, incluso para mí, porque aborda la violencia de los 90 desde el lugar de los perpetradores.
–¿Cómo construyó ese mundo?
–Oyendo muchos relatos que constan en los acervos judiciales pertenecientes a la Comisión de Verdad, Justicia y Reparación de la situación de los derechos humanos en Colombia. Ellos recogen los testimonios de asesinos ahora encarcelados, que explican los métodos de la barbarie con una naturalidad feroz. Presté mucha atención al tono de esos relatos. Por ejemplo, al narrar una masacre casi siempre eludían el momento de la ejecución, como si la mente se les fuera hacia otro lugar. No podían enfrentar de manera consciente el sufrimiento de los demás. Eso me solucionaba la cuestión narrativa porque me sentía incapaz de describir quirúrgicamente un asesinato.
–¿Qué lo intrigaba de esos testimonios?
–Cómo puede seguir viviendo alguien que ha descuartizado una persona, que ha estado en contacto con su sangre, que sabe de su olor. Supe de la obsesión de un sicario que decía que su cuerpo olía a flores podridas y por eso lo perseguían unas aves. Esas confesiones tan personales eran las que me interesaban. No los asesinatos en sí, sino los efectos que producían a posteriori en los involucrados.
–¿Obtuvo el testimonio directo de algún sicario?
–Nunca. No tengo las tripas para sentarme delante de alguien así y escucharlo. Lo que ocurrió en los 90 en Colombia me dejó destruido y desmoralizado, por eso me urge terminar la Pentalogía. Quiero eliminar definitivamente de mi vida la cuestión de la violencia para poder escribir sobre otros temas. Un sociólogo se pregunta qué descompone a la sociedad; un periodista le pregunta a un asesino por qué mata. Pero un escritor no puede hacer una cosa ni la otra. Lo que le queda es recurrir a una construcción dramática. En lugar de la explicación, tiene la representación, que es otra manera de entender lo sucedido.
La balada de los bandoleros baladíes obtuvo el Premio Latinoamericano de novela Sergio Galindo 2010. En la ceremonia de entrega estuvieron presentes algunos de los más altos representantes de la literatura latinoamericana actual como Sergio Pitol, Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez. La novela se publicó en México y Ferreira prefiere que por el momento no se la conozca en Colombia.
­–¿Por qué?
–No hay que olvidar que fuimos los colombianos los que nos labramos nuestra propia desgracia. La novela toca muchas fibras sensibles, heridas dolorosas y ahora estamos en un momento de sanación. No sería apropiado.
–¿Qué opinión le merece la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa?
–Es muy penoso para mí, más allá de que el proceso histórico mexicano no se compara con el colombiano y no está bien equipararlos. El origen del conflicto armado en Colombia no es el narcotráfico, sino las prácticas que convirtieron la desaparición forzada de personas en una política de Estado, motivadas por sectores económicos que han defendido sus intereses con ejércitos sin ley. En México, el fenómeno es otro. Esta masacre nos afecta a todos porque nos muestra la capacidad infinita de producir dolor y la indolencia que nos domina para no reaccionar como corresponde. La barbarie es tan cotidiana que ya poco nos conmueve.

El salto al vacío

–¿Cómo decidió ser escritor?
–Empecé a escribir muy joven, unos diarios quinceañeros llenos de amor. Cuando conseguí mi primera ficción a los 16, supe que era mi camino. Escribir es, básicamente, tomar la decisión. Una poeta colombiana, Patricia Ariza, dice que el arte es arrojarse al vacío e ir construyendo las alas a medida que uno cae. Y eso hice. Los comienzos fueron duros. Estaba estudiando Lingüística en la Universidad Nacional, pero se me volvió una trampa. Al poco tiempo gané un premio de cuento y el dinero lo invertí en seguir escribiendo. Ese premio trajo otros, y así conseguí recursos para ya no depender de los seres queridos.
–¿Cómo aprendió a escribir?
–Leyendo. Leo ocho o diez libros al mismo tiempo, y me voy quedando con lo que más me interesa. Tomás Eloy Martínez fue uno de mis maestros. La lectura de Santa Evita me ayudó a pensar cómo incorporar material heterogéneo a la realidad que estoy narrando, incluyendo la crítica a la realidad y al material de archivo. También me enseñó cómo trabajar con la figura del testigo.
–¿Algunos otros autores?
–Nellie Campobello, autora de Cartucho , pequeñas piezas sobre la revolución mexicana que ella vivió de niña, me solucionó aspectos técnicos sobre cómo narrar mi propia memoria. Otra escritora fundamental es Agota Kristof. Con su trilogía Claus y Lucas entendí cómo contar las múltiples violencias no desde el dolor.
–¿De qué manera?
–Yo tenía por delante el imperativo de narrar un siglo demencial como lo fue el siglo XX en Colombia y una sociedad que se resquebraja, se asesina, se despedaza, sin olvidarme de que todo esto lo hemos hecho nosotros. No podemos reflexionar sobre lo que nos pasó porque para eso se necesita distancia. Con mi ficción intento entenderlo desde un lugar que no es el del dolor epidérmico ni el de la denuncia. Es algo más íntimo que tiene que ver con los sentimientos, las contradicciones y las neurosis de los personajes .

Literatura y nación


–¿Qué peso tiene en la literatura colombiana actual Gabriel García Márquez?
–Es, sin dudas, una figura emblemática. Sin embargo hay toda una generación que pensamos que el realismo mágico ya no es un camino. Con él se cierra una manera de escribir. Queda el agradecimiento por habernos dado un libro portentoso como Cien años de soledad . Y una enseñanza: una novela es un léxico y el escritor tiene el compromiso de desarrollar una observación aguda, profunda, festiva sobre el uso del idioma. El cumplió como nadie con ese compromiso. Por otro lado, su figura pública me despierta una advertencia: un escritor no debe subir a estrados con presidentes.
–¿Y la de Fernando Vallejo?
–Vallejo tiene dos libros fundamentales: El desbarrancadero y la biografía de José Asunción Silva. Fue un escritor importante en su momento, que se atrevió a hablar de una manera frontal y nueva. Pero yo no admito su misoginia, ni la recriminación de que los pobres son pobres porque se reproducen y no les gusta trabajar, ni que la solución sea borrarlos, porque ésa es una de las causas del dolor y la ira en mi país. Sus declaraciones públicas acerca de su odio a la mujer son nefastas.
–¿Y cuál es su propia ubicación dentro de la literatura de su país?
–A García Márquez le tocó narrar los mitos fundacionales, el origen de las sociedades, la unión, el mestizaje. A nosotros nos tocó dar cuenta de otro mundo: la proliferación de las urbes, los éxodos, los destierros, los campos arrasados del siglo XX. Yo pertenezco a la tradición de la novela de la violencia a la que trato de darle una interpretación y un tratamiento estilístico distinto del de las décadas anteriores.