Un aire solemne y anacrónico suele acompañar la voz de algunos escritores al referirse a la materia prima de su oficio. La autora acude a otras fuentes para hacer justicia a la vitalidad de la escritura
Salí a correr y volví pensando en la palabra lapalabra. La he
escuchado en simposios, seminarios, entregas de premios, congresos,
todos sitios repletos de escritores, editores, periodistas, o sea, gente
relacionada, de una manera o de otra, con la escritura, con sus
dificultades, sus encabritamientos, sus epifanías, sus lacios prados de
pastura cuando todo sale bien y sus tormentas solares cuando nada se
acomoda. En esos sitios, antes o después, alguien siempre sube al
estrado y habla de esto que hacemos –escribir– y dice, por ejemplo, “el
maravilloso mundo de lapalabra”. O “ustedes, que se entregan por
completo a lapalabra”. O “el reino de lapalabra”. O “nosotros, devotos
de lapalabra”. O “fulano, que ardió y vivió en el mundo inigualable y
mágico de lapalabra”. Y yo me siento pésimo –me siento pésimo, de hecho,
escribiendo esto–, porque no pocas veces la persona que dice cosas como
esas es una persona a quien admiro, de quien he aprendido y sigo
aprendiendo cosas, a quien respeto. Pero, cuando escucho la palabra
lapalabra, me digo “Ay”, y siento lo mismo que siento cuando los
políticos dicen “el pueblo”, o “la gente”, o pronuncian frases como “los
destinos de nuestra nación”: desánimo, abatimiento sin fin.
A lo mejor, la palabra lapalabra fue una genialidad cuando alguien la
pronunció por primera vez. Como aquello de los dientes como perlas, los
labios como rubíes, las mejillas como manzanas: todas gemas que, ahora,
no alcanzan el rango de bijouterie barata porque, a estas alturas, son
construcciones vaciadas de sentido. Así, la palabra lapalabra no dice –o
ya no dice– nada de la conmoción, ni de la asfixia, ni del trance, ni
de la soledad, ni de la entrega que implican la escritura y la vocación
de la escritura. No habla del fango peligroso del lenguaje. De la médula
floja de la duda. De la alegría salvaje del acierto. De que siempre,
cada vez, toda la vida, es como empezar enloquecedoramente desde cero:
disponerse a ser, ante cada texto, el mismo guiñapo de carne dudosa, el
mismo sarcoma de impaciencia, la misma curiosidad idiota incandescente.
Cuando mengano dice que fulano se entregó en cuerpo y alma a lapalabra,
yo no logro ver la crucifixión agraciada de fulano. Más bien, me entran
ganas de huir, y siento un escozor que se parece a la vergüenza ajena.
Quizás soy yo. Quizás es mi problema. Quizás desarrollé una alergia
exagerada por el lugar común. Porque quienes mentan la palabra lapalabra
suelen ser personas abocadas a la escritura, gente que tiene alta
conciencia de lo que puede hacer un adjetivo bien puesto. Gente, en fin,
que sabe lo que hace.
El poeta francés Bertrand Noël dijo algo sencillo. Dijo: “Escribir es
como abrazar un cuerpo que no se ve”. La escritora brasileña Clarice
Lispector dijo que escribir es una maldición, “pero una maldición que
salva”. Su compatriota, Rubem Fonseca, que “el objetivo honrado de un
escritor es henchir los corazones de miedo”. Comparada con cualquiera de
esas frases, la palabra lapalabra tiene la potencia de un aforismo de
póster: ninguna.
Hace unos meses vi una película de Wim Wenders, Pina. Es un
documental sobre la coreógrafa y bailarina alemana Pina Bausch, basado
en testimonios de muchos integrantes de su compañía. Tiene dos momentos
brutales, epifánicos, que producen esa clase de sobresalto o de
revelación que solo acontece cuando el arte hace bien su trabajo, cuando
duele de manera gozosa. El segundo no viene a cuento, pero el primero
de esos momentos es este: uno de los bailarines de la compañía, un
hombre rubio y pálido, de apariencia intacta, como si lo hubieran
restregado hasta los huesos, cuenta que, durante el último ensayo de la
obra Ifigenia, él bailó pésimo. El día del estreno, Pina Bausch
entró a su camarín y él, después de semejante ensayo, esperaba, con
cierto temor, recibir alguna frase, alguna recomendación. Pero ella solo
lo saludó y le deseó suerte. Ya estaba por irse cuando, desde la
puerta, se dio vuelta y le dijo: “Recuerda: tienes que asustarme”. El
hombre bailó como nunca había bailado antes. Lo que intento decir, con
toda modestia, es que la palabra lapalabra no hará que bailemos como
nunca hemos bailado antes. Que no es allí donde se bebe el fuego crudo
que se necesita para escribir alguna cosa. Que la palabra lapalabra ya
no asusta a nadie.