Cortázar mantuvo una inusual y excelente compenetración con Aurora Bernárdez
Aurora Bernárdez y Julio Cortázar./elpais.com |
“Te juro que no trataré de ser demasiado ‘marido’; por el momento A. y
yo damos más bien la impresión de dos camaradas que arriman el hombro
(el de ella me da en las costillas) para que las cosas sean más
divertidas y verdaderas”. Le ha de poner unas gotas de inevitable e
idiosincrásico humor Julio Cortázar
para hablar, en una carta de septiembre de 1953, a uno de sus íntimos
amigos, el pintor/poeta Eduardo Jonquières, de su sentida vinculación
con Aurora Bernárdez, fallecida este sábado en París.
Era, efectivamente, un relación muy, muy especial. Desde el minuto
uno en que la conociera en el café Boston de Buenos Aires, cinco años
antes, gracias a una amiga. Después de idas y venidas cruzando el charco
e indecisiones, Cortázar, tan tímido desde su corpachón, admitía
también a Jonquières, siete meses antes: “Tuve el valor de hacerme las
preguntas esenciales, y salí limpio de la prueba. Pude hablar, pude
decirle a Aurora lo que tenía que decirle, y pude venirme a Francia sin
ninguna esperanza, pero con una serenidad que era por sí sola una
altísima recompensa a mi cariño. El resto lo sabes, ella ha venido a su
vez, está aquí, su mano duerme de noche entre las mías. Y esta felicidad
se parece tanto a un huracán que me da miedo…”.
La venturosa ventisca se tradujo en matrimonio el 14 de julio de
1953. La comunión intelectual entre ambos parece cosa de brujería.
“Aurora y yo, encastillados en nuestro granero, nos dedicamos al
trabajo, a la lectura y a la audición de los cuartetos de Alban Berg y
Schönberg, aprovechando la ventaja de que aquí no hay nadie que nos
golpee el cielo raso”, le confiesa a su editor Paco Porrúa. Será una
vida de lecturas, música, arte,
“Sanita como un pichón de roble”, a decir de su marido, e inquieta
(“despliega actividades múltiples”), Aurora se convierte en esencia
misma del escritor. “Yo vivo tan en mis cosas, tan contento con la
presencia de Aurora, que no necesito una vida de relación intensa”,
vuelve a confesarle a Jonquières. Y es tan así, que algunas malas
lenguas hablarán en algún momento de “matrimonio blanco” (con poco
sexo). Espiritualmente, no hay dudas. Bernárdez será, sin ir más lejos,
la primera lectora de Rayuela. “El libro tiene un solo lector
[Aurora]… Su opinión puedo quizá resumírtela si te digo que se echó a
llorar cuando llegó al final”.
La entente intelectual es tal que hasta, según dejó escritor
Cortázar, dejaron atadas hasta las discusiones: “Tenemos una buena
costumbre: estamos de acuerdo en casi todo lo fundamental, y discutimos
como leopardos sobre lo nimio. En esa forma desahogamos los humores sin
malograr nada de lo que cuenta” (septiembre de 1953, al paciente
Jonquières).
No es una sensación o una pose, la gente que está a su alrededor lo
percibe. Sin ir más lejos, un amigo asiduo entonces, Mario Vargas Llosa:
“Nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba ver y oír
conversar a Aurora y Julio (…) Todo lo que decían era inteligente,
culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: ‘No pueden ser siempre así.
Esas conversaciones las ensayan en casa’ (…) Se pasaban los temas el
uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se
aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que
parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto
como su simpatía (…) Era difícil determinar quién había leído más y
mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre
libros y autores…”.
Ese maduro entente y ese pacto intelectual duró toda la vida, más
allá de su separación, que vino cuando Glop (apelativo cariñoso con que
la bautizó el padre de los cronopios) pidió el divorcio en 1968 tras un
viaje a cuba que acentuó un proceso de distanciamiento ideológico que
también fue físico y al que no fue ajeno la presencia de la lituana Ugné
Karvelis, a la que el escritor se unió sentimentalmente poco después.
Aun así, Aurora siempre estuvo ahí, al lado de Cortázar: cuando Carol
Dunlop (tercera esposa del escritor) cayó enferma y murió en 1982 y
acompañándole hasta los últimos días, en 1984. Qué mejor albacea y
heredera de su obra, pues, que su “pichón de roble”.