lunes, 10 de noviembre de 2014

Aurora Bernárdez en palabras de Julio Cortázar

Cortázar mantuvo una inusual y excelente compenetración con Aurora Bernárdez
Aurora Bernárdez y Julio Cortázar./elpais.com

“Te juro que no trataré de ser demasiado ‘marido’; por el momento A. y yo damos más bien la impresión de dos camaradas que arriman el hombro (el de ella me da en las costillas) para que las cosas sean más divertidas y verdaderas”. Le ha de poner unas gotas de inevitable e idiosincrásico humor Julio Cortázar para hablar, en una carta de septiembre de 1953, a uno de sus íntimos amigos, el pintor/poeta Eduardo Jonquières, de su sentida vinculación con Aurora Bernárdez, fallecida este sábado en París.
Era, efectivamente, un relación muy, muy especial. Desde el minuto uno en que la conociera en el café Boston de Buenos Aires, cinco años antes, gracias a una amiga. Después de idas y venidas cruzando el charco e indecisiones, Cortázar, tan tímido desde su corpachón, admitía también a Jonquières, siete meses antes: “Tuve el valor de hacerme las preguntas esenciales, y salí limpio de la prueba. Pude hablar, pude decirle a Aurora lo que tenía que decirle, y pude venirme a Francia sin ninguna esperanza, pero con una serenidad que era por sí sola una altísima recompensa a mi cariño. El resto lo sabes, ella ha venido a su vez, está aquí, su mano duerme de noche entre las mías. Y esta felicidad se parece tanto a un huracán que me da miedo…”.
La venturosa ventisca se tradujo en matrimonio el 14 de julio de 1953. La comunión intelectual entre ambos parece cosa de brujería. “Aurora y yo, encastillados en nuestro granero, nos dedicamos al trabajo, a la lectura y a la audición de los cuartetos de Alban Berg y Schönberg, aprovechando la ventaja de que aquí no hay nadie que nos golpee el cielo raso”, le confiesa a su editor Paco Porrúa. Será una vida de lecturas, música, arte,
“Sanita como un pichón de roble”, a decir de su marido, e inquieta (“despliega actividades múltiples”), Aurora se convierte en esencia misma del escritor. “Yo vivo tan en mis cosas, tan contento con la presencia de Aurora, que no necesito una vida de relación intensa”, vuelve a confesarle a Jonquières. Y es tan así, que algunas malas lenguas hablarán en algún momento de “matrimonio blanco” (con poco sexo). Espiritualmente, no hay dudas. Bernárdez será, sin ir más lejos, la primera lectora de Rayuela. “El libro tiene un solo lector [Aurora]… Su opinión puedo quizá resumírtela si te digo que se echó a llorar cuando llegó al final”.
La entente intelectual es tal que hasta, según dejó escritor Cortázar, dejaron atadas hasta las discusiones: “Tenemos una buena costumbre: estamos de acuerdo en casi todo lo fundamental, y discutimos como leopardos sobre lo nimio. En esa forma desahogamos los humores sin malograr nada de lo que cuenta” (septiembre de 1953, al paciente Jonquières).
No es una sensación o una pose, la gente que está a su alrededor lo percibe. Sin ir más lejos, un amigo asiduo entonces, Mario Vargas Llosa: “Nunca dejó de maravillarme el espectáculo que significaba ver y oír conversar a Aurora y Julio (…) Todo lo que decían era inteligente, culto, divertido, vital. Muchas veces pensé: ‘No pueden ser siempre así. Esas conversaciones las ensayan en casa’ (…) Se pasaban los temas el uno al otro como dos consumados malabaristas y con ellos uno no se aburría nunca. La perfecta complicidad, la secreta inteligencia que parecía unirlos era algo que yo admiraba y envidiaba en la pareja tanto como su simpatía (…) Era difícil determinar quién había leído más y mejor, y cuál de los dos decía cosas más agudas e inesperadas sobre libros y autores…”.
Ese maduro entente y ese pacto intelectual duró toda la vida, más allá de su separación, que vino cuando Glop (apelativo cariñoso con que la bautizó el padre de los cronopios) pidió el divorcio en 1968 tras un viaje a cuba que acentuó un proceso de distanciamiento ideológico que también fue físico y al que no fue ajeno la presencia de la lituana Ugné Karvelis, a la que el escritor se unió sentimentalmente poco después.
Aun así, Aurora siempre estuvo ahí, al lado de Cortázar: cuando Carol Dunlop (tercera esposa del escritor) cayó enferma y murió en 1982 y acompañándole hasta los últimos días, en 1984. Qué mejor albacea y heredera de su obra, pues, que su “pichón de roble”.