jueves, 1 de mayo de 2014

Cuando los granujas organizan concursos literarios

 Según esta diatriba, corren tiempos oscuros para la literatura, o más bien, para el mercado del libro. Las novedades editoriales y los concursos literarios están cada día más atrapados en las garras de un negocio desalmado

Con concursos y sin ellos, el verdadero escritor escribe porque es como si respirara./cartelurbano.con
Nuestras instituciones culturales se estaban demorando en adaptar a sus lógicas las manías y estrategias que gobiernan medio mundo: buscar ganancias a ultranza, pues también el arte debe producir beneficios económicos, ojalá grandes, porque es un negocio como el de la telefonía móvil o el de la ropa. Este desgraciado afán de buscarle lucro hasta a las más altruistas actividades del espíritu se ve diáfano, en todo su descaro, al observar las convocatorias de premios literarios organizadas por el ministerio de cultura y por entidades privadas como la universidad EAFIT de Medellín. Les ofrecen plata (prefieren llamar “estímulos” a estas recompensas, de manera que no se note la transacción comercial) no a obras inéditas, ni a esfuerzos personales de escritores en combate con las palabras y con las excluyentes editoriales. No. Ponen en puja –bajo la citada promesa de dinero– a libros ya publicados, sabedores del sacrificio que implica llegar a una editorial, más si es todopoderosa, tipo Planeta o Random House Mondadori, convencer a un editor para que crea en un libro y lo publique con la condición, por supuesto, de que será un éxito en ventas y celebridad. Les dan los galardones solo a aquellos que consigan mantenerles sus negocios.
Al echar a andar este tipo de concursos, las organizaciones culturales se aseguran por una parte de que jamás se les vayan a colar plebeyos o atrevidos dispuestos a presentar propuestas literarias renovadoras, ajenas al gran mercado. Los desinflan de entrada enviándoles un espeluznante mensaje: “Si usted escribe literatura lo mejor es que se acomode a las políticas de las editoriales y escriba un posible triunfo comercial”. A las editoriales contemporáneas les interesan más los billetes que las obras de vanguardia o las osadías experimentales. Aquí se le apuesta a quien narre o muestre, con la crudeza suficiente, situaciones que den dividendos generosos: narcotráfico, violencia venal, chismes de alcoba.
Por otra parte, premiar libros publicados garantiza mantener el mercado, quizás fortalecerlo. Casi podría asegurarse que el ministerio de cultura o EAFIT saben con amplia anticipación a quiénes van a premiar. Las editoriales sólidas, las que pueden participar en concursos de esa clase, son más bien pocas. Y los libros que ponen a concursar de seguro cumplen con los requisitos necesarios: buena estampa si quieren ser difundidos en ferias del libro, temáticas que logren entender por igual un snob y un lector por debajo del promedio (en Colombia ya bien bajo), capacidad de ser adaptado al cine o a la televisión y cara bonita de quien lo escribe.
Es un negocio redondo. Los inmensos grupos económicos que manejan a las editoriales como lo haría un titiritero experto jamás van a arriesgar su dinero y su prestigio publicando libros cuyo contenido no sea aceptado por el gran público, es decir, por los consumidores. Obligan a los entes del estado y a otros entes al bajísimo propósito de promocionar, de vender nimiedades fáciles de tragar. Si un modelo creado por ellos mismos, por ejemplo esa narrativa ligera que fabrica el autor de Rosario Tijeras, Jorge Franco, les funciona no solo en librerías sino en almacenes de cadena, colegios y baños públicos van a buscar como sea incrementar, extender sus redes hasta ahogar cualquier literatura compleja, valiente o lúcida.
Lo paradójico, lo formidable de todas estas burdas ofertas mercantiles es que se seguirá intentando escribir óptima literatura, a despecho de los torneos del ministerio y de EAFIT. Lo quieran o no, se den por enterados o no los supuestos amos del arte literario, novelas de gran calado, poesía importante, ensayos que nos develen seguirán saliendo a las calles, en ediciones independientes, con la luz del bajo presupuesto, leídos (no consumidos) por grupos pequeños y fieles de lectores. Los ingenuos comerciantes que acaparan cualquier subsidio o ayuda en metálico olvidan o ignoran que las obras perdurables han sido siempre patrimonio de minorías.
Ya pueden los honorables funcionarios y mercaderes seguir lanzando cuanto concurso se les ocurra. Ya pueden continuar en su labor depredadora, brindando estímulos a sus amigos y a los que les aseguren millones de dólares y de pesos. En este país se continuará escribiendo, publicando, leyendo honestamente, aunque estas actividades las desempeñen dos o tres gatos.
El tiempo, sabio juez, comprobará que el autor minoritario de hoy, despreciado en injustas eventualidades coordinadas por monopolios, fracasado en ventas, sin reconocimientos, sobrevivirá. En cambio, el famoso y aplaudido de estas épocas será olvidado como la estrella fugaz que es en realidad. Casi se trata de una constante aquí y en toda tradición literaria de peso notable: quedan Proust, Kafka, José Asunción Silva y nadie recuerda ni los nombres de quienes brillaban mientras a esos maestros les volteaban la espalda.