Las biografías de los genios (hombres) suelen reproducir ciertas pautas: tienen al lado a una mujer que dedica su vida a servirle y apoyarle. El de esposa de escritor parece ser, a la vista de los testimonios que se van conociendo, el oficio más triste del mundo
Portada del suplemento Culturals./lavanguardia.com |
Poco a poco, a través sobre todo de la publicación de biografías y
diarios, vamos descubriendo nuevos detalles sobre la vida íntima de
famosos escritores, de Hermann Hesse a F. Scott Fitzgerald, de Tolstói a
Gide, de Juan Ramón a Octavio Paz... Y a menudo encontramos a su lado
el personaje fundamental de una mujer que le acompaña. A veces forman
una pareja de iguales, pero en muchas ocasiones encontramos, más que
esposas, a esforzadas secretarias, cuidadoras, en el mejor de los casos
musas... entregadas a hacer más fácil su vida, y su éxito.
Primera pregunta. ¿Nos importa la vida privada de los escritores (o
artistas, o intelectuales, o científicos, o políticos, o astronautas)?
¿Hurgar en las biografías de los grandes hombres, vida privada incluida,
es simple cotilleo? ¿Curiosidad malsana? ¿Un pretexto, incluso, para
aliviar la envidia que nos produce la grandeza: el consuelo de saber que
"puede que fuera un gran artista, pero era una mala persona"? ¿O hay
algo más?
Segunda pregunta, que tal vez nos ayudará a contestar a la primera: las vidas privadas de los grandes hombres ¿son realmente privadas? Nos dice el tópico que el talento es un don individual, aleatorio, indiferente al entorno, e individual es también su desarrollo. Por lo tanto, no importa cómo, de qué, con quién vive el genio: en el fondo es siempre un lobo solitario. Sin embargo, qué curioso, las biografías de los genios repiten ciertas pautas. Por ejemplo, suelen ser hombres. Por ejemplo, suelen tener al lado a una mujer que dedica su vida a servirle y apoyarle. Por ejemplo, si se casan dos veces, la primera lo hacen con una mujer de edad y circunstancias parecidas a las suyas, la segunda, en cambio, con una admiradora más joven y con frecuencia de mayor estatus social que la anterior...
Quizá discernir estas pautas nos permitiría entender mejor cómo funciona el genio, o la creatividad. Lo cual es importante, entre otras cosas, porque puede explicar por qué crean unos y no otros, u otras.
No tan estepario
Para desmontar la visión popular e ingenua del creador en su torre de marfil, quizá no hay libro mejor que uno recientemente publicado en España: Las mujeres de Hermann Hesse, de la investigadora alemana Bärbel Reetz. Un ensayo documentado, bien escrito, bien traducido, cuya lectura sería muy placentera... si no provocase tanta indignación. Indignación contra el señor Hesse (1877-1962), escritor suizo, premio Nobel, autor de Bajo las ruedas, Siddharta y El lobo estepario, entre otras obras, e indignación contra un estado de cosas -leyes, costumbres, ideología...- cuyo resultado es que algunas personas entregan oscuramente su vida para que otras brillen. Y ni siquiera les den las gracias.
La trayectoria matrimonial de Hesse se parece a la de muchos varones triunfadores. Cuando era un joven ambicioso pero desconocido, se casó con una mujer con la que mantenía unas relaciones, en principio, de igualdad. Él escribía, ella -nueve años mayor que él- era fotógrafa. Veinte años y tres hijos más tarde se divorciaron. Ella, que había renunciado a su carrera, nunca se rehízo, mientras que él, convertido en una celebridad, se casó por segunda vez (y luego por tercera) con una admiradora rica y mucho más joven.
Maria Bernoulli, la primera señora Hesse, dejó su trabajo para que Hermann pudiera escribir, encerrado en su estudio, o buscar la inspiración viajando. Ella se ocupaba de cocinar, pasar a limpio los manuscritos, organizar mudanzas, obras, reparaciones (una vez explotó la estufa estando Hesse solo en casa; su reacción fue hacer la maleta y marcharse hasta que Maria lo hubo resuelto), y por supuesto, de los niños. Cuando nacían, Hesse se ausentaba durante meses, yéndose por ejemplo "a la selva a cazar mariposas" (como le cuenta a un amigo en una carta). La agotada Maria -que una vez pidió como regalo de cumpleaños dos días libres para irse de excursión- lo soportaba todo estoicamente y hasta enviaba a Hesse calcetines limpios por correo. El día en que él le confesó que le había sido infiel, se hundió. Tuvo que ser internada en un psiquiátrico. Aunque salió a las pocas semanas, Hesse ya había metido a los niños en un internado; ella no quería, pero como la patria potestad era del padre... (Versión de El lobo estepario: "Mi mujer, que padecía un trastorno mental, me echó de casa", gime el protagonista, álter ego del autor.)
El precio del protagonismo
Ruth Wenger, su segunda esposa, tenía veinte años menos que Hesse y era hija de un hombre tan rico que, una vez que Ruth, que adoraba a los animales, se instaló en un hotel, papá le pagó no sólo una suite para ella, sus dos perros, su gato y su papagayo, sino una habitación extra para las serpientes. Su relación con Hesse consistía, según ella, en que "Hesse ordenaba y yo obedecía", sin recibir nunca "ni una sola muestra de cariño"; viviendo en la misma casa, se comunicaban por escrito.
Pronto se divorciaron, e inmediatamente, otra joven admiradora, Ninon Aussländer, la sustituyó. Ante todo como secretaria: le leía en voz alta (un total de 1.447 libros en sus 33 años de vida en común), recibía a los visitantes (más de cien al año) y le ayudaba a contestar las cartas (en su último cumpleaños fueron 900). En su diario, Ninon se refiere a su esposo por su apellido: "Hesse, de un humor de perros, casi no come, pone unas caras larguísimas, hemos paseado mudos, le he leído, luego me ha soltado"... Ciertamente, Ninon disfrutó del estrellato: ella era la esposa del escritor cuando este recibió el premio Nobel, en 1946; tras la muerte de Hesse en 1962 gestionó su legado, gozando en solitario de un protagonismo que antes sólo tenía a medias. Pero cabe preguntarse si valió la pena, para eso, pagar el precio que pagó: treinta y tres años de una vida que, a juzgar por los diarios y cartas recogidos en Las mujeres de Hermann Hesse, la hizo profundamente desgraciada.
Musas, secretarias, enfermeras...
Dentro del auge actual de los géneros biográficos e históricos, se pueden observar filones temáticos, y uno de ellos -por iniciativa, en general, femenina: de investigadoras, novelistas, editoras...- es el que consiste en sacar a la luz a las mujeres de los hombres famosos. Sus historias alimentan un nuevo subgénero, de gran éxito en algunos casos, en Estados Unidos. Las esposas o amantes de Napoleón, Ernest Hemingway, Charles Lindbergh, George Mallory o Frank Lloyd Wright son algunas de esas figuras que tras vivir en la sombra, se encuentran hoy bajo los focos.
Hemingway, en particular, da mucho juego, pues tuvo nada menos que cuatro esposas. Una de ellas, Martha Gellhorn, fue una escritora y periodista conocida, y otra -Hadley Richardson, la primera- ha servido de base a una novela de Paula McLain, Mrs. Hemingway en París, que fue superventas en Estados Unidos el año de su publicación, el 2012.
Pero ninguna esposa de escritor se ha hecho tan famosa como Zelda Sayre, más conocida por su apellido de casada: Fitzgerald. En poco más de un año se han publicado (al calor, también, de la nueva versión cinematográfica de El gran Gatsby protagonizada por Leonardo Di Caprio y Carey Mulligan, que abrió el pasado festival de Cannes) no menos de cuatro novelas inspiradas en la pareja. Therese Anne Fowler, en Z, repasa la trayectoria de Zelda desde que era la niña mimada -guapa, rica, excéntrica- de la buena sociedad sudista hasta su triste final: murió, a los 47 años, en el incendio del asilo psiquiátrico en el que estaba recluida. Clifton Spargo, en Beautiful fools, narra un desastroso viaje a Cuba que hicieron ella y Scott en 1939, intentando salvar su matrimonio. Lee Smith, en Guests on earth, recrea los últimos años de Zelda en el manicomio. Pero es quizá Erika Robuck (Call me Zelda) la que más pone el dedo en la llaga: examina la batalla de Fitzgerald (Zelda) contra Fitzgerald (Francis Scott) disputándose agriamente el derecho a usar su relación como materia prima literaria. Quizá ese diálogo (un extracto del cual reproducimos en el recuadro) nos dé algunas pistas. El intento, por parte de ella, de dar curso a su creatividad, máxime cuando pretende hacerlo en el mismo ámbito que él (la escritura), despierta en su marido una rivalidad en la que él gana, sin que quede claro si es porque tiene más talento o porque empezó a usarlo mucho antes, o porque la sociedad aprecia y paga más el trabajo del hombre que el de la mujer, en cualquier terreno.
Pero estamos hablando de biografías, escritas por terceros. ¿Y ellas, las esposas? ¿No han dejado nada escrito? En general, no; o si escribieron (un diario, por ejemplo), no se ha publicado. Por eso la imagen que tenemos de ellas suele provenir de su marido. Gide, por ejemplo, se inspiró en su esposa Madeleine para la protagonista de su novela La puerta estrecha; y tras su muerte, reunió y publicó todos los pasajes de su diario referidos a ella en un libro (Et nunc manet in te), dominado por los remordimientos. Tenía motivos: el matrimonio no se había consumado, por voluntad de él; él tuvo numerosas aventuras con chicos, y también con una joven; de esta nació una hija, cosa de la que (al parecer, aunque Gide nunca estuvo del todo tranquilo) Madeleine no se enteró...
En el extremo contrario, el escritor Miguel Delibes hace un amoroso retrato de su esposa muerta en Señora de rojo sobre fondo gris. Y en este ámbito (esposas de escritores retratadas por su marido), tenemos un caso insólito: una pareja de lo más convencional, con la mujer en el papel de musa-secretaria-enfermera... pero al servicio, no de un escritor, sino de una escritora. Para rizar más el rizo, es la escritora quien redacta la supuesta autobiografía de su amante; nos referimos, claro está, a la Autobiografía de Alice B. Toklas, un libro tan original como machista, con Gertrude Stein en el papel de gran hombre.
Otras veces, la relación de la pareja nos la presenta, desde fuera, un testigo; véase el terrible retrato que hace Virginia Woolf en su diario de T.S. Eliot con su primera esposa, Vivienne: "¡Qué tortura! Llevar a hombros a semejante mujer, mordiendo, retorciéndose, culebreando, delirando, malsana, empolvada, demente, aunque también demencialmente cuerda"...
"¡Qué envidia!"
Cuando sí conocemos la versión de las interesadas, suele ser bastante deprimente. Los diarios de Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, retratan una vida monótona, a la sombra y al servicio del poeta: ella escribe lo que él le dicta, se ocupa de cocinar, de médicos y dentistas, de hacer y deshacer maletas... y de soportar al genio neurasténico: "A J.R. le molesta muchísimo que le interrumpan durante las comidas", "J.R. sigue discutiendo por todo", "J.R. está en actitud polémica, egoísta e irritable"...
Caitlin, la esposa de Dylan Thomas, se nos presenta en su autobiografía (Leftover life to kill) como una mujer que está a menudo sola, en casa con los niños y las facturas por pagar, aburrida y resentida, mientras su famoso marido viaja y escribe. Sofía Behrs, más conocida por su apellido de casada, Tolstói, anota en su diario: "No recibo de él ni una sola palabra amable o consoladora", y añade: "Esta vida no es para mí. No hay nada en lo que pueda poner mi energía, mi pasión: ni relación con la gente, ni arte, ni trabajo, nada más que una absoluta soledad todo el día".
Unas reflexiones muy parecidas a las que setenta y tantos años después se hará Pilar Serrano, la mujer de José Donoso: "Durante muchos años he permitido que gran parte de mí quede sin usar (...) ¿Cuál es my thing? La he perdido de vista, siempre supeditada a circunstancias realmente vitales e importantes de mi condición de esposa de Pepe y madre de la Pilarcita y del sitio donde vivo. (...) Las circunstancias tan favorables por una parte, Pepe me quiere, la niña es un amor, la vida en Sitges ideal y yo... doblada en dos con ganas de llorar. (...) ¿Para qué escribo?... ¿Para los biógrafos de Pepe?...".
La vida brillante en los círculos literarios que describe en sus memorias, Los de entonces, era sólo una pequeña parte de su día a día. El resto consistía en organizar las constantes mudanzas (diecinueve, en menos de quince años) y en estar sola durante las interminables horas en que su marido escribía. "Estoy tan deprimida de nuevo y tan angustiada...". El sacrificio de una vida bohemia ha sido de los dos, pero las compensaciones sólo las tiene él: "Acaba de llegar cable para Pepe confirmando la invitación a Bellagio. ¡Qué bien! ¡Todo le sale bien! ¡Qué envidia!". Cuando, después de su muerte, su hija leyó sus diarios, encontró en ellos a "una mujer adolorida, insegura y triste, que dejó de lado su propia vida para vivir en función de mi padre, perdiéndose en ese laberinto y perdiendo sus grandes potencialidades en el campo de la pintura y del periodismo". El libro en el que la hija refleja el matrimonio de sus padres, Correr el tupido velo, es tan apasionante como terrible. Y provocó tal escándalo en la familia, que su autora se suicidó.
Un último grupo entre las esposas de escritores es el de las que también escriben. En algunos casos, solo ella ha pasado a la historia, como Colette, que cuando se casó con Willy era una desconocida jovencita. Él, un novelista muy popular, firmó los primeros libros de ella (la serie de Claudine), pero pronto se supo quién los había escrito; se divorciaron, y en sus memorias, Mis aprendizajes, ella traza de él un retrato venenoso. En otros casos, él es más famoso, como Paul Bowles; las relaciones con su mujer, Jane, las conocemos por su correspondencia; parecen amigos distantes, más que esposos. También Octavio Paz fue y sigue siendo más famoso que su primera mujer, Elena Garro, autora sin embargo de una novela espléndida, Los recuerdos del porvenir. Fue una pareja de la que salían chispas. Como la de Sylvia Plath y Ted Hughes: ella, como vemos en su diario (que alguien debería urgentemente reeditar), oscilaba entre querer ser escritora, lo que le planteaba intensos problemas de rivalidad y celos, o conformarse con el papel de musa; la historia, como sabemos, acabó mal, con la poeta metiendo la cabeza en el horno (pero dejándonos una obra magnífica). Un caso excepcional es el de Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga: el famoso era él, sí (como dramaturgo en la España de los años 50), pero las obras que él firmaba las escribía su mujer, como esta reveló en sus memorias, Gregorio y yo...
Quizá, finalmente, y a pesar de los pesares, el mejor ejemplo de pareja de escritores es el de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, que ella reflejó en la mayoría de sus obras narrativas, fueran novelas (La invitada, Los mandarines, o la recientemente descubierta Malentendido en Moscú) o autobiografía, desde las Memorias de una joven formal, en las que cuenta cómo le conoció, hasta la descarnada Ceremonia del adiós, en la que narra la decadencia y muerte de su compañero. Equilibrada y fecunda también fue la pareja formada por John Bayley, novelista y crítico literario, e Iris Murdoch, y que él describe -en la última etapa, cuando ella sufría de alzheimer- en su libro Elegía por Iris.
Quizá las parejas igualitarias, en las que el escritor o escritora tiene a su lado a alguien con una profesión independiente y de parecido nivel, son el modelo del futuro. Esperémoslo... Si miramos al pasado, sin embargo, lo que encontramos en la mayoría de casos son escritores hombres casados con mujeres cuya vida consiste en facilitarle a él la suya (nunca al revés: no existen musos). Y a juzgar por los testimonios que nos quedan -los de Caitlin Thomas, Sofía Tolstói, Pilar Donoso o las varias mujeres de Hermann Hesse-, el de esposa de escritor da la impresión de ser el oficio más triste del mundo...
Segunda pregunta, que tal vez nos ayudará a contestar a la primera: las vidas privadas de los grandes hombres ¿son realmente privadas? Nos dice el tópico que el talento es un don individual, aleatorio, indiferente al entorno, e individual es también su desarrollo. Por lo tanto, no importa cómo, de qué, con quién vive el genio: en el fondo es siempre un lobo solitario. Sin embargo, qué curioso, las biografías de los genios repiten ciertas pautas. Por ejemplo, suelen ser hombres. Por ejemplo, suelen tener al lado a una mujer que dedica su vida a servirle y apoyarle. Por ejemplo, si se casan dos veces, la primera lo hacen con una mujer de edad y circunstancias parecidas a las suyas, la segunda, en cambio, con una admiradora más joven y con frecuencia de mayor estatus social que la anterior...
Quizá discernir estas pautas nos permitiría entender mejor cómo funciona el genio, o la creatividad. Lo cual es importante, entre otras cosas, porque puede explicar por qué crean unos y no otros, u otras.
No tan estepario
Para desmontar la visión popular e ingenua del creador en su torre de marfil, quizá no hay libro mejor que uno recientemente publicado en España: Las mujeres de Hermann Hesse, de la investigadora alemana Bärbel Reetz. Un ensayo documentado, bien escrito, bien traducido, cuya lectura sería muy placentera... si no provocase tanta indignación. Indignación contra el señor Hesse (1877-1962), escritor suizo, premio Nobel, autor de Bajo las ruedas, Siddharta y El lobo estepario, entre otras obras, e indignación contra un estado de cosas -leyes, costumbres, ideología...- cuyo resultado es que algunas personas entregan oscuramente su vida para que otras brillen. Y ni siquiera les den las gracias.
La trayectoria matrimonial de Hesse se parece a la de muchos varones triunfadores. Cuando era un joven ambicioso pero desconocido, se casó con una mujer con la que mantenía unas relaciones, en principio, de igualdad. Él escribía, ella -nueve años mayor que él- era fotógrafa. Veinte años y tres hijos más tarde se divorciaron. Ella, que había renunciado a su carrera, nunca se rehízo, mientras que él, convertido en una celebridad, se casó por segunda vez (y luego por tercera) con una admiradora rica y mucho más joven.
Maria Bernoulli, la primera señora Hesse, dejó su trabajo para que Hermann pudiera escribir, encerrado en su estudio, o buscar la inspiración viajando. Ella se ocupaba de cocinar, pasar a limpio los manuscritos, organizar mudanzas, obras, reparaciones (una vez explotó la estufa estando Hesse solo en casa; su reacción fue hacer la maleta y marcharse hasta que Maria lo hubo resuelto), y por supuesto, de los niños. Cuando nacían, Hesse se ausentaba durante meses, yéndose por ejemplo "a la selva a cazar mariposas" (como le cuenta a un amigo en una carta). La agotada Maria -que una vez pidió como regalo de cumpleaños dos días libres para irse de excursión- lo soportaba todo estoicamente y hasta enviaba a Hesse calcetines limpios por correo. El día en que él le confesó que le había sido infiel, se hundió. Tuvo que ser internada en un psiquiátrico. Aunque salió a las pocas semanas, Hesse ya había metido a los niños en un internado; ella no quería, pero como la patria potestad era del padre... (Versión de El lobo estepario: "Mi mujer, que padecía un trastorno mental, me echó de casa", gime el protagonista, álter ego del autor.)
El precio del protagonismo
Ruth Wenger, su segunda esposa, tenía veinte años menos que Hesse y era hija de un hombre tan rico que, una vez que Ruth, que adoraba a los animales, se instaló en un hotel, papá le pagó no sólo una suite para ella, sus dos perros, su gato y su papagayo, sino una habitación extra para las serpientes. Su relación con Hesse consistía, según ella, en que "Hesse ordenaba y yo obedecía", sin recibir nunca "ni una sola muestra de cariño"; viviendo en la misma casa, se comunicaban por escrito.
Pronto se divorciaron, e inmediatamente, otra joven admiradora, Ninon Aussländer, la sustituyó. Ante todo como secretaria: le leía en voz alta (un total de 1.447 libros en sus 33 años de vida en común), recibía a los visitantes (más de cien al año) y le ayudaba a contestar las cartas (en su último cumpleaños fueron 900). En su diario, Ninon se refiere a su esposo por su apellido: "Hesse, de un humor de perros, casi no come, pone unas caras larguísimas, hemos paseado mudos, le he leído, luego me ha soltado"... Ciertamente, Ninon disfrutó del estrellato: ella era la esposa del escritor cuando este recibió el premio Nobel, en 1946; tras la muerte de Hesse en 1962 gestionó su legado, gozando en solitario de un protagonismo que antes sólo tenía a medias. Pero cabe preguntarse si valió la pena, para eso, pagar el precio que pagó: treinta y tres años de una vida que, a juzgar por los diarios y cartas recogidos en Las mujeres de Hermann Hesse, la hizo profundamente desgraciada.
Musas, secretarias, enfermeras...
Dentro del auge actual de los géneros biográficos e históricos, se pueden observar filones temáticos, y uno de ellos -por iniciativa, en general, femenina: de investigadoras, novelistas, editoras...- es el que consiste en sacar a la luz a las mujeres de los hombres famosos. Sus historias alimentan un nuevo subgénero, de gran éxito en algunos casos, en Estados Unidos. Las esposas o amantes de Napoleón, Ernest Hemingway, Charles Lindbergh, George Mallory o Frank Lloyd Wright son algunas de esas figuras que tras vivir en la sombra, se encuentran hoy bajo los focos.
Hemingway, en particular, da mucho juego, pues tuvo nada menos que cuatro esposas. Una de ellas, Martha Gellhorn, fue una escritora y periodista conocida, y otra -Hadley Richardson, la primera- ha servido de base a una novela de Paula McLain, Mrs. Hemingway en París, que fue superventas en Estados Unidos el año de su publicación, el 2012.
Pero ninguna esposa de escritor se ha hecho tan famosa como Zelda Sayre, más conocida por su apellido de casada: Fitzgerald. En poco más de un año se han publicado (al calor, también, de la nueva versión cinematográfica de El gran Gatsby protagonizada por Leonardo Di Caprio y Carey Mulligan, que abrió el pasado festival de Cannes) no menos de cuatro novelas inspiradas en la pareja. Therese Anne Fowler, en Z, repasa la trayectoria de Zelda desde que era la niña mimada -guapa, rica, excéntrica- de la buena sociedad sudista hasta su triste final: murió, a los 47 años, en el incendio del asilo psiquiátrico en el que estaba recluida. Clifton Spargo, en Beautiful fools, narra un desastroso viaje a Cuba que hicieron ella y Scott en 1939, intentando salvar su matrimonio. Lee Smith, en Guests on earth, recrea los últimos años de Zelda en el manicomio. Pero es quizá Erika Robuck (Call me Zelda) la que más pone el dedo en la llaga: examina la batalla de Fitzgerald (Zelda) contra Fitzgerald (Francis Scott) disputándose agriamente el derecho a usar su relación como materia prima literaria. Quizá ese diálogo (un extracto del cual reproducimos en el recuadro) nos dé algunas pistas. El intento, por parte de ella, de dar curso a su creatividad, máxime cuando pretende hacerlo en el mismo ámbito que él (la escritura), despierta en su marido una rivalidad en la que él gana, sin que quede claro si es porque tiene más talento o porque empezó a usarlo mucho antes, o porque la sociedad aprecia y paga más el trabajo del hombre que el de la mujer, en cualquier terreno.
Pero estamos hablando de biografías, escritas por terceros. ¿Y ellas, las esposas? ¿No han dejado nada escrito? En general, no; o si escribieron (un diario, por ejemplo), no se ha publicado. Por eso la imagen que tenemos de ellas suele provenir de su marido. Gide, por ejemplo, se inspiró en su esposa Madeleine para la protagonista de su novela La puerta estrecha; y tras su muerte, reunió y publicó todos los pasajes de su diario referidos a ella en un libro (Et nunc manet in te), dominado por los remordimientos. Tenía motivos: el matrimonio no se había consumado, por voluntad de él; él tuvo numerosas aventuras con chicos, y también con una joven; de esta nació una hija, cosa de la que (al parecer, aunque Gide nunca estuvo del todo tranquilo) Madeleine no se enteró...
En el extremo contrario, el escritor Miguel Delibes hace un amoroso retrato de su esposa muerta en Señora de rojo sobre fondo gris. Y en este ámbito (esposas de escritores retratadas por su marido), tenemos un caso insólito: una pareja de lo más convencional, con la mujer en el papel de musa-secretaria-enfermera... pero al servicio, no de un escritor, sino de una escritora. Para rizar más el rizo, es la escritora quien redacta la supuesta autobiografía de su amante; nos referimos, claro está, a la Autobiografía de Alice B. Toklas, un libro tan original como machista, con Gertrude Stein en el papel de gran hombre.
Otras veces, la relación de la pareja nos la presenta, desde fuera, un testigo; véase el terrible retrato que hace Virginia Woolf en su diario de T.S. Eliot con su primera esposa, Vivienne: "¡Qué tortura! Llevar a hombros a semejante mujer, mordiendo, retorciéndose, culebreando, delirando, malsana, empolvada, demente, aunque también demencialmente cuerda"...
"¡Qué envidia!"
Cuando sí conocemos la versión de las interesadas, suele ser bastante deprimente. Los diarios de Zenobia Camprubí, la esposa de Juan Ramón Jiménez, retratan una vida monótona, a la sombra y al servicio del poeta: ella escribe lo que él le dicta, se ocupa de cocinar, de médicos y dentistas, de hacer y deshacer maletas... y de soportar al genio neurasténico: "A J.R. le molesta muchísimo que le interrumpan durante las comidas", "J.R. sigue discutiendo por todo", "J.R. está en actitud polémica, egoísta e irritable"...
Caitlin, la esposa de Dylan Thomas, se nos presenta en su autobiografía (Leftover life to kill) como una mujer que está a menudo sola, en casa con los niños y las facturas por pagar, aburrida y resentida, mientras su famoso marido viaja y escribe. Sofía Behrs, más conocida por su apellido de casada, Tolstói, anota en su diario: "No recibo de él ni una sola palabra amable o consoladora", y añade: "Esta vida no es para mí. No hay nada en lo que pueda poner mi energía, mi pasión: ni relación con la gente, ni arte, ni trabajo, nada más que una absoluta soledad todo el día".
Unas reflexiones muy parecidas a las que setenta y tantos años después se hará Pilar Serrano, la mujer de José Donoso: "Durante muchos años he permitido que gran parte de mí quede sin usar (...) ¿Cuál es my thing? La he perdido de vista, siempre supeditada a circunstancias realmente vitales e importantes de mi condición de esposa de Pepe y madre de la Pilarcita y del sitio donde vivo. (...) Las circunstancias tan favorables por una parte, Pepe me quiere, la niña es un amor, la vida en Sitges ideal y yo... doblada en dos con ganas de llorar. (...) ¿Para qué escribo?... ¿Para los biógrafos de Pepe?...".
La vida brillante en los círculos literarios que describe en sus memorias, Los de entonces, era sólo una pequeña parte de su día a día. El resto consistía en organizar las constantes mudanzas (diecinueve, en menos de quince años) y en estar sola durante las interminables horas en que su marido escribía. "Estoy tan deprimida de nuevo y tan angustiada...". El sacrificio de una vida bohemia ha sido de los dos, pero las compensaciones sólo las tiene él: "Acaba de llegar cable para Pepe confirmando la invitación a Bellagio. ¡Qué bien! ¡Todo le sale bien! ¡Qué envidia!". Cuando, después de su muerte, su hija leyó sus diarios, encontró en ellos a "una mujer adolorida, insegura y triste, que dejó de lado su propia vida para vivir en función de mi padre, perdiéndose en ese laberinto y perdiendo sus grandes potencialidades en el campo de la pintura y del periodismo". El libro en el que la hija refleja el matrimonio de sus padres, Correr el tupido velo, es tan apasionante como terrible. Y provocó tal escándalo en la familia, que su autora se suicidó.
Un último grupo entre las esposas de escritores es el de las que también escriben. En algunos casos, solo ella ha pasado a la historia, como Colette, que cuando se casó con Willy era una desconocida jovencita. Él, un novelista muy popular, firmó los primeros libros de ella (la serie de Claudine), pero pronto se supo quién los había escrito; se divorciaron, y en sus memorias, Mis aprendizajes, ella traza de él un retrato venenoso. En otros casos, él es más famoso, como Paul Bowles; las relaciones con su mujer, Jane, las conocemos por su correspondencia; parecen amigos distantes, más que esposos. También Octavio Paz fue y sigue siendo más famoso que su primera mujer, Elena Garro, autora sin embargo de una novela espléndida, Los recuerdos del porvenir. Fue una pareja de la que salían chispas. Como la de Sylvia Plath y Ted Hughes: ella, como vemos en su diario (que alguien debería urgentemente reeditar), oscilaba entre querer ser escritora, lo que le planteaba intensos problemas de rivalidad y celos, o conformarse con el papel de musa; la historia, como sabemos, acabó mal, con la poeta metiendo la cabeza en el horno (pero dejándonos una obra magnífica). Un caso excepcional es el de Gregorio Martínez Sierra y María Lejárraga: el famoso era él, sí (como dramaturgo en la España de los años 50), pero las obras que él firmaba las escribía su mujer, como esta reveló en sus memorias, Gregorio y yo...
Quizá, finalmente, y a pesar de los pesares, el mejor ejemplo de pareja de escritores es el de Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre, que ella reflejó en la mayoría de sus obras narrativas, fueran novelas (La invitada, Los mandarines, o la recientemente descubierta Malentendido en Moscú) o autobiografía, desde las Memorias de una joven formal, en las que cuenta cómo le conoció, hasta la descarnada Ceremonia del adiós, en la que narra la decadencia y muerte de su compañero. Equilibrada y fecunda también fue la pareja formada por John Bayley, novelista y crítico literario, e Iris Murdoch, y que él describe -en la última etapa, cuando ella sufría de alzheimer- en su libro Elegía por Iris.
Quizá las parejas igualitarias, en las que el escritor o escritora tiene a su lado a alguien con una profesión independiente y de parecido nivel, son el modelo del futuro. Esperémoslo... Si miramos al pasado, sin embargo, lo que encontramos en la mayoría de casos son escritores hombres casados con mujeres cuya vida consiste en facilitarle a él la suya (nunca al revés: no existen musos). Y a juzgar por los testimonios que nos quedan -los de Caitlin Thomas, Sofía Tolstói, Pilar Donoso o las varias mujeres de Hermann Hesse-, el de esposa de escritor da la impresión de ser el oficio más triste del mundo...