De la culpa y otros sentimientos
Regreso de la ciudad
Jesús Canales García
Se ha recogido la luz, el llano
ya no es amarillo. Por poco tiempo los cactus y la tierra seca, con sus grandes
piedras encajadas, han vuelto a tener un color más real.
Llego a donde comienza la
vegetación y la tierra baja hasta el río. En donde empieza la distancia y todo
se ve claramente.
De las montañas cae el viento
esparciendo una tenue sombra, y arriba de las siluetas en que se van
convirtiendo aparece un azul transparente y puro, muy atrás de la sierra; años,
milenios.
Mientras camino escucho el aire
mover las ramas de los pinos, después el rumor del río que asciende. La tierra
se ha enfriado bajo mis pies, y tropiezo con las piedras. Pienso en las cosas
que he ido olvidando de todo esto, tan conocido.
El aire se enrarece, es una
música ondulante, se hace viento alejándose hasta la infancia, donde el tiempo
parece reencontrar el mismo llano y los árboles; donde hay palabras que no se
comprenden y se parte a una ciudad.
Recuerdo aquel gesto con la
boca y la frente contrayéndose hacia el centro, que a veces sorprendo en mí, es
el gesto antiguo que miré en la cara del padre ya anciano, con el que los
hombres de la familia se ponían a pensar las cosas que no entendían. Y de
alguna forma sé que no aparecerá más.
De pronto es posible reconocer
los primeros rostros, con la impavidez de la luna apareciendo como un destello
detenido en sus ojos; adentrándose a la noche en otro tiempo, cuando también
conocieron el momento en que se vuelve a saber lo esencial.
Estoy junto al río, el agua
suena claramente y brilla cuando choca con las piedras el mismo brillo lunar,
inmemorial. El sonido del primer choque del agua en la piedra se prolonga, como
un eco a través de todos los años y los siglos, hasta mis oídos, los primeros
oídos que lo escuchan esta noche, que se vuelve asombrosa.
Boceto
de una vida más
José Kozer
El padre de Pilar, notario, once hembras, empedernido
nazi, cruz gamada en la casa, execrante mandamás, hércules de la tacañería.
Premura de las once hijas por casarse, invalidar yugo paterno. Localización:
España, Falangista, en la guerra, le incumbe juzgar a una mujer: en el casco militar
se echan dos tipos de boletas con el impreso CULPABLE, INOCENTE. La mujer,
comunista a rabiar, declarada en libertad. Por cierto, un hermano suyo,
apolítico, condenado a treinta años de forzado. Dieciocho días después, el
padre de Pilar contrae nupcias con la enjuiciada. La mujer se pone a parir
niñas, una tras otra, inmisericorde. Se ha plegado, acata al marido que no
quiere otro hombre en casa. Años más tarde, treintitrés nietos varones vendrán
a derrocarlo.
Accidente
Manuel Navarrete
El avión de pasajeros cayó con varios de mis familiares. En las
investigaciones federales hechas primero, se declaró al siniestro como un acto
de terrorismo realizado con una bomba de tiempo puesta en el compartimento de
equipaje. Sin embargo, el hecho de tener una serie de pólizas de seguro a mi
favor me convirtió en sospechoso. Ante tan monstruosa acusación me defendí con
todas mis fuerzas, pero al no dar con el terrorista fue imposible alejar de mí
la sombra de culpabilidad. Después, repasando los hechos tuve que admitir mi
ocasional complacencia de que hubieran sucedido de esa manera. Luego la
Compañía de Seguros acumuló increíble número de pruebas en mi contra para no
pagar la inmensa cantidad que me adeudaban, hasta lograr que me declararan
culpable del múltiple asesinato. Mi abogado defensor supuso que el mejor
recurso era presentar un certificado médico de absoluta locura. Hoy no estoy
seguro de haber sido acompañante de mi familia en el fatídico vuelo, y
condenado por algo que deseé alguna vez pero que nunca hice, o por algo que
hice pero en realidad me repugnaba.
Épica del supermercado
Gabriel Jiménez Emán
La otra tarde entré a un
supermercado y vi que una gran cantidad de comestibles salía a mi paso, me
hacían invitaciones y me conducían por un pasadizo donde a cada lado los ojos
de los frascos me vigilaban, los enlatados hacían crujir los dientes de manera
escalofriante, y de los paquetes plásticos salían unas manos gangosas que a
veces se quedaban pegadas a mis pantalones.
Como yo iba a adquirir poca
cosa, los carros salían de sus sitios e intentaban acomodarse a mis manos; yo
los rechazaba y entonces daban unas vueltas locas. En las esquinas había
espejos para controlar a los consumidores menores que, como yo, sólo iban a
meter los dedos en los encurtidos o a tocar algunas copas vírgenes. Los
polizontes andaban detrás de mi barba a ver si yo metía una lata de sardinas en
mi bolsillo, o si era capaz de sublevarme comprando una carísima botella de
vino francés. Pero no: yo me entretenía con las piernas de las recién casadas,
que iban al supermercado a desinflar los primeros sueldos de sus maridos.
También a comer pasas o almendras, o a pellizcar arenques ahumados. Los
embutidos parecían recobrar su antigua forma animal y me halaban las mangas de
la camisa. Yo quería evadirlos, pero de todos modos lograban tomar desprevenido
a mi estómago, haciéndolo rugir.
Fui rápido a buscar lo único
que necesitaba: una lechuga fresca, la cual pagué con la última moneda que
llevaba. Miré hacia atrás, y el supermercado me miraba con una mueca de
fracaso. Salí silbando con mi lechuga y un poco más adelante se la di a un
perro, que necesitaba una almohada para pasar la noche.