El autor argentino vuelve a la metaliteratura y la reflexión sobre el oficio del escritor en su última novela: La parte inventada
Rodrigo Fresán, autor de La parte inventada , en Barcelona. /Consuelo Bautista./elpais.com |
Rodrigo Fresán
fue declarado clínicamente muerto al nacer. “Empecé por el final; fue un
impulso literario extremo”. Quizá por eso, desde su primer libro, Historia argentina
(1991), la presencia de un escritor y su mundo de obsesiones y hasta la
necesidad de preservarlos como especies en extinción —verbigracia, Jardines de Kensington (2000)— es su tema y trama predilectos.
Todo en un registro cargado de infinitas reflexiones y referencias culturales, de Vonnegut a Batman, de Pink Floyd a Hichtcock. Esas obsesiones y esa prosa —“ardua, lenta, angustiante, carnosa”, la define a raíz de su última novela— están a la enésima potencia en La parte inventada (Literatura Random House), 566 páginas sobre qué le pasa por la cabeza a un literato, “una purga y un exorcismo y un vomitífico”, dice su protagonista, Escritor.
“Es mi libro más autobiográfico”, confiesa Fresán (Buenos Aires, 1963). Por eso el protagonista también nació medio muerto: nada más literario. Como Borges, aparecido para la narrativa tras un terrible golpe en la cabeza contra una ventana en las Navidades de 1938: contrajo una septicemia; pensó que su cerebro se había dañado por la infección y se le ocurrió que la mejor manera de saberlo sería si podía escribir prosa, no poesía: sería una pérdida menor si fracasaba… y salió el cuento Pierre Menard, autor del Quijote.
En el caso de Proust, la vocación le surgió muy joven: ante los campanarios de Martinville reflejados en un charco. “No recuerdo un big bang, pero sí un impulso infantil de querer ser un personaje o, tras leer sobre Sandokan o El conde de Montecristo, imaginarte cómo seguirías tú la historia”, rememora Fresán. Tampoco dice que era el niño solitario con libro bajo el brazo mientras otros juegan al fútbol; ni un bicho raro que requiriera reprimenda. Ese sí fue el detonante de John Cheever, apartado de la Theyer Academy of Massachusetts, episodio cuya rabia encauzó hacia el relato Expulsado y que envió a The New Republic, que decidió publicar a un debutante de 17 años.
En definitiva, “no hubo infancia sufrida”, como se intuye también de su protagonista en La parte inventada. Pero sí hay en este y en bastantes libros mucho episodio de la niñez y mucha familia (o ausencia de ella) y ahí asoma la autobiografía. “Mis padres se separaron ocho veces entre ellos; cuando volvías a casa y los veías juntos te decías: ‘No, otra vez, no, por favor”. Otro de los narradores admirados por Fresán, John Irving, supo mucho después que su padre, amén de con su madre, se había casado cuatro veces más, floreciendo hermanastros e historias incorporadas a uno como prótesis.
Quizá episodios así conduzcan a narrar. Fresán sí recuerda, “la impaciencia para iniciar el curso y así leer y escribir seriamente”. También ayudaba un ambiente en el que, facilitado por el padre, diseñador gráfico, aparecían por casa Julio Cortázar o Rodolfo Walsh o editores como Paco Porrúa. Por ese trasiego y diversas mudanzas, no recuerda un lugar fijo donde escribía y explicaría que conserve solo una libreta, de cuando tenía 11 años, cargada de microrelatos.
Como la hermana de su protagonista, sí hay en Fresán una libreta con notas; es más: cada libro ha tenido la suya, que guarda. “Muchas notas”, admite. “Frases, ideas, algo que ha dicho alguien”. Una consecuencia es que todo el día está Fresán, como sus protagonistas, clasificando mentalmente a la gente, todo potencial carnaza narrativa. “Quizá no sea sano pero me parece inevitable; no es un superpoder: son gajes del oficio o sus deformaciones; miro la realidad y es la mirada del escritor, ése que se pelea a gritos con su mujer mientras toma notas sobre ello”. Habla Fresán de “intuición e instinto” a la hora de plantearse un libro. “Actúo con la realidad como un rastreador indio”, dice. También salta el azar: La parte inventada se le encalló y cuando parecía misión imposible, apareció su hijo Daniel, que al ver en un escaparate un muñeco de hojalata, le dijo: “Ese será la portada de tu libro”; y días después, le conminó a que fuera el protagonista. No fue tanto pero sí es hilo en la historia. “No es azar; todo ocurre cuando debe; a mí me pasan cosas raras todo el tiempo”.
No, un libro tiene poco de azar. Ahí está Irving, que no empieza novela hasta que tiene redactado el párrafo final. “Escribir conociendo todo lo que les sucederá a tus personajes es entonces algo muy parecido a leer”, asegura. No es la única referencia tácita de Fresán a un mito en el libro. También está Proust. “Es mi monolito de 2001, una odisea del espacio; leí En busca del tiempo perdido en 1995, en 15 días… Fue un salto evolutivo; me descubrió un discurso más digresivo, el punto y coma y el escritor como personaje más epifánico”. Sí está explicitada la presencia de Scott Fitzgerald. “Me funciona como profunda advertencia de todo lo mal que puede hacer un narrador: casarse con una mujer conflictiva, alcoholizarse, dilapidar fortuna y talento, cómo puede destruirte lo audiovisual; la fecha de vencimiento que comporta ser escritor generacional…”. ¿Y Suave es la noche? “Porque ahí se ve su lucha y las imperfecciones: me gusta verlo porque soy escritor”.
Constata Fresán en su novelón: “la gente lee cada vez menos y, por lo tanto, cada vez peor”. Más contundente, de viva voz: “Casi todo lo que se vincula hoy al escritor me molesta; a veces me veo como atrezzo de mí mismo”. Coletilla: “Se lee y se escribe más, dicen las estadísticas, pero es más mierda: la gente lee y escribe sobre ella, facilitado por artilugios electrónicos: la sublimación de la tontería”. Hasta los escritores leen menos, lejos de ese Jack London de 15 años encerrado todo el día en la biblioteca de Oakland antes de hacerse a la mar para ganar dinero y vida: “Se aprende a escribir leyendo y leyendo; no se puede enseñar: es un acto reflejo de acción-reacción”.
“Soy yo con el volumen a tope, un hombre centrifugado que lo destroza todo, a la manera de personajes de la literatura judía de Bellow, Roth…”, enmarca Fresán. Quizá por eso La parte inventada, la escritura de la vida que hubiéramos querido vivir, evoca lo que decía Walt Whitman: “Camarada, esto no es un libro, quien toca esto toca un hombre”.
En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
El mundo según Garp, de John Irving.
Martin Eden, de J. London.
Drácula, de Bram Stoker.
Diarios, de John Cheever.
Crack-up, de Scott Fitzgerald.
Cuadernos de notas, de Henry James.
Todo en un registro cargado de infinitas reflexiones y referencias culturales, de Vonnegut a Batman, de Pink Floyd a Hichtcock. Esas obsesiones y esa prosa —“ardua, lenta, angustiante, carnosa”, la define a raíz de su última novela— están a la enésima potencia en La parte inventada (Literatura Random House), 566 páginas sobre qué le pasa por la cabeza a un literato, “una purga y un exorcismo y un vomitífico”, dice su protagonista, Escritor.
“Es mi libro más autobiográfico”, confiesa Fresán (Buenos Aires, 1963). Por eso el protagonista también nació medio muerto: nada más literario. Como Borges, aparecido para la narrativa tras un terrible golpe en la cabeza contra una ventana en las Navidades de 1938: contrajo una septicemia; pensó que su cerebro se había dañado por la infección y se le ocurrió que la mejor manera de saberlo sería si podía escribir prosa, no poesía: sería una pérdida menor si fracasaba… y salió el cuento Pierre Menard, autor del Quijote.
En el caso de Proust, la vocación le surgió muy joven: ante los campanarios de Martinville reflejados en un charco. “No recuerdo un big bang, pero sí un impulso infantil de querer ser un personaje o, tras leer sobre Sandokan o El conde de Montecristo, imaginarte cómo seguirías tú la historia”, rememora Fresán. Tampoco dice que era el niño solitario con libro bajo el brazo mientras otros juegan al fútbol; ni un bicho raro que requiriera reprimenda. Ese sí fue el detonante de John Cheever, apartado de la Theyer Academy of Massachusetts, episodio cuya rabia encauzó hacia el relato Expulsado y que envió a The New Republic, que decidió publicar a un debutante de 17 años.
En definitiva, “no hubo infancia sufrida”, como se intuye también de su protagonista en La parte inventada. Pero sí hay en este y en bastantes libros mucho episodio de la niñez y mucha familia (o ausencia de ella) y ahí asoma la autobiografía. “Mis padres se separaron ocho veces entre ellos; cuando volvías a casa y los veías juntos te decías: ‘No, otra vez, no, por favor”. Otro de los narradores admirados por Fresán, John Irving, supo mucho después que su padre, amén de con su madre, se había casado cuatro veces más, floreciendo hermanastros e historias incorporadas a uno como prótesis.
Quizá episodios así conduzcan a narrar. Fresán sí recuerda, “la impaciencia para iniciar el curso y así leer y escribir seriamente”. También ayudaba un ambiente en el que, facilitado por el padre, diseñador gráfico, aparecían por casa Julio Cortázar o Rodolfo Walsh o editores como Paco Porrúa. Por ese trasiego y diversas mudanzas, no recuerda un lugar fijo donde escribía y explicaría que conserve solo una libreta, de cuando tenía 11 años, cargada de microrelatos.
Como la hermana de su protagonista, sí hay en Fresán una libreta con notas; es más: cada libro ha tenido la suya, que guarda. “Muchas notas”, admite. “Frases, ideas, algo que ha dicho alguien”. Una consecuencia es que todo el día está Fresán, como sus protagonistas, clasificando mentalmente a la gente, todo potencial carnaza narrativa. “Quizá no sea sano pero me parece inevitable; no es un superpoder: son gajes del oficio o sus deformaciones; miro la realidad y es la mirada del escritor, ése que se pelea a gritos con su mujer mientras toma notas sobre ello”. Habla Fresán de “intuición e instinto” a la hora de plantearse un libro. “Actúo con la realidad como un rastreador indio”, dice. También salta el azar: La parte inventada se le encalló y cuando parecía misión imposible, apareció su hijo Daniel, que al ver en un escaparate un muñeco de hojalata, le dijo: “Ese será la portada de tu libro”; y días después, le conminó a que fuera el protagonista. No fue tanto pero sí es hilo en la historia. “No es azar; todo ocurre cuando debe; a mí me pasan cosas raras todo el tiempo”.
No, un libro tiene poco de azar. Ahí está Irving, que no empieza novela hasta que tiene redactado el párrafo final. “Escribir conociendo todo lo que les sucederá a tus personajes es entonces algo muy parecido a leer”, asegura. No es la única referencia tácita de Fresán a un mito en el libro. También está Proust. “Es mi monolito de 2001, una odisea del espacio; leí En busca del tiempo perdido en 1995, en 15 días… Fue un salto evolutivo; me descubrió un discurso más digresivo, el punto y coma y el escritor como personaje más epifánico”. Sí está explicitada la presencia de Scott Fitzgerald. “Me funciona como profunda advertencia de todo lo mal que puede hacer un narrador: casarse con una mujer conflictiva, alcoholizarse, dilapidar fortuna y talento, cómo puede destruirte lo audiovisual; la fecha de vencimiento que comporta ser escritor generacional…”. ¿Y Suave es la noche? “Porque ahí se ve su lucha y las imperfecciones: me gusta verlo porque soy escritor”.
Constata Fresán en su novelón: “la gente lee cada vez menos y, por lo tanto, cada vez peor”. Más contundente, de viva voz: “Casi todo lo que se vincula hoy al escritor me molesta; a veces me veo como atrezzo de mí mismo”. Coletilla: “Se lee y se escribe más, dicen las estadísticas, pero es más mierda: la gente lee y escribe sobre ella, facilitado por artilugios electrónicos: la sublimación de la tontería”. Hasta los escritores leen menos, lejos de ese Jack London de 15 años encerrado todo el día en la biblioteca de Oakland antes de hacerse a la mar para ganar dinero y vida: “Se aprende a escribir leyendo y leyendo; no se puede enseñar: es un acto reflejo de acción-reacción”.
“Soy yo con el volumen a tope, un hombre centrifugado que lo destroza todo, a la manera de personajes de la literatura judía de Bellow, Roth…”, enmarca Fresán. Quizá por eso La parte inventada, la escritura de la vida que hubiéramos querido vivir, evoca lo que decía Walt Whitman: “Camarada, esto no es un libro, quien toca esto toca un hombre”.
Sobre la obsesión
Una biblioteca esencial para saber sobre la obsesión de la escritura debería pasar, según Rodrigo Fresán, como mínimo por los siguientes títulos.En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
El mundo según Garp, de John Irving.
Martin Eden, de J. London.
Drácula, de Bram Stoker.
Diarios, de John Cheever.
Crack-up, de Scott Fitzgerald.
Cuadernos de notas, de Henry James.