filBo 2014
La memoria histórica, Gabriel García Márquez y la literatura peruana serán protagonistas
Juan Gabriel Vásquez, escritor colombiano, autor de Las reputaciones y Los informantes./eltiempo.com |
La fragilidad del pasado
Qué frágil es el pasado. Ahora mismo, mientras usted lee este
artículo, hay miles de personas en el mundo entero dedicadas a negar que
el Holocausto judío haya sucedido jamás. Ningún acontecimiento de
nuestra historia reciente, y pocos de nuestra historia a secas, ha hecho
correr más tinta que el asesinato de seis millones de judíos como parte
de la llamada ‘solución final’; hay al respecto kilómetros de videos y
grabaciones de distinto tipo, así como las confesiones de varios
perpetradores; y sin embargo el negacionismo, como el dinosaurio de
Monterroso, sigue ahí. Hace apenas ocho años que Mahmud Ahmadineyad
acogió en Irán una ‘Conferencia internacional para revisar la visión
global del Holocausto’; hace seis años, el obispo católico Richard
Williamson decía en televisión que ni un solo judío había muerto en
cámaras de gas, y eso por una razón sencilla: las cámaras de gas nunca
habían existido. Podemos tomar otros ejemplos. Stalin trató de borrar a
Trotski de la memoria soviética: no solo asesinándolo, sino eliminando
su imagen de las fotografías y su nombre de las enciclopedias. El
photoshop de ahora es igual de útil: los revisionistas contemporáneos
del estalinismo comienzan por corregir, en las fotos del líder, la piel
dañada por cicatrices de viruela; a partir de ahí es más fácil
sostener que Stalin, en realidad, no fue culpable del Gran Terror ni
responsable de veinte millones de muertos. Y se pavimentan los caminos
para que venga un culto como el que se le tiene en la Rusia de Putin.
Hubo un tiempo feliz en que la memoria era un asunto íntimo. Uno lee a
Platón o a San Agustín, a Montaigne o a Proust y se da cuenta de eso
con cierta nostalgia. Platón compara la memoria con un bloque de cera en
el cual va quedando impreso lo que sabemos o experimentamos; Proust
hace una suma de la condición humana en 3.000 páginas sacadas de la
lectura de Bergson y de una magdalena mojada en té, y nos hace
preocuparnos durante un buen rato por el hecho de que el lunar de
Albertine cambie de ubicación en los recuerdos. En esos tiempos previos a
los totalitarismos del siglo XX, la idea de memoria no era pública, no
era política. Por supuesto que los poderosos reformulaban la historia
cada vez que podían o necesitaban; por supuesto que cada civilización
victoriosa tenía entre sus privilegios el de arrasar con la civilización
precedente. Pero, como dice Todorov en 'Los abusos de la memoria', ni
los emperadores aztecas ni los conquistadores españoles eran regímenes
totalitarios. Los totalitarismos del siglo XX, en cambio, inventaron una
nueva relación con el pasado. Trajeron o implementaron esta novedad: el
control de la memoria. Hablaba yo de la ‘solución final’. En este mismo
texto recuerda Todorov las palabras que cometió al respecto Himmler:
“Se trata de una gloriosa página de nuestra historia que nunca ha sido
escrita y nunca lo será”. Con esa idea tan simple –la guerra contra la
memoria y la obliteración y reescritura del pasado– cambió para siempre
nuestra manera de pensar en la historia. El pasado, para todos los
efectos prácticos, dejó de ser lo que era antes.
Hace unos diez años, Salman Rushdie dijo en Barcelona unas palabras a las que vuelvo con frecuencia:
“¿Quién tiene el poder de contar las historias de nuestras vidas y de
determinar no solo qué historias se pueden contar, sino también de qué
forma se pueden contar, cómo se tienen que contar? Evidentemente hay
historias en las que todos nosotros vivimos, la historia de la cultura y
la lengua en las que vivimos, la Historia en la que vivimos y, de
hecho, las estructuras éticas en las que vivimos, de las cuales una es
la religión. ¿Quién debería tener poder sobre estas historias?”.
Se refería a la batalla que 'Los versos satánicos' seguía librando
contra el fanatismo y la idiotez, pero sus preguntas pueden también
trasladarse a los relatos que nos hacemos todos los días sobre lo que
nos ha sucedido en el pasado. Ese conjunto de relatos, cuyo narrador
nunca es objetivo y cuyo objetivo nunca es solo narrar, es lo que
llamamos Historia. Y así pregunta Rushdie: ¿quién tiene el poder sobre
ella? Algunas de las grandes batallas de nuestro tiempo se dan en el
territorio que contiene esta pregunta. También podríamos preguntar:
¿quién debería tener el poder de moldear nuestra memoria colectiva, de
imponernos su relato de nuestro pasado? 'La peste', esa alegoría de la
ocupación nazi, es la crónica de un médico que escribe para que no se
“pierda la memoria”, y es difícil no ver en esas páginas la misma
preocupación que azotó a Camus toda su vida. Al final de la guerra,
Camus escribe (tal vez con demasiado optimismo) en 'Actuelles': “No es
el odio el que hablará mañana, sino la justicia misma, fundada en la
memoria”. Hoy parece evidente que no hace falta hablar de
totalitarismos: los mismos asuntos nos preocupan en nuestras imperfectas
democracias modernas. Pues siempre hay alguien decidido a intentar la
pérdida (o por lo menos la confusión) de la memoria, y en todo caso la
modificación de lo que las generaciones futuras habrán de recordar. De
eso se trataba aquel intento reciente de Hugo Chávez según el cual
Bolívar no murió de tuberculosis, sino asesinado por oligarcas
colombianos; de eso, en parte, se trata lo que está pasando en La
Habana, donde las Farc negocian la paz con el Gobierno: las
negociaciones son una batalla entre distintas versiones de la historia
nacional. Y por eso son tan importantes los documentos que ha producido
el Centro de Memoria Histórica: allí hay un relato certero que habremos
de oponer, los que nos interesamos en la frágil verdad de lo que nos ha
sucedido, a las distorsiones y las manipulaciones que ejercen tantos
todos los días. En 1984 –uno siempre acaba citando a Orwell–
leemos: “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el
presente controla el pasado”.
Pero la amnesia voluntaria o impuesta no es el único enemigo de la
memoria. Tan resbaladizo, aunque más astuto, es el recuerdo obligatorio.
La memoria por obligación, por mandato estatal, por ritual ciudadano,
se convierte tarde o temprano en un acto vacío: así nuestras fiestas
patrias, nuestros himnos repetidos, nuestras mil conmemoraciones grises y
automáticas. ¿Para qué recordamos? ¿Por qué recordamos? También estas
preguntas deberíamos hacernos. David Rieff las lleva al extremo: el
recuerdo de las grandes tragedias históricas, en su razonamiento, se
convierte en carne predilecta de politiqueros y oportunistas, y en la
mejor herramienta para atizar conflictos y alimentar odios pasados. La
memoria, en manos de la gente equivocada, se convierte en algo
peligroso: dice Rieff que las guerras yugoslavas se alimentaron, en
parte, de recuerdos, y algunos tan remotos como la derrota serbia en
Kosovo en 1389. “Con su apropiación de la historia –escribe
enseguida–, la memoria colectiva hizo de la historia poco más que un
arsenal lleno de todas las armas necesarias para mantener vivas las
guerras”. A su manera, tiene razón: por supuesto que todos los fanáticos
usarán el pasado como arma arrojadiza, y por supuesto que todos los
conflictos cargan siempre, más o menos diluidos, los ingredientes
eternos del rencor, el resentimiento, la humillación y el deseo de
venganza. También a este secuestro de la memoria –o a su conversión en
símbolo, paso previo al exacerbamiento de las peores pasiones
nacionalistas, religiosas y comunitarias– habremos de enfrentarnos.
No me juzguen demasiado si defiendo, llegados a este punto, los
talentos de la novela. Las mejores novelas sobre la historia –detesto el
rótulo “novela histórica”, tan estrecho como artificial, y que además
suele desechar la memoria como tema–, las mejores novelas dedicadas a la
incómoda actividad de recordar son incapaces de chauvinismos fáciles.
Desde 'Guerra y paz' hasta 'Austerlitz', desde 'El Gatopardo' hasta 'La
guerra del fin del mundo', la libertad (la controvertida libertad del
escritor de ficciones) las hace inmunes a la mera ilustración de un
momento histórico y también a la politización barata, a la tesis, al
mensaje predeterminado. En ellas no solo recordamos los hechos públicos,
sino que sentimos, tan inmediatamente como es posible, su temperatura
moral y emocional; y entendemos, de una forma que acaso les esté vedada a
la crónica y a la historiografía, la relación entre el pequeño
individuo humano y el mar de grandes acontecimientos en que se ha visto
envuelto. En muchos casos, estas ficciones que recuerdan son el único
puente que podemos tender hacia el pasado. Y tendría su lógica,
pues el mundo del pasado es por definición un mundo desaparecido, y un
porcentaje del acto del recuerdo será siempre un acto de imaginación.
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ*
* Escritor colombiano, autor de ‘Las reputaciones’, ‘Los informantes’
e ‘Historia secreta de Costaguana’, entre otros. Ha sido reconocido con
los premios Alfaguara (2011), English Pen (2012) y Gregor von
Rezzori-Città di Firenze (2013).