jueves, 1 de mayo de 2014

En medio del luto por nuestro Nobel, arranca la fiesta del libro

filBo 2014

La memoria histórica, Gabriel García Márquez y la literatura peruana serán protagonistas

Juan Gabriel Vásquez, escritor colombiano, autor de  Las reputaciones y  Los informantes./eltiempo.com

La fragilidad del pasado
Qué frágil es el pasado. Ahora mismo, mientras usted lee este artículo, hay miles de personas en el mundo entero dedicadas a negar que el Holocausto judío haya sucedido jamás. Ningún acontecimiento de nuestra historia reciente, y pocos de nuestra historia a secas, ha hecho correr más tinta que el asesinato de seis millones de judíos como parte de la llamada ‘solución final’; hay al respecto kilómetros de videos y grabaciones de distinto tipo, así como las confesiones de varios perpetradores; y sin embargo el negacionismo, como el dinosaurio de Monterroso, sigue ahí. Hace apenas ocho años que Mahmud Ahmadineyad acogió en Irán una ‘Conferencia internacional para revisar la visión global del Holocausto’; hace seis años, el obispo católico Richard Williamson decía en televisión que ni un solo judío había muerto en cámaras de gas, y eso por una razón sencilla: las cámaras de gas nunca habían existido. Podemos tomar otros ejemplos. Stalin trató de borrar a Trotski de la memoria soviética: no solo asesinándolo, sino eliminando su imagen de las fotografías y su nombre de las enciclopedias. El photoshop de ahora es igual de útil: los revisionistas contemporáneos del estalinismo comienzan por corregir, en las fotos del líder, la piel dañada por cicatrices de viruela; a partir de ahí es más fácil sostener que Stalin, en realidad, no fue culpable del Gran Terror ni responsable de veinte millones de muertos. Y se pavimentan los caminos para que venga un culto como el que se le tiene en la Rusia de Putin.
Hubo un tiempo feliz en que la memoria era un asunto íntimo. Uno lee a Platón o a San Agustín, a Montaigne o a Proust y se da cuenta de eso con cierta nostalgia. Platón compara la memoria con un bloque de cera en el cual va quedando impreso lo que sabemos o experimentamos; Proust hace una suma de la condición humana en 3.000 páginas sacadas de la lectura de Bergson y de una magdalena mojada en té, y nos hace preocuparnos durante un buen rato por el hecho de que el lunar de Albertine cambie de ubicación en los recuerdos. En esos tiempos previos a los totalitarismos del siglo XX, la idea de memoria no era pública, no era política. Por supuesto que los poderosos reformulaban la historia cada vez que podían o necesitaban; por supuesto que cada civilización victoriosa tenía entre sus privilegios el de arrasar con la civilización precedente. Pero, como dice Todorov en 'Los abusos de la memoria', ni los emperadores aztecas ni los conquistadores españoles eran regímenes totalitarios. Los totalitarismos del siglo XX, en cambio, inventaron una nueva relación con el pasado. Trajeron o implementaron esta novedad: el control de la memoria. Hablaba yo de la ‘solución final’. En este mismo texto recuerda Todorov las palabras que cometió al respecto Himmler: “Se trata de una gloriosa página de nuestra historia que nunca ha sido escrita y nunca lo será”. Con esa idea tan simple –la guerra contra la memoria y la obliteración y reescritura del pasado– cambió para siempre nuestra manera de pensar en la historia. El pasado, para todos los efectos prácticos, dejó de ser lo que era antes.
Hace unos diez años, Salman Rushdie dijo en Barcelona unas palabras a las que vuelvo con frecuencia:
“¿Quién tiene el poder de contar las historias de nuestras vidas y de determinar no solo qué historias se pueden contar, sino también de qué forma se pueden contar, cómo se tienen que contar? Evidentemente hay historias en las que todos nosotros vivimos, la historia de la cultura y la lengua en las que vivimos, la Historia en la que vivimos y, de hecho, las estructuras éticas en las que vivimos, de las cuales una es la religión. ¿Quién debería tener poder sobre estas historias?”.
Se refería a la batalla que 'Los versos satánicos' seguía librando contra el fanatismo y la idiotez, pero sus preguntas pueden también trasladarse a los relatos que nos hacemos todos los días sobre lo que nos ha sucedido en el pasado. Ese conjunto de relatos, cuyo narrador nunca es objetivo y cuyo objetivo nunca es solo narrar, es lo que llamamos Historia. Y así pregunta Rushdie: ¿quién tiene el poder sobre ella? Algunas de las grandes batallas de nuestro tiempo se dan en el territorio que contiene esta pregunta. También podríamos preguntar: ¿quién debería tener el poder de moldear nuestra memoria colectiva, de imponernos su relato de nuestro pasado? 'La peste', esa alegoría de la ocupación nazi, es la crónica de un médico que escribe para que no se “pierda la memoria”, y es difícil no ver en esas páginas la misma preocupación que azotó a Camus toda su vida. Al final de la guerra, Camus escribe (tal vez con demasiado optimismo) en 'Actuelles': “No es el odio el que hablará mañana, sino la justicia misma, fundada en la memoria”. Hoy parece evidente que no hace falta hablar de totalitarismos: los mismos asuntos nos preocupan en nuestras imperfectas democracias modernas. Pues siempre hay alguien decidido a intentar la pérdida (o por lo menos la confusión) de la memoria, y en todo caso la modificación de lo que las generaciones futuras habrán de recordar. De eso se trataba aquel intento reciente de Hugo Chávez según el cual Bolívar no murió de tuberculosis, sino asesinado por oligarcas colombianos; de eso, en parte, se trata lo que está pasando en La Habana, donde las Farc negocian la paz con el Gobierno: las negociaciones son una batalla entre distintas versiones de la historia nacional. Y por eso son tan importantes los documentos que ha producido el Centro de Memoria Histórica: allí hay un relato certero que habremos de oponer, los que nos interesamos en la frágil verdad de lo que nos ha sucedido, a las distorsiones y las manipulaciones que ejercen tantos todos los días. En 1984 –uno siempre acaba citando a Orwell– leemos: “Quien controla el pasado controla el futuro. Quien controla el presente controla el pasado”.
Pero la amnesia voluntaria o impuesta no es el único enemigo de la memoria. Tan resbaladizo, aunque más astuto, es el recuerdo obligatorio. La memoria por obligación, por mandato estatal, por ritual ciudadano, se convierte tarde o temprano en un acto vacío: así nuestras fiestas patrias, nuestros himnos repetidos, nuestras mil conmemoraciones grises y automáticas. ¿Para qué recordamos? ¿Por qué recordamos? También estas preguntas deberíamos hacernos. David Rieff las lleva al extremo: el recuerdo de las grandes tragedias históricas, en su razonamiento, se convierte en carne predilecta de politiqueros y oportunistas, y en la mejor herramienta para atizar conflictos y alimentar odios pasados. La memoria, en manos de la gente equivocada, se convierte en algo peligroso: dice Rieff que las guerras yugoslavas se alimentaron, en parte, de recuerdos, y algunos tan remotos como la derrota serbia en Kosovo en 1389. “Con su apropiación de la historia –escribe enseguida–, la memoria colectiva hizo de la historia poco más que un arsenal lleno de todas las armas necesarias para mantener vivas las guerras”. A su manera, tiene razón: por supuesto que todos los fanáticos usarán el pasado como arma arrojadiza, y por supuesto que todos los conflictos cargan siempre, más o menos diluidos, los ingredientes eternos del rencor, el resentimiento, la humillación y el deseo de venganza. También a este secuestro de la memoria –o a su conversión en símbolo, paso previo al exacerbamiento de las peores pasiones nacionalistas, religiosas y comunitarias– habremos de enfrentarnos.
No me juzguen demasiado si defiendo, llegados a este punto, los talentos de la novela. Las mejores novelas sobre la historia –detesto el rótulo “novela histórica”, tan estrecho como artificial, y que además suele desechar la memoria como tema–, las mejores novelas dedicadas a la incómoda actividad de recordar son incapaces de chauvinismos fáciles. Desde 'Guerra y paz' hasta 'Austerlitz', desde 'El Gatopardo' hasta 'La guerra del fin del mundo', la libertad (la controvertida libertad del escritor de ficciones) las hace inmunes a la mera ilustración de un momento histórico y también a la politización barata, a la tesis, al mensaje predeterminado. En ellas no solo recordamos los hechos públicos, sino que sentimos, tan inmediatamente como es posible, su temperatura moral y emocional; y entendemos, de una forma que acaso les esté vedada a la crónica y a la historiografía, la relación entre el pequeño individuo humano y el mar de grandes acontecimientos en que se ha visto envuelto. En muchos casos, estas ficciones que recuerdan son el único puente que podemos tender hacia el pasado. Y tendría su lógica, pues el mundo del pasado es por definición un mundo desaparecido, y un porcentaje del acto del recuerdo será siempre un acto de imaginación.
JUAN GABRIEL VÁSQUEZ*
* Escritor colombiano, autor de ‘Las reputaciones’, ‘Los informantes’ e ‘Historia secreta de Costaguana’, entre otros. Ha sido reconocido con los premios Alfaguara (2011), English Pen (2012) y Gregor von Rezzori-Città di Firenze (2013).