martes, 3 de marzo de 2015

Wayuu, los indios de García Márquez

Un viaje a la semilla  de la obra del colombiano, que se inspiró en la tribu de su bisabuela. "Usted es el más grande de los nuestros", le dijeron a García Márquez al darle el bastón de palabrero. El palabrero es la gran autoridad mediadora, soluciona desde asesinatos a disputas conyugales

Rafael Arpushana, palabrero, pone paz entre los clanes./ Kim Manresa./lavanguardia.com

Los indios de García Márquez - Viaje a la comunidad wayuu que inspiró el realismo mágico del escritor colombiano 

Rafael Arpushana se mueve por las tierras planas de la Guajira colombiana con la seguridad de los sheriffs del Lejano Oeste y una antigua majestad de la que nuestros políticos de hoy carecen. Lleva agarrado un guararo, el bastón que le confiere su poder. Rafael Arpushana es un palabrero. Y eso no es cualquier cosa. Se trata de la máxima autoridad wayuu, la que pone paz en los conflictos.

Los wayuu son unos 700.000 indios, que habitan en la península de la Guajira, en una zona que se extiende entre Colombia y Venezuela. Hace diez años, en el 2004, sufrieron una masacre por parte de paramilitares cercanos al gobierno de Uribe en Bahía Portete, con decenas de muertos y más de 600 desplazados. Gabriel García Márquez, en sus memorias (Vivir para contarla, 2002) reconoció la enorme influencia que esta cultura había tenido "en la esencia de mi modo de ser y de pensar". De ahí que, en el 2005, le fuera entregado, en el Hay Festival de Cartagena de Indias -cuya décima edición se clausuró a principios de mes- el bastón que lo acreditaba como palabrero. "Usted es el más grande de los nuestros", le dijeron los wayuu al emocionado Nobel.

Toda la zona de la Guajira colombiana contiene ecos de Macondo: el muelle desde el que parte la goleta de Riohacha en Cien años de soledad; la casa donde fue engendrado por sus padres -su madre abandonó la ciudad para irse a Aracataca embarazada de 8 meses-; los muchos Iguarán que circulan por aquí (y que no son primos de Úrsula, claro, sino del propio Gabo); la devoción local a la Virgen de los Remedios, el único icono religioso que aparece en Macondo; el lugar donde el pirata Drake mataba caimanes a cañonazos para enviárselos a la reina de Inglaterra; las tormentas, los manglares; el cura que levita, Pedro Espejo, que existió y los riohacheros consideraron siempre un santo en vida; o el contrabandista Prudencio Aguilar, cuyo nieto se pasea aún por la ciudad orgulloso de que su linaje haya entroncado con la ficción... En fin, baste contar que García Márquez, para ponerles nombres a sus personajes, le pedía a su hermano Jaime la guía telefónica de Riohacha... aunque, en algún caso, se olvidó de utilizarla. "Cuando me dijo que a la chica de El amor en los tiempos del cólera le iba a poner Josefa Cárcamo, le grité: '¡Con ese nombre no puede ser guajira, Gabo!' y se enfadó conmigo... pero al final lo cambió por el de Fermina Daza", comenta hoy, divertido, Jaime García Márquez.

Pero, de todos los referentes garciamarquianos de la zona, son los wayuu los más singulares. Formaban parte de la "soldadesca" o servidumbre del coronel Nicolás Márquez, su abuelo, "y ejercían un papel no tanto de criados sino también de subrayar con su presencia la autoridad del personaje, eran un añadido de respeto, su respaldo", explica el antropólogo Weildler Guerra, en su despacho de gerente del Banco de la República. García Márquez quedó fascinado de niño por la sonoridad de la lengua que hablaban entre ellos, el wayuunaiki. Aquel niño asombrado escribió, muchos años después: "Yo vivía al nivel de los indios, y ellos me contaban historias y me metían supersticiones". Y fue Mario Vargas Llosa el primero en darse cuenta de la importancia de estos "personajes silenciosos", los wayuu, en la obra del autor. Lo señaló en su ensayo Historia de un deicidio (1971). "Él lo detectó entonces, pero es un aspecto que fue obviado por el resto de la crítica mundial, que no dieron bola al asunto", se lamenta Guerra, que es uno de los wayuu mejor situados en el mundo aríjuna, que es como ellos llaman a sus payos, la gente de otras culturas. Este estudioso sonríe al referirse a la enorme cantidad de trabajos que han analizado a García Márquez "desde la perspectiva de la Biblia, la mitología griega y romana... ¡Y eran mitos wayuus! Nosotros ya lo sabíamos, no veíamos otra cosa". El escritor Víctor Bravo cita la ascensión al cielo de Remedios la Bella: "Coincide con la expresión guajira 'se voló', que se utiliza cuando una chica se fuga con su novio".

García Márquez fue criado por sus abuelos, y sobre todo por ella, Tranquilina Iguarán, que le transmitió algunos conceptos wayuu pues su madre había sido una. En especial, le calaron "sus ideas sobre la territorialidad y la muerte, y el sueño (arapi) visto como un elemento de naturaleza prescriptiva, pues un sueño es lo único que hasta Dios obedece, es la manera en que los espíritus nos hablan", explica Guerra.

Las rancherías son los lugares en que vive, dispersa, esta comunidad ganadera, que se agrupa en familias en casas que se extienden a lo largo de 15.300 kilómetros cuadrados de tierras protegidas por la Constitución colombiana y de otros 12.000 en Venezuela. En la ranchería de Dibi Dibi encontramos a Rafael Arpushana, que tiene 65 años y lleva 40 ejerciendo su magisterio como pütchipü'u o palabrero. No tiene días de fiesta y resuelve todo tipo de problemas. "los más sencillos son los derivados del matrimonio: separaciones, maridos borrachos y esas cosas. Los más difíciles, los que implican muertos". Su padre también era palabrero, "es algo con lo que se nace" aunque aprenden observando a los mayores. Guerra anota que "son un pueblo guerrero, fueron los primeros en rebelarse contra la corona española".

Los palabreros están considerados por la Unesco patrimonio inmaterial de la humanidad y actúan bajo las enramadas, el lugar de recepción de las visitas, una estructura con techo y sin paredes, que hace las veces de salón, donde se cuelgan las hamacas o chinchorros y que, junto al cuarto (dormitorio), la cocina y el corral, componen el rancho. Estos cuatro palos con cubierta precaria son su palacio de justicia.

Estos jueces no trabajan con huellas dactilares ni firmas de testigos ni nada parecido. Solo cuenta la palabra. "Hay que vigilar lo que uno dice -advierte Guerra- porque la palabra tiene valor legal, es como un documento". Y el palabrero, sentado en un banco, nos habla de sus dificultades: "Cuando se ponen a matarse, mala cosa, mala cosa. Se matan por mujeres, por tierras, por robos... Pero si llaman al palabrero se puede arreglar. Cuando los muertos son desparejos, tres en una familia y uno en otra, es muy difícil. Lo arreglamos más fácilmente cuando son tres y tres muertos". Una de sus labores más complejas es cuantificar, porque la mayoría de males se compensa con un pago: una violación, por ejemplo, son 120 chivos, veinte reses y dos collares. Si el agresor es pobre, "la familia agredida se espera a cobrar". No tienen cárceles, pero sí condenan al destierro. La compañía minera Cerrejón trata a menudo con Rafael y otros palabreros, pues es propietaria de la vía férrea que cruza las tierras wayuu así como de la mina de carbón a cielo abierto más grande del mundo, que se instaló aquí hace unas décadas, "sacando a abuelitas llorando de sus tierras", cuentan algunos indígenas. Cuando un tren atropella ganado, deben pagar con diez animales por cada uno muerto, porque se tiene en cuenta la descendencia que habría generado.

Los palabreros son intermediarios, "llevan la palabra y las peticiones de la parte ofendida a los agresores -explica Guerra- pero si el acuerdo se hace difícil, adoptan un papel de mediador, despliegan sus recursos retóricos para encontrar una salida pacífica". En pago por sus servicios, pueden recibir la mejor res o algunas ovejas o cabras, aunque su sueldo depende de la magnitud del conflicto. Oírlos bajo la enramada es un placer para Guerra: "Usan analogías de las disputas humanas con las de otros seres de la naturaleza, citan normas morales, encomian la vida, la libertad y la paz".
En según qué ocasiones, Rafael –que muestra su carnet plastificado con la categoría máxima del gremio, expedido por el Consejo Superior de Palabreros– ha trabajado "escoltado por la policía, por ejemplo si llevo mucha plata encima". Las autoridades les ayudan, pues ahorran mucho trabajo a jueces y policías. Arpushana también acude a veces a resolver casos a Venezuela y cruza la frontera sin problemas. "Para mí no hay frontera", proclama.
En la ranchería Saa'ain wayua (corazón wayuu), la abuela María se disculpa: "No, no pueden entrar hoy en la vivienda, hay un encierro", término que no se refiere a ninguna tradición taurina sino a un rito de paso. Cuando una chica tiene su primera menstruación se encierra durante un tiempo que puede ir de unos pocos meses hasta varios años "para que su madre, su abuela y otras mujeres le enseñen todo lo que tiene que aprender" del mundo adulto, incluidos conocimientos de cocina, técnicas para tejer hamacas... Durante ese tiempo no puede entrar ningún hombre a verla, ni siquiera su padre "ni mujeres impuras", nos añadirá, más tarde, con cierta sorna, Belinda, una empleada del Hay Festival en Riohacha, demostrando que esta tradición es una de las que más cuesta entender a los aríjunas. Aldina Pimicua Apüshana, wayuu y guía turística, admite que las cosas están cambiando y que hay una cierta laxitud en la aplicación de los encierros. "Mi mamá sí me encerró y me impuso la dieta de solo comer líquidos. Me daba mucha hambre y tuve vómitos y fiebre. Ella me respondió que debía de estar vomitando malos comportamientos. A mi hija le hice un encierro de solo 21 días, la pobrecita, me dio mucho pesar porque estaba muy débil, temblando y acabé antes de tiempo, no estuvo bien pero...".

Daniela, la nieta de María, que ha cumplido 18 años, estudia porque, de mayor, quiere ser neuróloga e irse de Colombia. Vive en la ciudad y cuenta que algunos de sus paisanos wayuu "tienen nombre de cigarrillo o de coche" u otros tan curiosos como Prisionero, Ballena o Bestfriend. "Casi todos cumplen años el 31 de diciembre, porque la regiduría los apunta el último día del año en que nacieron, al no saberse el día exacto. Y, de la gente mayor, no se sabe ni eso, sus edades son aproximadas". Los wayuu no celebran cumpleaños ni nacimientos ni año nuevo. Sus fiestas no tienen fecha fija y están dictadas por los auspicios de las adivinas o los sueños de su gente. "Para nosotros el sueño es sagrado", admite Daniela, a quien no le extraña nada que el personaje macondiano de la cándida Eréndira, tras hablar con Ulises, aclare el significado de un sueño de su abuela: "...tuvo un aviso de la muerte. Soñó con un pavorreal en una hamaca blanca". "Si tienes un sueño –explica Daniela– hay que ir a ver a una piache para que lo interprete y te diga cómo actuar".

Las piache, una especie de curanderas o chamanas, viven solas y, observando la luz del sol, pueden saber si alguien se va a morir o no, según la tradición. En el caso de que la respuesta sea negativa, en señal de agradecimiento, ordenan bailar la yonna, la danza tradicional, por ejemplo durante tres días. Daniela vive en la ciudad, pero no deja de visitar el rancho familiar. Ahí vive, por ejemplo, su hermana Liseth, que tiene a su hija Kashi, de 4 años, en brazos. Guerra apunta que "ciudad y rancho se complementan, y acuden cada vez más a la escuela y al médico" aunque a los mayores les cuesta entender conceptos como pedir cita. "Si vengo desde aquí para ver a un doctor, ¿por qué no me recibe?", se lamenta María que, por supuesto, no tiene agenda. También se dan matrimonios mixtos con aríjunas. Las familias valoran, sobre todo, la conducta del pretendiente: "Que no sea alcohólico ni grosero. No queremos machos con plata que traen problemas", dice Aldina.

La principal reivindicación que hacen a las autoridades es la del agua potable. "Que salga un chorro de todos los grifos", sintetiza Aldina. María muestra los estragos causados por la crecida del río Ranchería, hace unos años: arrasó una de sus casas, construidas con barro, piedras, madera y otros precarios elementos, como palma o cactus. Para paliar los daños, aún espera ayudas de la administración que nunca llegan pero se niega a bailar para los turistas. "Se baila cuando un sueño nos lo pide, o para celebrar una curación, esto no es un juego, y como pienso así por aquí ya no pasan muchos tour operadores. Para mí, no es un espectáculo, sino algo serio, privado, que no puedes fingir, no debemos fallarle a nuestros antepasados".

Pero, al día siguiente, en la ranchería Dibi Dibi, no tienen inconveniente en permitir que los periodistas asistan a una yonna, animada por el tambor wayuu, la caja, que también se usa para insuflar ánimo en carreras de caballos, peleas de gallos y parrandas varias. Un baile que dura usualmente 24 horas, de sol a sol.

Daniela, como al día siguiente veremos hacer a Yussandi, en otra ranchería, se pinta la cara con los pigmentos tradicionales de su pueblo, amuleto contra los enemigos, dibujando unos símbolos que forman parte de un complejo sistema de representación.

Se cocina y lava en el suelo –o en el río– y vemos, en alguna casa televisores. El coche, en cambio, es omnipresente aunque a sus ranchos se llega por caminos de tierra. No les gustan las carreteras, ya que algunas han dividido traumáticamente a las familias.

Se ha dicho erróneamente que la sociedad wayuu es un matriarcado. Aunque el apellido que se transmite es el de la madre, los jefes son hombres. Lo curioso es que el cabeza de familia no es el padre sino el tío materno, es decir, se heredan los bienes de este. El padre tampoco tiene ninguna responsabilidad hacia sus hijos en caso de divorcio. "En la ciudad, hay hombres que nos dicen: ¡qué suerte tenéis!", comenta uno de ellos, antes de contestar una llamada en su móvil. Otra característica es la del segundo entierro. Las personas son enterradas al morir y, luego, 8 o 10 años después, cuando sus huesos son exhumados y conducidos al cementerio definitivo, en una ceremonia en la que no falta ningún alimento. Son episodios que vemos en varias escenas de Macondo, con personajes que acarrean los huesos de sus antepasados. Los wayuu tienen un solo dios, Mareiwa, que los creó.

Sería un error ver a esta comunidad como atrasada a causa de los aspectos de violencia o injusticia que puedan observarse en ella. Si se mira a la sociedad de al lado, la aríjuna, la que ha alumbrado a los narcos y que presenta índices de criminalidad y pobreza vergonzantes, no puede decirse que los wayuu resulten perdedores. El premio Nobel J.M.G. Le Clézio, desde Cartagena de Indias, opina: "No son perfectos, padecen las maldiciones del mundo moderno pero ofrecen una cierta resistencia a ese mundo y son respetuosos con su entorno. Esa resistencia es el optimismo y la esperanza de los jóvenes".

La familia indígena de Gabo

Veintiuna fueron las personas que fundaron Macondo y lo hicieron saliendo de la Guajira, viajando en el sentido contrario a Riohacha. De ahí que todo el universo del realismo mágico provenga, en realidad, de esta zona. "En mi pensamiento, mi mayor metáfora es la Guajira", dijo García Márquez, quien siempre se mostró orgulloso de sus orígenes en la cultura indígena, vinculados al apellido Iguarán, el de su abuela materna, así como de muchas otras influencias de la zona.
Esa abuela, Tranquilina –hija de una wayuu– es, según el escritor colombiano Víctor Bravo Mendoza, "su primera surtidora de supersticiones, fábulas y leyendas", nutriéndole de "fantasías, presagios y evocaciones". La otra influencia wayuu es la de los criados de su abuelo, el coronel Márquez, en especial la de las indígenas Remedios –que aparece como Meme en La hojarasca–, Visitación (la Chon de Cien años de soledad) y Lucía.

El mismo concepto de realismo mágico –sucesos extraordinarios o paranormales que suceden insertados en un contexto realista– es algo intrínseco a la cultura de los wayuu, para quienes los espíritus actúan en nuestra realidad y se comunican con nosotros a través de los sueños.

La influencia de toda la música de estos lugares es también importante, especialmente la del vallenato, muy presente en sus libros y que él consideraba "un género narrativo más". En Cien años de soledad y El otoño del patriarca aparece Francisco el Hombre, un mítico acordeonista que iba musicando las noticias por los pueblos (una especie de La Vanguardia cantada). Otro músico real que encontramos en sus obras es el compositor Rafael Escalona.