Rafael Arpushana se
mueve por las tierras planas de la Guajira colombiana con la seguridad
de los sheriffs del Lejano Oeste y una antigua majestad de la que
nuestros políticos de hoy carecen. Lleva agarrado un guararo, el bastón
que le confiere su poder. Rafael Arpushana es un palabrero. Y eso no es
cualquier cosa. Se trata de la máxima autoridad wayuu, la que pone paz
en los conflictos.
Los wayuu son unos 700.000
indios, que habitan en la península de la Guajira, en una zona que se
extiende entre Colombia y Venezuela. Hace diez años, en el 2004,
sufrieron una masacre por parte de paramilitares cercanos al gobierno de
Uribe en Bahía Portete, con decenas de muertos y más de 600
desplazados. Gabriel García Márquez, en sus memorias (Vivir para contarla,
2002) reconoció la enorme influencia que esta cultura había tenido "en
la esencia de mi modo de ser y de pensar". De ahí que, en el 2005, le
fuera entregado, en el Hay Festival de Cartagena de Indias -cuya décima
edición se clausuró a principios de mes- el bastón que lo acreditaba
como palabrero. "Usted es el más grande de los nuestros", le dijeron los
wayuu al emocionado Nobel.
Toda la zona de la Guajira colombiana contiene ecos de Macondo: el muelle desde el que parte la goleta de Riohacha en Cien años de soledad;
la casa donde fue engendrado por sus padres -su madre abandonó la
ciudad para irse a Aracataca embarazada de 8 meses-; los muchos Iguarán
que circulan por aquí (y que no son primos de Úrsula, claro,
sino del propio Gabo); la devoción local a la Virgen de los Remedios, el
único icono religioso que aparece en Macondo; el lugar donde el pirata
Drake mataba caimanes a cañonazos para enviárselos a la reina de
Inglaterra; las tormentas, los manglares; el cura que levita, Pedro
Espejo, que existió y los riohacheros consideraron siempre un santo en
vida; o el contrabandista Prudencio Aguilar, cuyo nieto se pasea aún por
la ciudad orgulloso de que su linaje haya entroncado con la ficción...
En fin, baste contar que García Márquez, para ponerles
nombres a sus personajes, le pedía a su hermano Jaime la guía telefónica
de Riohacha... aunque, en algún caso, se olvidó de utilizarla. "Cuando
me dijo que a la chica de El amor en los tiempos del cólera le
iba a poner Josefa Cárcamo, le grité: '¡Con ese nombre no puede ser
guajira, Gabo!' y se enfadó conmigo... pero al final lo cambió por el de
Fermina Daza", comenta hoy, divertido, Jaime García Márquez.
Pero,
de todos los referentes garciamarquianos de la zona, son los wayuu los
más singulares. Formaban parte de la "soldadesca" o servidumbre del
coronel Nicolás Márquez, su abuelo, "y ejercían un papel no tanto de
criados sino también de subrayar con su presencia la autoridad del
personaje, eran un añadido de respeto, su respaldo", explica el
antropólogo Weildler Guerra, en su despacho de gerente del Banco de la
República. García Márquez quedó fascinado de niño por la sonoridad de la
lengua que hablaban entre ellos, el wayuunaiki. Aquel niño asombrado
escribió, muchos años después: "Yo vivía al nivel de los indios, y ellos
me contaban historias y me metían supersticiones". Y fue Mario Vargas
Llosa el primero en darse cuenta de la importancia de estos "personajes
silenciosos", los wayuu, en la obra del autor. Lo señaló en su ensayo Historia de un deicidio
(1971). "Él lo detectó entonces, pero es un aspecto que fue obviado por
el resto de la crítica mundial, que no dieron bola al asunto", se
lamenta Guerra, que es uno de los wayuu mejor situados en el mundo aríjuna, que es como ellos llaman a sus payos,
la gente de otras culturas. Este estudioso sonríe al referirse a la
enorme cantidad de trabajos que han analizado a García Márquez "desde la
perspectiva de la Biblia, la mitología griega y romana... ¡Y eran mitos
wayuus! Nosotros ya lo sabíamos, no veíamos otra cosa". El escritor
Víctor Bravo cita la ascensión al cielo de Remedios la Bella: "Coincide
con la expresión guajira 'se voló', que se utiliza cuando una chica se
fuga con su novio".
García Márquez fue criado por sus abuelos, y
sobre todo por ella, Tranquilina Iguarán, que le transmitió algunos
conceptos wayuu pues su madre había sido una. En especial, le calaron
"sus ideas sobre la territorialidad y la muerte, y el sueño (arapi)
visto como un elemento de naturaleza prescriptiva, pues un sueño es lo
único que hasta Dios obedece, es la manera en que los espíritus nos
hablan", explica Guerra.
Las rancherías son los lugares en que
vive, dispersa, esta comunidad ganadera, que se agrupa en familias en
casas que se extienden a lo largo de 15.300 kilómetros cuadrados de
tierras protegidas por la Constitución colombiana y de otros 12.000 en
Venezuela. En la ranchería de Dibi Dibi encontramos a Rafael Arpushana,
que tiene 65 años y lleva 40 ejerciendo su magisterio como pütchipü'u
o palabrero. No tiene días de fiesta y resuelve todo tipo de problemas.
"los más sencillos son los derivados del matrimonio: separaciones,
maridos borrachos y esas cosas. Los más difíciles, los que implican
muertos". Su padre también era palabrero, "es algo con lo que se nace"
aunque aprenden observando a los mayores. Guerra anota que "son un
pueblo guerrero, fueron los primeros en rebelarse contra la corona
española".
Los palabreros están considerados por la Unesco
patrimonio inmaterial de la humanidad y actúan bajo las enramadas, el
lugar de recepción de las visitas, una estructura con techo y sin
paredes, que hace las veces de salón, donde se cuelgan las hamacas o
chinchorros y que, junto al cuarto (dormitorio), la cocina y el corral,
componen el rancho. Estos cuatro palos con cubierta precaria son su palacio de justicia.
Estos jueces
no trabajan con huellas dactilares ni firmas de testigos ni nada
parecido. Solo cuenta la palabra. "Hay que vigilar lo que uno dice
-advierte Guerra- porque la palabra tiene valor legal, es como un
documento". Y el palabrero, sentado en un banco, nos habla de sus
dificultades: "Cuando se ponen a matarse, mala cosa, mala cosa. Se matan
por mujeres, por tierras, por robos... Pero si llaman al palabrero se
puede arreglar. Cuando los muertos son desparejos, tres en una familia y
uno en otra, es muy difícil. Lo arreglamos más fácilmente cuando son
tres y tres muertos". Una de sus labores más complejas es cuantificar,
porque la mayoría de males se compensa con un pago: una violación, por
ejemplo, son 120 chivos, veinte reses y dos collares. Si el agresor es
pobre, "la familia agredida se espera a cobrar". No tienen cárceles,
pero sí condenan al destierro. La compañía minera Cerrejón trata a
menudo con Rafael y otros palabreros, pues es propietaria de la vía
férrea que cruza las tierras wayuu así como de la mina de carbón a cielo
abierto más grande del mundo, que se instaló aquí hace unas décadas,
"sacando a abuelitas llorando de sus tierras", cuentan algunos
indígenas. Cuando un tren atropella ganado, deben pagar con diez
animales por cada uno muerto, porque se tiene en cuenta la descendencia
que habría generado.
Los palabreros son intermediarios, "llevan
la palabra y las peticiones de la parte ofendida a los agresores
-explica Guerra- pero si el acuerdo se hace difícil, adoptan un papel de
mediador, despliegan sus recursos retóricos para encontrar una salida
pacífica". En pago por sus servicios, pueden recibir la mejor res o
algunas ovejas o cabras, aunque su sueldo depende de la magnitud del
conflicto. Oírlos bajo la enramada es un placer para Guerra: "Usan
analogías de las disputas humanas con las de otros seres de la
naturaleza, citan normas morales, encomian la vida, la libertad y la
paz".
En según qué ocasiones, Rafael –que muestra su carnet
plastificado con la categoría máxima del gremio, expedido por el Consejo
Superior de Palabreros– ha trabajado "escoltado por la policía, por
ejemplo si llevo mucha plata encima". Las autoridades les ayudan, pues
ahorran mucho trabajo a jueces y policías. Arpushana también acude a
veces a resolver casos a Venezuela y cruza la frontera sin problemas.
"Para mí no hay frontera", proclama.
En la ranchería Saa'ain wayua (corazón wayuu),
la abuela María se disculpa: "No, no pueden entrar hoy en la vivienda,
hay un encierro", término que no se refiere a ninguna tradición taurina
sino a un rito de paso. Cuando una chica tiene su primera menstruación
se encierra durante un tiempo que puede ir de unos pocos meses hasta
varios años "para que su madre, su abuela y otras mujeres le enseñen
todo lo que tiene que aprender" del mundo adulto, incluidos
conocimientos de cocina, técnicas para tejer hamacas... Durante ese
tiempo no puede entrar ningún hombre a verla, ni siquiera su padre "ni
mujeres impuras", nos añadirá, más tarde, con cierta sorna, Belinda, una
empleada del Hay Festival en Riohacha, demostrando que esta tradición
es una de las que más cuesta entender a los aríjunas. Aldina
Pimicua Apüshana, wayuu y guía turística, admite que las cosas están
cambiando y que hay una cierta laxitud en la aplicación de los
encierros. "Mi mamá sí me encerró y me impuso la dieta de solo comer
líquidos. Me daba mucha hambre y tuve vómitos y fiebre. Ella me
respondió que debía de estar vomitando malos comportamientos. A mi hija
le hice un encierro de solo 21 días, la pobrecita, me dio mucho pesar
porque estaba muy débil, temblando y acabé antes de tiempo, no estuvo
bien pero...".
Daniela, la nieta de María, que ha cumplido 18
años, estudia porque, de mayor, quiere ser neuróloga e irse de Colombia.
Vive en la ciudad y cuenta que algunos de sus paisanos wayuu "tienen
nombre de cigarrillo o de coche" u otros tan curiosos como Prisionero,
Ballena o Bestfriend. "Casi todos cumplen años el 31 de diciembre,
porque la regiduría los apunta el último día del año en que nacieron, al
no saberse el día exacto. Y, de la gente mayor, no se sabe ni eso, sus
edades son aproximadas". Los wayuu no celebran cumpleaños ni nacimientos
ni año nuevo. Sus fiestas no tienen fecha fija y están dictadas por los
auspicios de las adivinas o los sueños de su gente. "Para nosotros el
sueño es sagrado", admite Daniela, a quien no le extraña nada que el
personaje macondiano de la cándida Eréndira, tras hablar con Ulises,
aclare el significado de un sueño de su abuela: "...tuvo un aviso de la
muerte. Soñó con un pavorreal en una hamaca blanca". "Si tienes un sueño
–explica Daniela– hay que ir a ver a una piache para que lo interprete y te diga cómo actuar".
Las piache, una especie de curanderas o chamanas, viven solas y,
observando la luz del sol, pueden saber si alguien se va a morir o no,
según la tradición. En el caso de que la respuesta sea negativa, en
señal de agradecimiento, ordenan bailar la yonna, la danza tradicional,
por ejemplo durante tres días. Daniela vive en la ciudad, pero no deja
de visitar el rancho familiar. Ahí vive, por ejemplo, su hermana Liseth,
que tiene a su hija Kashi, de 4 años, en brazos. Guerra apunta que
"ciudad y rancho se complementan, y acuden cada vez más a la escuela y
al médico" aunque a los mayores les cuesta entender conceptos como pedir
cita. "Si vengo desde aquí para ver a un doctor, ¿por qué no me
recibe?", se lamenta María que, por supuesto, no tiene agenda. También
se dan matrimonios mixtos con aríjunas. Las familias valoran, sobre
todo, la conducta del pretendiente: "Que no sea alcohólico ni grosero.
No queremos machos con plata que traen problemas", dice Aldina.
La principal reivindicación que hacen a las autoridades es la del agua
potable. "Que salga un chorro de todos los grifos", sintetiza Aldina.
María muestra los estragos causados por la crecida del río Ranchería,
hace unos años: arrasó una de sus casas, construidas con barro, piedras,
madera y otros precarios elementos, como palma o cactus. Para paliar
los daños, aún espera ayudas de la administración que nunca llegan pero
se niega a bailar para los turistas. "Se baila cuando un sueño nos lo
pide, o para celebrar una curación, esto no es un juego, y como pienso
así por aquí ya no pasan muchos tour operadores. Para mí, no es un
espectáculo, sino algo serio, privado, que no puedes fingir, no debemos
fallarle a nuestros antepasados".
Pero, al día siguiente, en
la ranchería Dibi Dibi, no tienen inconveniente en permitir que los
periodistas asistan a una yonna, animada por el tambor wayuu, la caja,
que también se usa para insuflar ánimo en carreras de caballos, peleas
de gallos y parrandas varias. Un baile que dura usualmente 24 horas, de
sol a sol.
Daniela, como al día siguiente veremos hacer a
Yussandi, en otra ranchería, se pinta la cara con los pigmentos
tradicionales de su pueblo, amuleto contra los enemigos, dibujando unos
símbolos que forman parte de un complejo sistema de representación.
Se cocina y lava en el suelo –o en el río– y vemos, en alguna casa
televisores. El coche, en cambio, es omnipresente aunque a sus ranchos
se llega por caminos de tierra. No les gustan las carreteras, ya que
algunas han dividido traumáticamente a las familias.
Se ha
dicho erróneamente que la sociedad wayuu es un matriarcado. Aunque el
apellido que se transmite es el de la madre, los jefes son hombres. Lo
curioso es que el cabeza de familia no es el padre sino el tío materno,
es decir, se heredan los bienes de este. El padre tampoco tiene ninguna
responsabilidad hacia sus hijos en caso de divorcio. "En la ciudad, hay
hombres que nos dicen: ¡qué suerte tenéis!", comenta uno de ellos, antes
de contestar una llamada en su móvil. Otra característica es la del
segundo entierro. Las personas son enterradas al morir y, luego, 8 o 10
años después, cuando sus huesos son exhumados y conducidos al cementerio
definitivo, en una ceremonia en la que no falta ningún alimento. Son
episodios que vemos en varias escenas de Macondo, con personajes que
acarrean los huesos de sus antepasados. Los wayuu tienen un solo dios,
Mareiwa, que los creó.
Sería un error ver a esta comunidad
como atrasada a causa de los aspectos de violencia o injusticia que
puedan observarse en ella. Si se mira a la sociedad de al lado, la
aríjuna, la que ha alumbrado a los narcos y que presenta índices de
criminalidad y pobreza vergonzantes, no puede decirse que los wayuu
resulten perdedores. El premio Nobel J.M.G. Le Clézio, desde Cartagena
de Indias, opina: "No son perfectos, padecen las maldiciones del mundo
moderno pero ofrecen una cierta resistencia a ese mundo y son
respetuosos con su entorno. Esa resistencia es el optimismo y la
esperanza de los jóvenes".