viernes, 1 de febrero de 2013

Lo real en tiempos de Internet

Presente y online son sinónimos: hasta los noticieros se alimentan de las redes sociales. Aquí, un análisis de los cambios que marcó lo digital en las nociones de identidad y ficción; una entrevista sobre los temores que genera la tecnología y una zambullida en el universo de los comentaristas, seres anónimos que opinan sobre todo lo que pasa en la Web

"Vivimos en un estado de reality permanente sostenido en lo digital"./Revista Ñ
Se acuerdan de aquel chiste, reproducido en cientos de libros y revistas, en el cual un perro le dice a otro mientras manipula una computadora “en Internet nadie sabe que sos un perro”? Esta viñeta, que el humorista Peter Steiner publicó en The New Yorker, pronto cumplirá veinte años. Una época sin blogs ni Facebook ni Twitter y en la cual lo que llamamos viralidad digital aún estaba en pañales. ¿De qué modo metabolizamos la creciente presencia de lo digital, del software, en nuestra vida cotidiana?
¿Aquel perro estaba creando su propia ficción personal?
¿Puede definirse ficción como un estado de la información? Hace muchos años, el escritor argentino Juan José Saer la describía como “un salto hacia lo inverificable”, lo contrario a la negación de una aparente realidad objetiva. En sus palabras, debía entenderse la ficción como una investigación de los modos en que construimos lo real. Demasiado tiempo pasó desde entonces. En aquella época, aún sabíamos perfectamente dónde localizar ese salto.
Desde su sitio web Fake it! (Falsifícalo! http://www.digital-selfdefense.com/), los analistas web Pernille Tranberg y Steffan Heuer comenzaron a promover, hace unos meses, estrategias de defensa a la intimidad personal, instigando a generar, para esto, datos distorsionados en las redes sociales. No es que Internet sea peligrosa: sino que nuestros bienes digitales pueden vulnerarse fácilmente y cierta reconfiguración de lo ficcional nos asiste como defensa y prevención.
Vivimos en un estado de reality permanente sostenido en lo digital. Presente y online tienden a confundirse en la perfecta sinonimia. Observen a los pasajeros en cualquier colectivo. Simplemente tomen nota del número de ellos que permanece absorto con la mirada fija en su iPhone o Blackberry, haciendo caso omiso a todo lo que sucede a su alrededor. ¿Realidad extendida dentro y fuera de la pantalla? ¿El revés de Las ruinas circulares de Borges? ¿La realidad dentro de la realidad?¿Cuál de cuál? ¿Acaso los noticieros no se alimentan también de las redes sociales?
Hace ocho años, en su libro Ciudad pánico (Capital Intelectual), Paul Virilio volvía a advertir sobre la desaparición de “una cierta relación con los lugares y con lo real, que se está disolviendo, que se está volviendo evanescente. La contaminación del tamaño natural, la contaminación de las proporciones, no es más que la contaminación de la relación con el mundo”. En julio pasado, la marca de lencería Victoria’s Secret fue cuestionada duramente por “abuso de Photoshop” en sus campañas mediáticas. En octubre, una publicidad de Christian Dior fue prohibida en Inglaterra por el retoque digital de las pestañas de Natalie Portman, atendiendo a un reclamo contra “el engaño de los posibles efectos del producto”. Ya sabemos, la virtualidad es el incesante lifting de lo real.
En la edición 474 de esta revista, el escritor brasileño Bernardo Carvalho comentaba: “La ficción sigue existiendo en Internet. Pero para que tenga algún efecto, necesita provocar daños reales. Internet está llena de ficción, pero la ficción en Internet debe parecer real. (…) Internet es un mundo de creyentes, lo que termina reduciendo la ficción al ámbito de la impostura, de la difamación, de la calumnia”.
¿Contra los demás? ¿Contra uno mismo?
Alguna vez, el antropólogo y poeta Michel Leiris promocionó la confesión como una tauromaquia: un modo muy peligroso de situarse frente a los demás, con la misma urgencia del torero frente a los cuernos de su embestidor. No hace tanto, el músico Andrés Calamaro relató en Twitter cómo asesinó a un heroinómano en Madrid. “Aunque filosóficamente es interesante, y no es nada del otro mundo. Le quité la vida a alguien y tampoco estoy demasiado orgulloso de eso. (…) Fue puro instinto, yo quería defender a los que estaban conmigo. No hubo casi pelea. Digamos que lo maté como a una rata”. Los medios enseguida se hicieron eco. Calamaro, rapidísimo de reflejos, no volvió sobre su narración, sino sobre la naturaleza del soporte, del lugar: “Para mí el Tweety es literatura o provocar pensamientos. Por lo visto es una propuesta que le queda grande a algunos bobinas”.

Reformateando la ficción
Sin dudas, usamos lo ficcional de otro modo. ¿Y qué es lo ficcional en este caso sino un contundente territorio de indeterminaciones que, invariablemente, afecta cualquier otra percepción que tengamos del entorno?
La Web deslizó la ficción a un territorio mucho más interpersonal. Desde bastante antes de las objeciones al alunizaje de 1969 (¿realmente Neil Armstrong pisó la Luna o fue una puesta en escena, todo un montaje en plena Guerra Fría?), la incertidumbre es el gran fantasma de los medios electrónicos. Recordemos el escándalo de Orson Welles en su recreación radial para CBS de La guerra de los mundos , en 1938, cuando gran parte de la audiencia realmente creyó que la Tierra estaba siendo invadida por alienígenas. De modo menos espectacular, más silencioso y definitivo, Internet fue convirtiéndose en un excepcional entorno para reformatear los límites de lo que entendíamos como ficción.
El deslizamiento es claro: Saer todavía concebía la ficción como un campo de pruebas desde donde generar otros relatos de lo posible. Pero hablamos de un tiempo en que las dimensiones de lo privado y lo público eran absolutamente más nítidas. ¿Qué podemos decir de una época donde existe CAM4, que ofrece gratuitamente shows en vivo de “exhibicionistas amateurs”, donde las intimidades pueden interconectarse webcams mediante?
Los Estados, sin embargo, parecen no tener dudas. Volvamos al perro internauta de Paul Steiner. Su juego de identidades hoy estaría en problemas en China. Desde marzo, los usuarios de Weibo (el Twitter chino) deben estar registrados a riesgo de sufrir represalias legales. Ciento veinticinco millones de usuarios tuvieron que identificarse por indicación del buró de Seguridad Pública. Seguramente, la salvaje Doctora Pignata, “abogada derecha y humana”, personaje archiconocido por los usuarios argentinos de Twitter, sería una perseguida política en las tierras de Confucio.
Alguna vez el escritor y editor Luis Chitarroni afirmó que no existía mayor mitología en las últimas cuatro o cinco décadas que la generada por la cultura rock. En innumerables notas producidas por la reciente visita de Lady Gaga a nuestro país, pudimos leer que, así como Madonna oportunamente construyó su personalidad e imagen artística por medio del video y la proliferación de MTV, la autora de Poker Face cimentó la suya a través de las posibilidades brindadas por las redes sociales, especialmente Twitter, Facebook, así también como por Youtube.
¿A alguien podría sorprenderle, en una época en que no existe suplemento o revista de espectáculos que no posea su sección de “lo que dicen los famosos en Twitter”?
Esta multiplicación de los canales de digitales de difusión, comunicación y creación de identidad ¿no es directamente proporcional a la multiplicación de programas televisivos de chimentos, a su tan buena salud de rating?
Y ese husmear en la intimidad de toda clase de figuras públicas ¿no es un género demasiado cercano a la ficción?
¿O es que la ficción como tal es una especie en extinción?
No debería culparse ni al software ni a Internet de esta progresiva sensación de “ficción recolocada y expansiva”. Aunque, por cierto, sea difícil encontrar causas más contundentes. Retomando lo enunciado por Carvalho en Ñ , la ficción parece entenderse más que nunca como la prolongación del discurso de lo real más allá de lo comprobable, ahí donde el show se vuelve peligroso. ¿Pero se trata, tal como lo afirma, de grandes contribuciones al fin de la ficción? ¿O es que lo que entendemos por ficción está transformándose otra vez? Hace años, en un seminario en el Centro Cultural Rojas, pregunté a los asistentes si era improcedente pensar al concepto de ciberespacio –que nace de una ficción del escritor William Gibson– de manera autónoma, de la misma manera en que hablamos de la autonomía del arte. No hubo manera de ponerse de acuerdo.
El gurú mediático canadiense Marshall McLuhan acuñó aquello de “la tecnología es una extensión de nuestro cuerpo y nuestra mente”. En un ensayo relativamente reciente, la crítica cultural alemana Mercedes Bunz revisó esta afirmación puntualizando que esa extensión se concreta mediante un pacto o contrato con el cual todo usuario acepta esta anexión. No somos pocos los que creemos que tal contrato se parece demasiado a aquellos de interminable pequeña letra con las que aceptamos –masivamente sin leer– las condiciones de pertenencia a cualquier red social. Redes sociales en las que todavía –al menos en Occidente– podemos ser un perro sin que nadie se dé cuenta.
¿La realidad fagocita a la ficción o al revés? Hace más de catorce años, en su indispensable La guerra de los sueños , Marc Augé advertía: “Están desapareciendo las mediaciones que permiten desarrollar la identidad, la conciencia de alteridad y los lazos sociales. (…) Esta nueva repartición entre lo real y la ficción condiciona también la circulación entre lo imaginario individual –los sueños–, lo imaginario colectivo –los mitos, ritos y símbolos– y la producción de obras de ficción.” Según la visión del antropólogo francés, lo que conocimos como ficción seguiría siendo ficción y lo real seguiría siendo real, mientras que la novedad estaría dada en otro tipo de distribución.
Veinte años atrás, analizando lo escrito por Jean Baudrillard sobre la Guerra del Golfo ( La Guerra del Golfo no ha tenido lugar , 1991), el artista y téorico del diseño Tomás Maldonado admitía la importancia de debatir cómo las tecnologías informáticas de simulación volvían casi irreconocible el paso de lo virtual a lo real, aunque veía en la negación de los hechos (en su ficcionalización) una negación de lo grave del asunto. “Si es cierto que el cada vez más invasor mundo de la apariencia puede causarnos miedo –y, a mi juicio, en ciertos aspectos justificadamente– no es menos cierto que en la servil aceptación de la apariencia hay, por otro lado, una especie de miedo a la realidad”.
Es necesario, una vez más, realizar una distinción terminológica: si cuando nos referimos a lo virtual lo hacemos teniendo en cuenta su variable digital, lo virtual no es lo contrario o diverso a lo real, sino a lo físico. Lo digital es real, pero todavía sigue discutiéndose si es o no material. Creo que lo que causa incertidumbre –incluso paranoia, miedo y angustia– es la falta de control sobre estos nuevos repartos mencionados por Augé. O dicho de otro modo, las relaciones culturalmente inestables entre lo que denominamos digital y lo que conocemos como ficción.

Cambios culturales
¿Tiene razón Calamaro cuando dice que Twitter es literatura? Creo que deberíamos seguir preguntándonos si lo que entendemos como autonomía de la ficción no pertenece a un período agotado o a punto de agotarse. Con esto no quiero decir que vivamos en la ficción total o que la realidad terminó devorándose a la ficción por completo. Muy por el contrario, tiendo a pensar que todavía sabemos muy poco sobre esta creciente geografía de repartos entre lo ficcional y lo real. Que aún estamos lejos de conocer el presente (y mucho menos el devenir) de las relaciones íntimas entre lo digital y lo ficcional.
Pero los síntomas no se reducen –en absoluto– a Internet y sus efectos. Por un lado, una artista como la británica Tracey Emin –quien expone por estos días en el Malba– es célebre por exhibir una versión de los traumas de su autobiografía en espacios de arte. Por más que la autobiografía sea un género –con todas las codificaciones que esto implica–, Emin lleva explícitamente su vida personal al museo o la galería. En su reverso, otra artista como la argentina Marisa Rubio interpreta personajes de ficción sin nada que señale que está actuando. Así, con nombres inventados, ha dado clases para construir mandalas –a partir de saberes simulados– o participado, con identidades igualmente de fantasía, en programas de televisión dedicados a conflictos personales o sociales. “Mi interés es fundamentalmente interactuar con distintos circuitos o dimensiones dentro de la realidad mediante perfiles diseñados para cada caso –declara Rubio– y que esa interacción sea autosustentable e independiente una de otra.” A partir de estas experiencias, la artista desarrolla una teoría “sobre el análisis de los límites de la actuación fuera del escenario”, donde desarrolla personajes con los que opera en el mundo real.
¿Una estética es el negativo de la otra?¿Se complementan? ¿Son los dos extremos de un mismo fenómeno? ¿Dos versiones extremas de la tauromaquia autobiográfica de Leiris en el siglo XXI?
Por otra parte, los artistas rosarinos Mauricio Caiazza e Inés Martino, que llevan adelante el colectivo Compartiendo Capital, presentaron entre 2003 y 2005 el proyecto PincheCable, en el cual, mediante un folleto, proporcionaron instrucciones precisas sobre cómo colgarse ilegalmente a una conexión de cable. Fueron entonces demandados penalmente por la empresa de TV por cable, acusados de “instigación a cometer delito”. Cuatro años después, mediante una apelación, fueron absueltos, invocando los beneficios de la autonomía artística. “En vez de amedrentar, la insistencia de la empresa de TV por cable otorgó una inesperada visibilidad a una práctica estético-comunicacional que, por otra parte, ya se encontraba desactivada”, comentaron entonces. No es menor que se presenten enunciando: “Internet no cambió nuestra manera de ver y entender el mundo. Internet ES nuestra manera de ver y entender el mundo, nuestro modo de consumir y relacionarnos”.
Cada vez se hace más evidente que el lugar de la ficción es cada vez menos evidente. ¿Cuántos cambios culturales implican estos movimientos? La interacción de lo ficcional y lo digital –entendidos en toda su amplitud, en cada uno de los efectos culturales que ocasionan– siguen redefiniéndose. Seguramente sea tiempo de volver a parafrasear a William Gibson cuando dijo “el futuro ya está aquí, lo que ocurre es que no ha sido equitativamente distribuido”.