Presente y online son sinónimos: hasta los noticieros se alimentan de las redes sociales. Aquí, un análisis de los cambios que marcó lo digital en las nociones de identidad y ficción; una entrevista sobre los temores que genera la tecnología y una zambullida en el universo de los comentaristas, seres anónimos que opinan sobre todo lo que pasa en la Web
"Vivimos en un estado de reality permanente sostenido en lo digital"./Revista Ñ |
Se acuerdan de aquel chiste, reproducido en cientos de libros y
revistas, en el cual un perro le dice a otro mientras manipula una
computadora “en Internet nadie sabe que sos un perro”? Esta viñeta, que
el humorista Peter Steiner publicó en The New Yorker, pronto cumplirá
veinte años. Una época sin blogs ni Facebook ni Twitter y en la cual lo
que llamamos viralidad digital aún estaba en pañales. ¿De qué modo
metabolizamos la creciente presencia de lo digital, del software, en
nuestra vida cotidiana?
¿Aquel perro estaba creando su propia ficción personal?
¿Puede
definirse ficción como un estado de la información? Hace muchos años,
el escritor argentino Juan José Saer la describía como “un salto hacia
lo inverificable”, lo contrario a la negación de una aparente realidad
objetiva. En sus palabras, debía entenderse la ficción como una
investigación de los modos en que construimos lo real. Demasiado tiempo
pasó desde entonces. En aquella época, aún sabíamos perfectamente dónde
localizar ese salto.
Desde su sitio web Fake it! (Falsifícalo!
http://www.digital-selfdefense.com/), los analistas web Pernille
Tranberg y Steffan Heuer comenzaron a promover, hace unos meses,
estrategias de defensa a la intimidad personal, instigando a generar,
para esto, datos distorsionados en las redes sociales. No es que
Internet sea peligrosa: sino que nuestros bienes digitales pueden
vulnerarse fácilmente y cierta reconfiguración de lo ficcional nos
asiste como defensa y prevención.
Vivimos en un estado de reality
permanente sostenido en lo digital. Presente y online tienden a
confundirse en la perfecta sinonimia. Observen a los pasajeros en
cualquier colectivo. Simplemente tomen nota del número de ellos que
permanece absorto con la mirada fija en su iPhone o Blackberry, haciendo
caso omiso a todo lo que sucede a su alrededor. ¿Realidad extendida
dentro y fuera de la pantalla? ¿El revés de Las ruinas circulares de
Borges? ¿La realidad dentro de la realidad?¿Cuál de cuál? ¿Acaso los
noticieros no se alimentan también de las redes sociales?
Hace
ocho años, en su libro Ciudad pánico (Capital Intelectual), Paul
Virilio volvía a advertir sobre la desaparición de “una cierta relación
con los lugares y con lo real, que se está disolviendo, que se está
volviendo evanescente. La contaminación del tamaño natural, la
contaminación de las proporciones, no es más que la contaminación de la
relación con el mundo”. En julio pasado, la marca de lencería Victoria’s
Secret fue cuestionada duramente por “abuso de Photoshop” en sus
campañas mediáticas. En octubre, una publicidad de Christian Dior fue
prohibida en Inglaterra por el retoque digital de las pestañas de
Natalie Portman, atendiendo a un reclamo contra “el engaño de los
posibles efectos del producto”. Ya sabemos, la virtualidad es el
incesante lifting de lo real.
En la edición 474 de esta revista,
el escritor brasileño Bernardo Carvalho comentaba: “La ficción sigue
existiendo en Internet. Pero para que tenga algún efecto, necesita
provocar daños reales. Internet está llena de ficción, pero la ficción
en Internet debe parecer real. (…) Internet es un mundo de creyentes, lo
que termina reduciendo la ficción al ámbito de la impostura, de la
difamación, de la calumnia”.
¿Contra los demás? ¿Contra uno mismo?
Alguna
vez, el antropólogo y poeta Michel Leiris promocionó la confesión como
una tauromaquia: un modo muy peligroso de situarse frente a los demás,
con la misma urgencia del torero frente a los cuernos de su embestidor.
No hace tanto, el músico Andrés Calamaro relató en Twitter cómo asesinó a
un heroinómano en Madrid. “Aunque filosóficamente es interesante, y no
es nada del otro mundo. Le quité la vida a alguien y tampoco estoy
demasiado orgulloso de eso. (…) Fue puro instinto, yo quería defender a
los que estaban conmigo. No hubo casi pelea. Digamos que lo maté como a
una rata”. Los medios enseguida se hicieron eco. Calamaro, rapidísimo de
reflejos, no volvió sobre su narración, sino sobre la naturaleza del
soporte, del lugar: “Para mí el Tweety es literatura o provocar
pensamientos. Por lo visto es una propuesta que le queda grande a
algunos bobinas”.
Reformateando la ficción
Sin
dudas, usamos lo ficcional de otro modo. ¿Y qué es lo ficcional en este
caso sino un contundente territorio de indeterminaciones que,
invariablemente, afecta cualquier otra percepción que tengamos del
entorno?
La Web deslizó la ficción a un territorio mucho más
interpersonal. Desde bastante antes de las objeciones al alunizaje de
1969 (¿realmente Neil Armstrong pisó la Luna o fue una puesta en escena,
todo un montaje en plena Guerra Fría?), la incertidumbre es el gran
fantasma de los medios electrónicos. Recordemos el escándalo de Orson
Welles en su recreación radial para CBS de La guerra de los mundos , en
1938, cuando gran parte de la audiencia realmente creyó que la Tierra
estaba siendo invadida por alienígenas. De modo menos espectacular, más
silencioso y definitivo, Internet fue convirtiéndose en un excepcional
entorno para reformatear los límites de lo que entendíamos como ficción.
El deslizamiento es claro: Saer todavía concebía la ficción como
un campo de pruebas desde donde generar otros relatos de lo posible.
Pero hablamos de un tiempo en que las dimensiones de lo privado y lo
público eran absolutamente más nítidas. ¿Qué podemos decir de una época
donde existe CAM4, que ofrece gratuitamente shows en vivo de
“exhibicionistas amateurs”, donde las intimidades pueden interconectarse
webcams mediante?
Los Estados, sin embargo, parecen no tener
dudas. Volvamos al perro internauta de Paul Steiner. Su juego de
identidades hoy estaría en problemas en China. Desde marzo, los usuarios
de Weibo (el Twitter chino) deben estar registrados a riesgo de sufrir
represalias legales. Ciento veinticinco millones de usuarios tuvieron
que identificarse por indicación del buró de Seguridad Pública.
Seguramente, la salvaje Doctora Pignata, “abogada derecha y humana”,
personaje archiconocido por los usuarios argentinos de Twitter, sería
una perseguida política en las tierras de Confucio.
Alguna vez
el escritor y editor Luis Chitarroni afirmó que no existía mayor
mitología en las últimas cuatro o cinco décadas que la generada por la
cultura rock. En innumerables notas producidas por la reciente visita de
Lady Gaga a nuestro país, pudimos leer que, así como Madonna
oportunamente construyó su personalidad e imagen artística por medio del
video y la proliferación de MTV, la autora de Poker Face cimentó la
suya a través de las posibilidades brindadas por las redes sociales,
especialmente Twitter, Facebook, así también como por Youtube.
¿A
alguien podría sorprenderle, en una época en que no existe suplemento o
revista de espectáculos que no posea su sección de “lo que dicen los
famosos en Twitter”?
Esta multiplicación de los canales de
digitales de difusión, comunicación y creación de identidad ¿no es
directamente proporcional a la multiplicación de programas televisivos
de chimentos, a su tan buena salud de rating?
Y ese husmear en la intimidad de toda clase de figuras públicas ¿no es un género demasiado cercano a la ficción?
¿O es que la ficción como tal es una especie en extinción?
No
debería culparse ni al software ni a Internet de esta progresiva
sensación de “ficción recolocada y expansiva”. Aunque, por cierto, sea
difícil encontrar causas más contundentes. Retomando lo enunciado por
Carvalho en Ñ , la ficción parece entenderse más que nunca como la
prolongación del discurso de lo real más allá de lo comprobable, ahí
donde el show se vuelve peligroso. ¿Pero se trata, tal como lo afirma,
de grandes contribuciones al fin de la ficción? ¿O es que lo que
entendemos por ficción está transformándose otra vez? Hace años, en un
seminario en el Centro Cultural Rojas, pregunté a los asistentes si era
improcedente pensar al concepto de ciberespacio –que nace de una ficción
del escritor William Gibson– de manera autónoma, de la misma manera en
que hablamos de la autonomía del arte. No hubo manera de ponerse de
acuerdo.
El gurú mediático canadiense Marshall McLuhan acuñó
aquello de “la tecnología es una extensión de nuestro cuerpo y nuestra
mente”. En un ensayo relativamente reciente, la crítica cultural alemana
Mercedes Bunz revisó esta afirmación puntualizando que esa extensión se
concreta mediante un pacto o contrato con el cual todo usuario acepta
esta anexión. No somos pocos los que creemos que tal contrato se parece
demasiado a aquellos de interminable pequeña letra con las que aceptamos
–masivamente sin leer– las condiciones de pertenencia a cualquier red
social. Redes sociales en las que todavía –al menos en Occidente–
podemos ser un perro sin que nadie se dé cuenta.
¿La realidad
fagocita a la ficción o al revés? Hace más de catorce años, en su
indispensable La guerra de los sueños , Marc Augé advertía: “Están
desapareciendo las mediaciones que permiten desarrollar la identidad, la
conciencia de alteridad y los lazos sociales. (…) Esta nueva
repartición entre lo real y la ficción condiciona también la circulación
entre lo imaginario individual –los sueños–, lo imaginario colectivo
–los mitos, ritos y símbolos– y la producción de obras de ficción.”
Según la visión del antropólogo francés, lo que conocimos como ficción
seguiría siendo ficción y lo real seguiría siendo real, mientras que la
novedad estaría dada en otro tipo de distribución.
Veinte años
atrás, analizando lo escrito por Jean Baudrillard sobre la Guerra del
Golfo ( La Guerra del Golfo no ha tenido lugar , 1991), el artista y
téorico del diseño Tomás Maldonado admitía la importancia de debatir
cómo las tecnologías informáticas de simulación volvían casi
irreconocible el paso de lo virtual a lo real, aunque veía en la
negación de los hechos (en su ficcionalización) una negación de lo grave
del asunto. “Si es cierto que el cada vez más invasor mundo de la
apariencia puede causarnos miedo –y, a mi juicio, en ciertos aspectos
justificadamente– no es menos cierto que en la servil aceptación de la
apariencia hay, por otro lado, una especie de miedo a la realidad”.
Es
necesario, una vez más, realizar una distinción terminológica: si
cuando nos referimos a lo virtual lo hacemos teniendo en cuenta su
variable digital, lo virtual no es lo contrario o diverso a lo real,
sino a lo físico. Lo digital es real, pero todavía sigue discutiéndose
si es o no material. Creo que lo que causa incertidumbre –incluso
paranoia, miedo y angustia– es la falta de control sobre estos nuevos
repartos mencionados por Augé. O dicho de otro modo, las relaciones
culturalmente inestables entre lo que denominamos digital y lo que
conocemos como ficción.
Cambios culturales
¿Tiene
razón Calamaro cuando dice que Twitter es literatura? Creo que
deberíamos seguir preguntándonos si lo que entendemos como autonomía de
la ficción no pertenece a un período agotado o a punto de agotarse. Con
esto no quiero decir que vivamos en la ficción total o que la realidad
terminó devorándose a la ficción por completo. Muy por el contrario,
tiendo a pensar que todavía sabemos muy poco sobre esta creciente
geografía de repartos entre lo ficcional y lo real. Que aún estamos
lejos de conocer el presente (y mucho menos el devenir) de las
relaciones íntimas entre lo digital y lo ficcional.
Pero los
síntomas no se reducen –en absoluto– a Internet y sus efectos. Por un
lado, una artista como la británica Tracey Emin –quien expone por estos
días en el Malba– es célebre por exhibir una versión de los traumas de
su autobiografía en espacios de arte. Por más que la autobiografía sea
un género –con todas las codificaciones que esto implica–, Emin lleva
explícitamente su vida personal al museo o la galería. En su reverso,
otra artista como la argentina Marisa Rubio interpreta personajes de
ficción sin nada que señale que está actuando. Así, con nombres
inventados, ha dado clases para construir mandalas –a partir de saberes
simulados– o participado, con identidades igualmente de fantasía, en
programas de televisión dedicados a conflictos personales o sociales.
“Mi interés es fundamentalmente interactuar con distintos circuitos o
dimensiones dentro de la realidad mediante perfiles diseñados para cada
caso –declara Rubio– y que esa interacción sea autosustentable e
independiente una de otra.” A partir de estas experiencias, la artista
desarrolla una teoría “sobre el análisis de los límites de la actuación
fuera del escenario”, donde desarrolla personajes con los que opera en
el mundo real.
¿Una estética es el negativo de la otra?¿Se
complementan? ¿Son los dos extremos de un mismo fenómeno? ¿Dos versiones
extremas de la tauromaquia autobiográfica de Leiris en el siglo XXI?
Por
otra parte, los artistas rosarinos Mauricio Caiazza e Inés Martino, que
llevan adelante el colectivo Compartiendo Capital, presentaron entre
2003 y 2005 el proyecto PincheCable, en el cual, mediante un folleto,
proporcionaron instrucciones precisas sobre cómo colgarse ilegalmente a
una conexión de cable. Fueron entonces demandados penalmente por la
empresa de TV por cable, acusados de “instigación a cometer delito”.
Cuatro años después, mediante una apelación, fueron absueltos, invocando
los beneficios de la autonomía artística. “En vez de amedrentar, la
insistencia de la empresa de TV por cable otorgó una inesperada
visibilidad a una práctica estético-comunicacional que, por otra parte,
ya se encontraba desactivada”, comentaron entonces. No es menor que se
presenten enunciando: “Internet no cambió nuestra manera de ver y
entender el mundo. Internet ES nuestra manera de ver y entender el
mundo, nuestro modo de consumir y relacionarnos”.
Cada vez se hace
más evidente que el lugar de la ficción es cada vez menos evidente.
¿Cuántos cambios culturales implican estos movimientos? La interacción
de lo ficcional y lo digital –entendidos en toda su amplitud, en cada
uno de los efectos culturales que ocasionan– siguen redefiniéndose.
Seguramente sea tiempo de volver a parafrasear a William Gibson cuando
dijo “el futuro ya está aquí, lo que ocurre es que no ha sido
equitativamente distribuido”.