jueves, 10 de abril de 2014

Lecciones de anatomía de la moda

Un historiador sostiene que en verdad la ropa es una construcción social para ocultar, capaz de delatar inseguridades y ­desigualdades

Minifalda. Las piernas de tero de la modelo y actriz Twiggy simbolizaron la espiritualidad de los años 60.
Lady Gaga. Aquí, vestida con un escandaloso atuendo confeccionado totalmente con bifes de carne.
Hibridación.En países como Japón, las tendencias del vestir fusionan estilos globales y propios./revista Ñ
El vestirse y calzarse tiene tres funciones básicas: proporcionar abrigo, confort y protección. Una vez cumplid os estos requerimientos, podría argumentarse que todo lo que vino después no refleja necesidad, sino moda. Una disciplina a la que ha dedicado su vida el británico Colin McDowell, primero como diseñador y, posteriormente, como historiador, escritor, articulista y profesor de esta materia.
Condecorado en el año 2008 con la Orden del Imperio Británico “por sus servicios a la moda” del país, su último trabajo también está vinculado a este mundo, pero desde una nueva perspectiva: en The Anatomy of Fashion de la editorial Phaidon, el autor explora el modo en que nos vestimos, partiendo de las diferentes partes de la anatomía. Un ángulo desde el que realiza un exhaustivo examen del cuerpo humano y su relación con las diferentes vestimentas y complementos que lo han cubierto a lo largo de la historia: desde las sandalias y las togas romanas hasta los sofisticados Blahniks y los trajes de noche de Christian Dior. De las toscas pieles que se empezaron a llevar 40.000 años antes de nuestra era al vestido hecho con filetes de carne lucido por Lady Gaga en el año 2010. De los polisones, complicados armazones que hacían resaltar los traseros de las damas del siglo XIX, a los sujetadores wonderbra que tan mágicamente realzaban el busto de las de finales del XX.
Para el historiador, las prendas que nos visten o han vestido desde hace siglos no dejan de ser una construcción social. Un reflejo de la historia humana y de sus numerosos componentes, que abarcan tanto los cambios tecnológicos como los culturales. Sin olvidar el papel de la mayoría de las religiones en dictar lo que se puede o no llevar. Ni la estrecha relación del vestir con el poder y, por supuesto, con la sexualidad.
“Hacía tiempo que tenía la sensación de que, en la moda, siempre miramos el cuadro completo, sin reparar que está hecha de diferentes pedazos –explica el autor–. Entonces, se me ocurrió dividir el cuerpo, anatomizarlo, y explicar el cómo y el porqué algunas de sus partes tanto han sido mostradas sin reparos como ocultadas.” Un proyecto ambicioso, que McDowell tardó casi cuatro años en completar y en el que fueron vitales su extensa biblioteca, sus miles de revistas sobre moda, su “muy buena memoria” y su larga experiencia en un mundo que le fascina.
Su Anatomía empezó a gestarse por la cabeza. El día en el que, conversando con alguien sobre las referencias al cabello femenino en la Biblia, acabaron hablando de cómo las mujeres, hasta principios del siglo pasado, tenían que llevar sombrero, porque el cabello era considerado algo peligrosamente sexual. “La cabeza es el centro de la personalidad, esa parte del cuerpo con la que percibimos el mundo”, escribe antes de detallar los múltiples modos de protegerla, decorarla o cubrirla.
Le siguen el cuello, parte vulnerable y erógena y, en el mundo masculino, también un símbolo de poder; el rostro, los hombros, el torso, el busto, la espalda, los brazos, las manos, las muñecas y la cintura. Cada uno tiene sus prioridades y requerimientos: las manos necesitan más libertad de movimientos, pero, a la vez, protección; las muñecas parece que tengan necesidad de ser decoradas; los brazos, tan expresivos, se tapaban o no en función de la cultura: llevarlos cubiertos, para los sumerios, era un sinónimo de barbarie, ya que lo asociaban con la forma de vestir de las gentes de climas fríos.
El cuerpo en la pasarela y la calle
McDowell también disecciona el cuerpo de la cintura para abajo, “la parte más erótica y más activa” de la silueta humana y que, tradicionalmente, por motivos de pudor, ha sido la menos visible. Una constante que fascina al autor: la obsesión cultural por ocultar. Esta dinámica, especialmente dirigida a las mujeres, fue la tendencia (y sigue siéndolo en muchos lugares) durante siglos.
“El cabello no ha sido el único elemento que esconder”, señala McDowell, quien pone como ejemplo un pasaje de El Gatopardo en el que el príncipe de Salina explica que, pese a haber estado casado durante muchos años y haber tenido varios hijos con ella, nunca ha visto a su mujer desnuda. “Durante siglos, las prendas de mujer llegaban hasta el suelo, tapándoles hasta los pies… Las piernas no empezaron a mostrarse hasta mediados del siglo XX: se las consideraba demasiado eróticas. Era tal el misterio de lo que escondían las faldas que, a finales del XIX, a los hombres les excitaba hasta límites insospechados el fru-fru que se producía con el chocar las capas de tejidos de las que estaban hechas”, relata el autor.
No fue hasta los años veinte del siglo pasado cuando, muy tímidamente, la gente empezó a quitarse la ropa. “Fue cuando emergió la llamada cultura de la playa, aunque en los inicios iban a la playa casi completamente vestidos, como si caminaran por la calle…”, puntualiza.
Progresivamente, ese empezar a desprenderse de la ropa hizo que hombres y mujeres comenzaran a ser conscientes de su cuerpo y de los cuerpos de los otros: “Y cuando uno empieza a sentirse así es cuando la moda entra en esta ecuación. La vanidad está ligada con la inseguridad”, asegura.
Hoy, en cambio, mostrar es el signo de los tiempos. “La moda, una vez lograda su finalidad básica: abrigarnos, se convirtió en una declaración de poder”, afirma. “Y en la actualidad, en especial para las mujeres, tener una buena silueta es una forma de poder”. Por eso, las que pueden la enseñan, sin reparos: “Hoy, en cualquier gala o acto un poco glamuroso, ¿cuántas mujeres llevan faldas largas y chaquetas que les tapan los hombros? Prácticamente todas van virtualmente en topless o marcando silueta. Las estrellas visten así porque creen que eso es lo que el público quiere que lleven”. ¿Es eso positivo para el feminismo o un retroceso? “Son preguntas que podrían implicar escribir veinte libros para responderlas”, contesta.
Lo que sí tiene claro McDowell es que la industria de la moda está pensada para la gente que se cuida el cuerpo. “No sé si potencia la delgadez, pero da unas indicaciones muy fuertes para ello. Si alguien joven quiere lucir ropa muy de moda para ir a una discoteca, si tiene sobrepeso no encontrará nada de su talla...”. Sucede lo mismo para la madre y para la abuela, pero, señala, en el ámbito de los hombres, las cosas ya son distintas: “A nadie le importa realmente si el papá engorda un poco, eso está bien. Le hace parecer sólido, alguien de quien fiarse. Y, por supuesto, le hace dejar de ser visto como un objeto sexual”.
Talles y gustos
El sexo es un factor intrínseco en este mundo, donde la fantasía tiene también un papel clave. Para McDowell es imposible obviar el componente de evasión de la moda, bellamente orquestado por las revistas especializadas, “que hacen que esas prendas parezcan tremendamente sexis. Nos llevan a un mundo de fantasía, donde los modelos somos nosotros”.
Sin embargo, su defensa de la importancia de esta industria es contundente: “A los que la califican como una disciplina frívola y menor les diría que salieran a la calle, miraran a la gente y, al volver a casa, se pusieran a pensar”. Para él, la moda es un cimiento para todo el mundo a excepción, quizás, de “la gente que vive en órdenes religiosas, los insensatos o los muy, muy pobres”.
Para el resto, asegura, es parte de sus vidas. Incluso para ese marido que asegura que la moda no le interesa, pero que, cada mañana, al escoger la corbata, está haciendo una declaración de principios sobre el tema. “La forma de vestir de cada uno se convierte en una forma de proyectarnos. Es una de las cosas más importantes de nuestra psique”.
En The Anatomy of Fashion hay también un amplio espacio dedicado al abanico de estilos que la moda ha adaptado a lo largo de la historia. Andrógino, deportivo, clásico, dandi, excéntrico, étnico, grunge, hippy, militar, ostentoso, religioso, romántico, urbano, vaquero… De la A a la Z, McDowell desgrana las diferentes tendencias que, en especial a partir del siglo pasado, se han sucedido con gran velocidad. “Hasta entonces, los cambios en la moda habían sido relativamente lentos: podían pasar siglos enteros con mínimas variaciones en el vestir. Yo diría que fue a partir de los setenta cuando los estilos empezaron a cambiar cada vez a mayor velocidad”. Las razones, según él, tienen que ver con que la calidad de la ropa empezó a no tener tanta importancia. Se pasó del eterno y fiable “traje de ir a trabajar” o del único “vestido para las fiestas” a un consumo más voraz, liderado por los jóvenes.
“Es el consumo promiscuo: cómpralo hoy, porque te gusta, y tíralo mañana, porque mañana te gustará otra cosa... Es ahí donde va toda la industria de la moda”, resume. El experto expresa la máxima admiración hacia Zara, una de las abanderadas de esta nueva tendencia. “Tiene estilo, sofisticación. Creo que son fabulosos. Allí pueden vestirse las niñas, las jóvenes y las abuelas… Se merecen todo el éxito que tienen”.
McDowell discrepa de quienes creen que firmas como Zara han democratizado la moda porque, sencillamente, para él la moda no es democrática, ya que funciona “a partir de inseguridades y, ciertamente, ­desigualdades”. Con esta afirmación rompe de paso con otra creencia, aquella de que la elegancia no es una cuestión de dinero. “Sí, sí que lo es: si usted se compra un traje que vale cien y, poco después, se compra otro que vale el triple, este último le quedará mejor y hará que el primero le parezca horrendo. Un abrigo de cachemira también le sentará de maravilla. Cuanto más se gaste, mejor aspecto tendrá”, asegura.
“Pero el problema, el eterno problema –añade–, es que mucha gente que tiene dinero se lo gasta en otras cosas, como en cenas deliciosas en los mejores restaurantes, donde beben y comen quizá demasiado, y en vacaciones en lugares remotos, donde toman mucho el sol y pasan quizá demasiado tiempo tumbados… Así que, por supuesto, tienen el dinero para comprar la ropa, pero no suelen tener la figura para lucirla.”
© La Vanguardia