Me he pasado este jueves y este viernes, después de la noticia de la muerte del más grande escritor de nuestra historia, releyendo varios libros de García Márquez
Gabriel García Márquez produjo llantos y palpitaciones tristes en los corazones de sus millones de lectores en el mundo/elespectador.com |
Lo hice como quien lee los Evangelios: con devoción, con intensidad,
emocionado. Y si en un primer momento recibí la noticia tranquilo y
resignado (no hay muerte menos infeliz que la de morirse de viejo,
rodeado de las personas queridas, según la receta de los versos de Jorge
Manrique, que Gabo consideraba los mejores del castellano: “cercado de
su mujer / y de sus hijos y hermanos”), a medida que iba releyendo
pedazos de sus libros, y mientras me iba metiendo hora a hora en la
fluidez hipnótica de su prosa, la tristeza iba creciendo en mí por
oleadas, hasta llegar al llanto.
Es triste que la mente de un
genio semejante pueda apagarse para siempre; es triste que de su voz
compasiva, de su humor leve y fresco como el aire, de sus profundos
apuntes sobre la bondad y la maldad humana, ya no quede sino ese rastro
de palabras. Y no porque sean poca cosa —son muchísimo, son lo único que
siempre queda de un escritor— sino porque su genio prodigioso ya no
podrá volver a regalarnos otras historias parecidas a esas con las que
convirtió este territorio violento y desolado, en un país de ensueño,
fabuloso, en el que los malos son malos a pesar de ellos y en el que la
dignidad, la decencia y la poesía parecen siempre posibles.
Del
García Márquez que tuve la suerte de conocer quisiera recordar unos
pocos episodios felices. La primera vez que lo vi en carne y hueso fue
en Santiago de Cuba, a finales del siglo pasado. Yo acababa de hacer una
reseña agria de Noticia de un secuestro, que había salido en El
Espectador, y a él le habían enviado esa nota por fax. Yo quería
esconderme de vergüenza porque en ese artículo (“La paja en el libro
ajeno”) señalaba —con inútil pedantería— algunos errores de ortografía,
como poner “haber”, en vez de “a ver”, al contestar el teléfono. Él me
dijo: “tienes razón en eso, pero no comprendo por qué se dice “a ver” si
por teléfono no se ve nada”. Un día más tarde, durante una comida, puso
su mano en mi rodilla y dijo: “Esto no lo oigas tú: lo malo es que en
Colombia no hay críticos, sino correctores de pruebas”. Una revancha
dulce y acertada.
Más tarde nos invitó a William Ospina y a mí a
su casa, “para que conozcan al duro de Cuba”. Ese hombre duro nunca me
ha gustado, y yo no quise ir, pero William me contó al día siguiente lo
que Gabo mandó decir: “Hazle fieros a Héctor”. Nunca me arrepentí de no
haber ido. García Márquez tuvo muchos amigos, algunos admirables, como
Graham Greene; también se permitió uno impresentable, como Fidel Castro.
Hay que perdonárselo, como se les perdona a otros escritores haber sido
amigos de Bush o recibir condecoraciones de Pinochet. A veces el poder
es irresistible y hay gente buena con malas compañías. Ser un escritor
genial no incluye la obligación de ser un santo.
Lo vi otras
veces, en México y en Cartagena. Una vez, junto a Paco Porrúa y a Rubem
Fonseca, recitamos poemas en Guadalajara, entre ellos las Coplas de don
Jorge Manrique. Otra vez, sin chistar, me dedicó Historia de un
deicidio, de Vargas Llosa, debajo de la misma dedicatoria del peruano.
“Para Héctor, a pesar de todo”, puso con sorna. A una de mis esposas le
dio los espaguetis con su propio tenedor, “porque estás muy flaquita”, y
a otra le dedicó pacientemente todos los libros que quiso, para las
niñas de la escuela donde es maestra. “Ahora voy a imitarte y en
adelante seré monógamo, como tú con Mercedes”, le dije, y nos reímos.
Como
sé que a García Márquez le encantaban las hipérboles (exagerar es la
mejor manera de que a uno le entiendan) quiero terminar con una
exageración en la que creo: en estas repúblicas recientes, él fue
nuestro Homero, el que escribió las sagas fundadoras de nuestra historia
real e imaginaria. El corazón de Gabo ha dejado de latir, pero sus
leyendas seguirán vivas en nosotros, mientras en el mundo palpiten
corazones de lectores.