En los actos públicos, hablar después de Fernando Vallejo es muy difícil, porque él deja en el aire dos de los signos en que más se reconoce la humanidad, el signo de la indignación y el signo de la rebelión
Fernando Vallejo, autor colombiano de La virgen de los sicarios./elespectador.com |
Y porque en su caso uno no sabe qué admirar más: si la ferocidad de los temas o la gracia del estilo.
Pero
también, como se lo dije un día a un periodista que nos entrevistaba,
porque Fernando lucha contra cosas que vuelan a leguas por encima de
nuestras frivolidades cotidianas: él quiere que aprendamos a respetar y
querer a los animales; que como especie no pesemos sobre el planeta; que
abandonemos la mansedumbre ante el poder, que ha convertido en todas
partes a la democracia en una descarada complicidad de las mayorías
manipulables con ambiciosos que se reparten el tesoro público y deciden
la paz y la guerra, la degradación de la naturaleza y el destino de la
especie.
No habla para agradar, sino, como él mismo lo dice, para
molestar. Y eso es muy raro en estos tiempos de demagogia y de
adulación: cuando la publicidad soborna y la política chantajea, cuando
la religión endulza a la clientela y los medios nos venden la realidad
como espectáculo y nos dicen con cara de palo que cuatro y ocho son lo
mismo. Rugir es un arte que ya no se practica, porque esta es la edad de
la zalamería del mercado.
Reconozco que yo soy más crédulo. Creo a
veces en los que afirman querer cambiar a la humanidad. A veces me dejo
aturdir por la ilusión de que la política puede cambiar en algo la
injusticia de este mundo, pero es Fernando quien tiene razón. Como dijo
el maestro Hölderlin: “Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado
su cielo, se ha construido su infierno”. Ahora bien: pienso que las
iglesias han hecho mucho daño, pero también que mucha gente honrada y
buena encuentra en la religión un consuelo frente a los horrores de la
realidad.
Y ambos creemos en Dios. Yo, porque necesito alguien o
algo a quien atribuirle el orden misterioso del universo y la belleza
del mundo. Él, porque necesita alguien a quien atribuirle tanto horror y
tanta maldad. Casi todo el que se enfrenta con Dios termina atrapado en
sus garras. Pero Dios, si no lo pensamos como un tirano barbado e
implacable, y ni siquiera como una persona, también puede ser un
consuelo para la imaginación, un signo misterioso para hablar de la
complejidad del mundo, del secreto de sus leyes, del respeto por lo
desconocido, de la reverencia ante lo asombroso, ante todo lo que la
razón no puede explicar.
Vallejo afirma que la humanidad no debe
reproducirse, y lo dice con furia, porque estamos multiplicando una
especie cada vez más depredadora y más frívola. Pero en sus libros los
jóvenes son bellos y deseables, y todos quedamos con la sensación
agradecida de que la vida debería ser distinta y de que vivir vale la
pena.
A mí sinceramente me gusta que exista la humanidad. Con
todas sus pestes, sus desvaríos y sus crímenes, la humanidad es lo único
que tenemos, para admirar y para condenar. Y debo decir algo que
alarmaría a Fernando: si no fuera por los crímenes de la humanidad, tal
vez su prosa no tendría tanta fuerza, porque la maldad humana es el aire
que sostiene sus alas. Los moralistas sólo tienen sentido como
adversarios de la maldad, como denunciadores de los errores del mundo;
sus palabras sólo tienen sentido si el mundo puede ser mejorado, si
tiene la opción de ser distinto.
Borges dijo que Voltaire se había
empeñado en demostrar que el universo es apenas un escenario de
catástrofes y maldades, pero que lo hizo con tanta gracia y prodigalidad
que el efecto de sus palabras no es de desolación sino todo lo
contrario. “¿Cómo podría el universo ser malvado si ha producido un
hombre como Voltaire?”.
Fernando Vallejo tiene un humor tan
festivo y tan brillante que, después de oírlo tronar contra los poderes y
los horrores, uno siente que vale la pena estar aquí, que vale la pena
indignarse, y hasta acepta que hay que destituir a los ambiciosos y a
los insensibles.
Que alguien nos explique por qué cuando uno lee
los libros de Fernando Vallejo, que denuncian toda la malignidad de la
historia, a cada instante tiene que hacer un alto para reírse, porque
todo lo que dice es expresivo y agudo, desnuda vanidades y derrumba
prestigios, y no deja títere con cabeza, y manda a los perros al cielo y
a los monarcas al infierno.
El carnaval de la vida también le
arranca sonrisas: dice que a María Félix se le olvidó morirse, que vio
en sueños a Octavio Paz empujando una carreta cargada de sus versos
rumbo al olvido, que Rufino José Cuervo murió en París, cuando iba
apenas por la letra D de su diccionario: “Tan lejos de Colombia y de la
Zeta”. Habla mal de los poetas de hoy, y sienta el acta de defunción de
la Poesía, pero hay que ver su cara cuando oye unos versos de León de
Greiff o de san Juan de la Cruz, hay que oírlo decir el poema Lo fatal
de Rubén Darío.
Fernando denuncia al mal: se lo atribuye a Dios, a
la Iglesia, a los políticos, a los corruptos, a los ambiciosos, a los
que se reproducen, a los que devoran a sus congéneres. O sea que
Fernando cree en el bien, es más: lo encarna. Finge ser malo, reclama
para sí la etiqueta de hereje y el olor del azufre satánico, pero la
suya es una manera secreta y engañadora de ser santo.
Yo imito el argumento de Borges: ¿cómo podría el universo ser malvado si ha producido un hombre como Fernando Vallejo?