martes, 9 de septiembre de 2014

Vallejo

 En los actos públicos, hablar después de Fernando Vallejo es muy difícil, porque él deja en el aire dos de los signos en que más se reconoce la humanidad, el signo de la indignación y el signo de la rebelión

Fernando Vallejo, autor colombiano de La virgen de los sicarios./elespectador.com
Y porque en su caso uno no sabe qué admirar más: si la ferocidad de los temas o la gracia del estilo.
Pero también, como se lo dije un día a un periodista que nos entrevistaba, porque Fernando lucha contra cosas que vuelan a leguas por encima de nuestras frivolidades cotidianas: él quiere que aprendamos a respetar y querer a los animales; que como especie no pesemos sobre el planeta; que abandonemos la mansedumbre ante el poder, que ha convertido en todas partes a la democracia en una descarada complicidad de las mayorías manipulables con ambiciosos que se reparten el tesoro público y deciden la paz y la guerra, la degradación de la naturaleza y el destino de la especie.
No habla para agradar, sino, como él mismo lo dice, para molestar. Y eso es muy raro en estos tiempos de demagogia y de adulación: cuando la publicidad soborna y la política chantajea, cuando la religión endulza a la clientela y los medios nos venden la realidad como espectáculo y nos dicen con cara de palo que cuatro y ocho son lo mismo. Rugir es un arte que ya no se practica, porque esta es la edad de la zalamería del mercado.
Reconozco que yo soy más crédulo. Creo a veces en los que afirman querer cambiar a la humanidad. A veces me dejo aturdir por la ilusión de que la política puede cambiar en algo la injusticia de este mundo, pero es Fernando quien tiene razón. Como dijo el maestro Hölderlin: “Siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, se ha construido su infierno”. Ahora bien: pienso que las iglesias han hecho mucho daño, pero también que mucha gente honrada y buena encuentra en la religión un consuelo frente a los horrores de la realidad.
Y ambos creemos en Dios. Yo, porque necesito alguien o algo a quien atribuirle el orden misterioso del universo y la belleza del mundo. Él, porque necesita alguien a quien atribuirle tanto horror y tanta maldad. Casi todo el que se enfrenta con Dios termina atrapado en sus garras. Pero Dios, si no lo pensamos como un tirano barbado e implacable, y ni siquiera como una persona, también puede ser un consuelo para la imaginación, un signo misterioso para hablar de la complejidad del mundo, del secreto de sus leyes, del respeto por lo desconocido, de la reverencia ante lo asombroso, ante todo lo que la razón no puede explicar.
Vallejo afirma que la humanidad no debe reproducirse, y lo dice con furia, porque estamos multiplicando una especie cada vez más depredadora y más frívola. Pero en sus libros los jóvenes son bellos y deseables, y todos quedamos con la sensación agradecida de que la vida debería ser distinta y de que vivir vale la pena.
A mí sinceramente me gusta que exista la humanidad. Con todas sus pestes, sus desvaríos y sus crímenes, la humanidad es lo único que tenemos, para admirar y para condenar. Y debo decir algo que alarmaría a Fernando: si no fuera por los crímenes de la humanidad, tal vez su prosa no tendría tanta fuerza, porque la maldad humana es el aire que sostiene sus alas. Los moralistas sólo tienen sentido como adversarios de la maldad, como denunciadores de los errores del mundo; sus palabras sólo tienen sentido si el mundo puede ser mejorado, si tiene la opción de ser distinto.
Borges dijo que Voltaire se había empeñado en demostrar que el universo es apenas un escenario de catástrofes y maldades, pero que lo hizo con tanta gracia y prodigalidad que el efecto de sus palabras no es de desolación sino todo lo contrario. “¿Cómo podría el universo ser malvado si ha producido un hombre como Voltaire?”.
Fernando Vallejo tiene un humor tan festivo y tan brillante que, después de oírlo tronar contra los poderes y los horrores, uno siente que vale la pena estar aquí, que vale la pena indignarse, y hasta acepta que hay que destituir a los ambiciosos y a los insensibles.
Que alguien nos explique por qué cuando uno lee los libros de Fernando Vallejo, que denuncian toda la malignidad de la historia, a cada instante tiene que hacer un alto para reírse, porque todo lo que dice es expresivo y agudo, desnuda vanidades y derrumba prestigios, y no deja títere con cabeza, y manda a los perros al cielo y a los monarcas al infierno.
El carnaval de la vida también le arranca sonrisas: dice que a María Félix se le olvidó morirse, que vio en sueños a Octavio Paz empujando una carreta cargada de sus versos rumbo al olvido, que Rufino José Cuervo murió en París, cuando iba apenas por la letra D de su diccionario: “Tan lejos de Colombia y de la Zeta”. Habla mal de los poetas de hoy, y sienta el acta de defunción de la Poesía, pero hay que ver su cara cuando oye unos versos de León de Greiff o de san Juan de la Cruz, hay que oírlo decir el poema Lo fatal de Rubén Darío.
Fernando denuncia al mal: se lo atribuye a Dios, a la Iglesia, a los políticos, a los corruptos, a los ambiciosos, a los que se reproducen, a los que devoran a sus congéneres. O sea que Fernando cree en el bien, es más: lo encarna. Finge ser malo, reclama para sí la etiqueta de hereje y el olor del azufre satánico, pero la suya es una manera secreta y engañadora de ser santo.
Yo imito el argumento de Borges: ¿cómo podría el universo ser malvado si ha producido un hombre como Fernando Vallejo?