A siete siglos del nacimiento de Boccaccio, el escritor y ensayista Alberto Manguel reivindica no solo su dimensión literaria, sino también la del pensador y el humanista
El escritor italiano Giovanni Boccaccio, 1313-1375 /elpais.com |
La Fortuna, como los contemporáneos de Boccaccio bien sabían, hace
que, para la posteridad, nuestra persona sea pocas veces la que nosotros
imaginamos. Boccaccio se definió a sí mismo ante todo como poeta, como
estudioso de las lenguas, como pensador, y sólo en última instancia como
narrador: la ficción le importaba menos que la filosofía y la historia,
o le importaba sobre todo como vehículo para la filosofía y la
historia.
Fue un precursor iluminado de la gran literatura renacentista, y pudo
escribir tanto en el latín de su amado Cicerón como en la nueva lengua
toscana que compartió con Dante y Petrarca. Este último fue su maestro y
lo incitó a conocer los clásicos paganos, pero Dante fue su ídolo. Como
crítico literario, Boccaccio fue uno de los primeros y más astutos
lectores de Dante, y el autor de su primera importante biografía,
estableciendo el método de lectura de la Comedia (a la cual dio
el epíteto de “divina”) empleado aún hoy por los especialistas
dantescos, que consiste en analizar el poema canto por canto y verso por
verso (antes de su muerte en 1375 sólo llegó a comentar los diecisiete
primeros cantos del Infierno). Como lingüista, Boccaccio se convirtió en
uno de los más ardientes defensores de la lengua y la literatura
griegas en Italia, ufanándose de haber rescatado a Homero para sus
contemporáneos. Como narrador, compuso una de las primeras novelas
psicológicas, la epistolar Elegía de Madonna Fiametta y también, sobre todo, una de las más entretenidas colecciones de cuentos de todos los tiempos, El Decamerón.
Los herederos de Boccaccio son numerosos y a veces inesperados. En Inglaterra, Chaucer compuso sus Cuentos de Canterbury inspirado en su lectura de El Decamerón, y Shakespeare conoció su Filostrato antes de escribir Troilo y Crésida. Sus Poemas pastorales
ayudaron a popularizar en Italia el género que luego retomaron
Garcilaso y Góngora en España y su humor, inteligencia y desenfado
pueden sentirse en autores tan diversos como Rabelais y Bertold Brecht,
Mark Twain y Karel Capek, Gómez de la Serna e Italo Calvino.
Es sorprendente que sólo El Decamerón haya sobrevivido al
descuido y a la pereza de los lectores y si hoy, ocho siglos después de
su nacimiento, decimos que Boccaccio es un clásico, es a esa prodigiosa
colección de narraciones que el autor debe su fama. El resto de sus
notables escritos —desde su revolucionario compendio prefeminista, Acerca de mujeres famosas, hasta su monumental Genealogía de los dioses paganos— han sido mayormente olvidados. Su obra más célebre, El Decamerón,
es recordada menos como un gran fresco literario, inmenso retrato de la
apasionada y compleja Italia del siglo XIV, que como una recopilación
de anécdotas más o menos escabrosas, juzgadas obscenas. Para la mayoría
del público, sobre todo para aquellos que no lo han leído, El Decamerón
consiste exclusivamente en bromas soeces, adulterios, infidelidades y
orgías protagonizadas por campesinos priápicos, aldeanas ninfómanas,
nobles insaciables, curas lúbricos y monjas desvergonzadas.
Casi desde su difusión inicial, la censura contribuyó en no poca medida a la celebridad de Boccaccio. El Decamerón fue condenado desde el púlpito, incluido en el Index
de la Iglesia católica, tachado de pornografía por las autoridades
aduaneras del mundo entero y echado a la hoguera en sitios tan diversos
como el sur de Estados Unidos y la China de Mao. Durante el franquismo,
audaces libreros vendían a escondidas ejemplares pirateados,
empaquetados en papel marrón.
Por supuesto, a pesar de la constreñida lectura de los censores, la calidad erótica de El Decamerón
es sólo uno de sus matices, y por cierto no el más importante. Bajo la
sombra de la terrible peste que azotó Florencia en el siglo XIV, los
cuentos que comparten los diez jóvenes que escapan de la ciudad
contaminada son una crónica del mundo en el que viven. Amores,
tragedias, embustes, traiciones, amistades fieles, promesas cumplidas e
incumplidas, confabulaciones, crisis de fe, subversiones y momentos de
epifanía componen un mosaico bullicioso y sobrecogedor en el que la
peste que enmarca a los narradores (y a la narración misma) se convierte
en una suerte de memento mori, recordándoles a la vez su
propia mortalidad y su inescapable condición de seres conscientes en un
mundo difícil e injusto. Boccaccio consideraba la Comedia de Dante como la obra literaria más perfecta; componiendo El Decamerón quiso tal vez responder a esa sublime visión ultraterrena con la suya, humildemente arraigada en este mundo.
Pocos asocian a Boccaccio con la noción de humildad: agreguemos a
esta la compasión. En sus diversas obras magistrales, Boccaccio
investiga las aventuras y desventuras de personajes imaginarios e
históricos, de héroes y seres comunes, y también de los dioses, y en
todos ellos el lector siente que Boccaccio se apiada de la condición de
todos estos seres.
Hablando de su querido Dante, apunta en uno de sus comentarios que el autor de la Comedia
“demuestra compasión no sólo hacia las almas que oye confesarse, sino
más bien hacia sí mismo”. Boccaccio entiende que en las almas del otro
mundo, Dante reconoce sus propias flaquezas y sufrimientos. Implícita en
la alabanza, está la confesión que Boccaccio también se reconoce en sus
hombres y mujeres. En la dedicatoria de Acerca de mujeres famosas,
Boccaccio pide a la Condesa de Altavilla que se atreva a descubrir en
las acciones de ciertas heroínas paganas un ejemplo de su propia
conducta. Es una forma de decir que él, su autor, se sabe reflejado en
sus criaturas hechas de palabras, palabras que han sobrevivido ocho
siglos para servir ahora, en otra época no menos sufrida e injusta que
la suya, de necesario espejo a sus nuevos lectores.