Escribir, escribir, escribir. Lo que sea, donde sea, como sea
"El destino normal del lector fanático es transformarse en escritor", Rubem Fonseca./elcultural.es |
Es
sabido que el acto de hablar no presupone necesariamente un interlocutor
atento, a la escucha. Recuerdo, de muy joven, haber regresado a casa,
de noche ya, y ver a mi madre dormida en el sofá, en compañía de una muy
querida amiga suya que, impertérrita, continuaba hablándole. Hacía
ya rato que mi madre había sucumbido al sueño, incapaz siquiera de
simular atención, de entreabrir de vez en cuando los ojos; pero a su
amiga, que no era ciega, no parecía importarle. Seguía hablando
ella sola, indiferente a la evidencia. La situación se le puede antojar
a cualquiera grotesca o sencillamente inverosímil, pero me ha tocado
reconocerla luego en numerosas ocasiones. Las ganas de hablar pueden ser
mucho más grandes que las de ser escuchado. Basta la remota posibilidad
de que alguien esté oyendo, a veces ni siquiera eso, para que muchos
den rienda suelta a su deseo incontenible de hablar, como sea. La
telefonía, tanto la fija como la móvil, no ha hecho más que exacerbar
esta compulsión a menudo irresistible.
Y bueno, hoy vengo a sostener que lo mismo pasa con el acto de escribir, cada vez menos sujeto al de ser leído. Confieso mi resistencia, en el pasado, a aceptar que alguien que escribe no lo hiciera con la íntima, acaso secreta expectativa de ser leído. Recuerdo mi escepticismo frente a quienes declaraban escribir sólo para sí mismos, así fueran diarios de vida. En la actualidad estoy convencido de que no sólo puede, sino que suele ser así; que eso es lo más frecuente, incluso lo más natural.
“¿Por qué escribí?”, se preguntaba Jaime Gil de Biedma al reunir su poesía. “Al fin y al cabo -añadía- lo normal es leer."
¿Lo normal? No estoy nada seguro.
Hay toda una estirpe de escritores que se precian de ser, por encima de todo, lectores. “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer”, escribió Borges. En su huella, Roberto Bolaño afirmaba: “Soy mucho más feliz leyendo que escribiendo”. Y algo parecido asegura con insistencia el estilizado trasunto de sí mismo que protagoniza La parte inventada, de Rodrigo Fresán: “Él se había hecho escritor porque era lo más parecido a ser lector”.
Todo esto está muy bien, no seré yo quien lo ponga en cuestión. Pero tengamos presente una cosa: el acto de escribir es, en rigor, anterior al de leer. Para poder leer es necesario que alguien haya escrito algo, lo que sea. Para que naciera el primer lector, hubo de existir antes un primer escritor, por así decirlo. Por otro lado, mientras que durante siglos, como es sabido, la lectura se hacía en voz alta y solía constituir un acto colectivo, la de escribir, mucho más exclusiva, fue casi desde sus comienzos una práctica individual.
Escribir, escribir, escribir. Lo que sea, donde sea, como sea.
Todos guardamos en la memoria la imagen de ese joven mochilero que en el tren no paraba de llenar libretas; de esa mujer que escribía una hoja tras otra en la mesa vecina de un café. Internet y la telefonía inteligente han alentado hasta extremos inimaginables el impulso a dejar constancia escrita de cualquier ocurrencia o pensamiento que a uno lo asalte. Es cierto que los textos que se cuelgan incesantemente en las redes sociales presuponen un público virtual; pero no lo es menos que entretanto, al tiempo que se atrofia el de la lectura, se va hipertrofiando el músculo de escribir.
En otras ocasiones he discurrido aquí mismo sobre la figura del escritor que no lee y sobre cómo, quizá por primera vez en la historia, se ha invertido la proporción entre lectores y escritores. El supuesto apocalipsis editorial, la tan cacareada muerte del lector, dejará un planeta poblado por grafómanos onanistas: primates letrados que, como los de 2001, husmean perplejos un tótem con forma de libro.
“Poesía no es comunicación”, se titulaba un viejo artículo de Carlos Barral. Una afirmación que suscribía con matices Gil de Biedma al prologar un decisivo ensayo de T.S. Eliot (Función de la poesía y función de la crítica, de 1939). No se trata aquí de trivializar esta compleja idea, sino de trasladarla a la práctica de la escritura y sugerir, simplemente, que ésta es hoy más que nunca una práctica desligada de la lectura, de todo principio de reciprocidad.
Se van consolidando así un mundo, una cultura hechos de gente que habla sola.
Y bueno, hoy vengo a sostener que lo mismo pasa con el acto de escribir, cada vez menos sujeto al de ser leído. Confieso mi resistencia, en el pasado, a aceptar que alguien que escribe no lo hiciera con la íntima, acaso secreta expectativa de ser leído. Recuerdo mi escepticismo frente a quienes declaraban escribir sólo para sí mismos, así fueran diarios de vida. En la actualidad estoy convencido de que no sólo puede, sino que suele ser así; que eso es lo más frecuente, incluso lo más natural.
“¿Por qué escribí?”, se preguntaba Jaime Gil de Biedma al reunir su poesía. “Al fin y al cabo -añadía- lo normal es leer."
¿Lo normal? No estoy nada seguro.
Hay toda una estirpe de escritores que se precian de ser, por encima de todo, lectores. “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer”, escribió Borges. En su huella, Roberto Bolaño afirmaba: “Soy mucho más feliz leyendo que escribiendo”. Y algo parecido asegura con insistencia el estilizado trasunto de sí mismo que protagoniza La parte inventada, de Rodrigo Fresán: “Él se había hecho escritor porque era lo más parecido a ser lector”.
Todo esto está muy bien, no seré yo quien lo ponga en cuestión. Pero tengamos presente una cosa: el acto de escribir es, en rigor, anterior al de leer. Para poder leer es necesario que alguien haya escrito algo, lo que sea. Para que naciera el primer lector, hubo de existir antes un primer escritor, por así decirlo. Por otro lado, mientras que durante siglos, como es sabido, la lectura se hacía en voz alta y solía constituir un acto colectivo, la de escribir, mucho más exclusiva, fue casi desde sus comienzos una práctica individual.
Escribir, escribir, escribir. Lo que sea, donde sea, como sea.
Todos guardamos en la memoria la imagen de ese joven mochilero que en el tren no paraba de llenar libretas; de esa mujer que escribía una hoja tras otra en la mesa vecina de un café. Internet y la telefonía inteligente han alentado hasta extremos inimaginables el impulso a dejar constancia escrita de cualquier ocurrencia o pensamiento que a uno lo asalte. Es cierto que los textos que se cuelgan incesantemente en las redes sociales presuponen un público virtual; pero no lo es menos que entretanto, al tiempo que se atrofia el de la lectura, se va hipertrofiando el músculo de escribir.
En otras ocasiones he discurrido aquí mismo sobre la figura del escritor que no lee y sobre cómo, quizá por primera vez en la historia, se ha invertido la proporción entre lectores y escritores. El supuesto apocalipsis editorial, la tan cacareada muerte del lector, dejará un planeta poblado por grafómanos onanistas: primates letrados que, como los de 2001, husmean perplejos un tótem con forma de libro.
“Poesía no es comunicación”, se titulaba un viejo artículo de Carlos Barral. Una afirmación que suscribía con matices Gil de Biedma al prologar un decisivo ensayo de T.S. Eliot (Función de la poesía y función de la crítica, de 1939). No se trata aquí de trivializar esta compleja idea, sino de trasladarla a la práctica de la escritura y sugerir, simplemente, que ésta es hoy más que nunca una práctica desligada de la lectura, de todo principio de reciprocidad.
Se van consolidando así un mundo, una cultura hechos de gente que habla sola.