La prosa es una construcción literaria tan artificial como el verso
Ilustración de Fernando Vicente./eltiempo.com |
Así, como esta columna mía de hoy, se llama un libro de Giorgio
Manganelli, uno de los mejores escritores italianos de todos los
tiempos: El rumor sutil de la prosa. Es una selección de sus ensayos y
artículos y crónicas y reseñas y divertimentos, pero también es una
profunda reflexión, explícita o implícita, según, sobre esa inasible y
extraña y tan común y tan difícil y tan vieja, aunque parezca lo
contrario, forma del arte de escribir que es la prosa: lo que se supone
que nos sale a todos cuando no nos sale en verso.
O eso le decía el maestro de filosofía a Monsieur Jourdain en El
burgués gentilhombre, la comedia de Molière sobre el arribismo y sus
tristezas: “Todo lo que no es prosa es verso, y todo lo que no es verso
es prosa”. Fue cuando el pobre e ingenuo Jourdain, siempre atormentado
por la certeza de ser lo que no era, le respondió al maestro su célebre y
citada frase, conjuro de todo poeta sin oído y sin ritmo: “¡A fe mía
que llevo ya más de cuarenta años de hablar en prosa sin saberlo!”.
Fernando Vallejo, que es un gran escritor y un gran prosista,
escribió hace años un libro deslumbrante, Logoi, en el que demuestra que
también en eso estaba equivocado el pobre Monsieur Jourdain, y que lo
que él hablaba sin darse cuenta no era prosa sino otra cosa, porque en
realidad la prosa es una construcción literaria tan artificial como el
verso –a veces más–, e incluso la que parece más cercana al habla de la
calle está hecha con procedimientos estilísticos que nacen de un
conocimiento difícil y heredado. De una gramática, en otras palabras.
Simon Goldhill dice que en Occidente la prosa nació en el siglo V
antes de Cristo; en Grecia, por supuesto. Lo mismo decía, con más
gracia, Alfonso Reyes, un prosista tan certero y magistral como ha
habido muy pocos en nuestra lengua, cuatro o cinco a lo sumo. Y ya
Aristóteles en su tiempo vivía obsesionado con el tema, y hasta escribió
un tratado limítrofe entre la poesía y la prosa en el que además fija
una de las reglas de oro del gremio: escribir siempre lo más claro que
se pueda, desechar todo rebusque como si fuera veneno.
En español, como se sabe, es muy difícil lograr eso, porque nuestra
lengua arrastra consigo una grandilocuencia que casi siempre la derrota.
Un desbordamiento de balcón y un exceso que están presentes aun en
nuestras mayores plumas, y quizás por eso no sea extraño que en nuestra
tradición se admire más a los prosistas que lograron vencer, de alguna
manera, en ese pulso imposible. A Borges, al propio Reyes, a García
Márquez. Y a uno que aun cuando se salía de cauce era un prodigio, José
Ortega y Gasset.
De Colombia se dijo siempre que era tierra de poetas, y es cierto.
Pero sus prosistas también lo fueron: desde Jiménez de Quesada o
Rodríguez Freyle o la Madre del Castillo hasta los grandes maestros del
siglo XX, no siempre conocidos y celebrados y leídos como toca: Eduardo
Mendoza Varela –enorme–, José Umaña Bernal, Jaime Paredes Pardo, Germán
Arciniegas, Darío Achury Valenzuela, Hernando Valencia Goelkel, Daniel
Arango, Eduardo Caballero Calderón, Alberto Lleras Camargo, Baldomero
Sanín Cano.
Pero de todos, mi favorito es Hernando Téllez: el que mejor sabía qué
hacer con las palabras; el de más oído y mejor ritmo. Y fue quizás el
más comprometido con su destino de ensayista, y nadie que quiera
entender a Colombia debería privarse del placer de sus libros y sus
reflexiones. La Universidad de los Andes acaba de reeditar dos de ellos
en uno solo: Bagatelas, y Literatura y sociedad. Una verdadera joya.
Porque en la obra de Hernando Téllez resuena y nos fascina el rumor
sutil de la gran prosa. La poesía de los que la escriben sin saberlo.
catuloelperro@hotmail.com
Juan Esteban Constaín es escritor colombiano