Prólogo del nuevo libro con el que le rinden un homenaje al Nobel
En la oficina de la reportera gráfica Claudia Rubio, en las épocas de Cambio, un día en que Gabo revisaba una foto./Claudia Rubio./eltiempo.com |
“¡Bandido!”, cuenta en sus memorias Gabriel García Márquez que le
gritó una noche cartagenera, quizás la del 18 de mayo de 1948, Manuel
Zapata Olivella. Ambos se abrazaron felices no solo de encontrarse allí
en el barrio Getsemaní, donde solían alborear al acecho de algún ron y
alguna caricia, sino porque la última vez que se habían visto había sido
en Bogotá, el 9 de abril de ese mismo año terrible, cuando la ciudad
ardió por todas sus costuras.
Así que ese abrazo era el de dos sobrevivientes que no podían creer
que lo fueran de verdad; dos náufragos en tierra firme, dos fugitivos de
la muerte. “Manuel, además de médico de caridad, era novelista,
activista político y promotor de la música caribe, pero su vocación más
dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo...”,
escribió García Márquez en Vivir para contarla, y a renglón seguido: “No
bien habíamos intercambiado nuestras experiencias del viernes aciago y
nuestros planes para el porvenir, cuando me propuso que probara suerte
en el periodismo...”.
Al otro día los dos trasnochados compinches estaban en la oficina de
Clemente Manuel Zabala, quien era el jefe de redacción de El Universal,
el periódico liberal recién fundado por Domingo López Escauriaza. Zapata
no tuvo que excederse en el encomio de su amigo, pues Zabala ya sabía
de él por los cuentos que en Bogotá le había publicado, con un generoso
espaldarazo de Eduardo Zalamea Borda, El Espectador. Así que hablaron
más de literatura que de otra cosa, y casi sin darse cuenta, con gran
escepticismo de su parte, Gabriel García Márquez entró a la primera sala
de redacción de su vida.
El 21 de mayo de 1948 se publicó su primera columna en El Universal:
una nota sobre la derogación del toque de queda en Cartagena, con un
comienzo que era también un presagio del estilo y la maestría que luego
harían inmortal a su autor: “Los habitantes de la ciudad nos habíamos
acostumbrado a la garganta metálica que anunciaba el toque de queda. El
reloj de la Boca del Puente, empinado otra vez sobre la ciudad, con su
limpia, con su blanqueada convalecencia, había perdido su categoría de
cosa familiar, su irreemplazable sitio de animal doméstico...”.
Fue así como Gabriel García Márquez se inició en el periodismo, un
mes después de haber sobrevivido al ‘bogotazo’ y a sus cursos de derecho
en la Universidad Nacional; fue así como empezó a ejercer ese oficio al
que luego llamaría “el mejor oficio del mundo”, y del que no pudieron
alejarlo nunca ni la fama ni la gloria ni la literatura.
Porque, estuviera donde estuviera, y como estuviera, García Márquez
era sobre todo un periodista: un cronista y un reportero del alma más
profunda de las cosas. Desde el principio tuvo clarísimo que su vocación
y su destino estaban en la literatura, sí, pero gracias a esa
intervención providencial de Zapata Olivella descubrió que quizás no
había mejor lugar para cultivarlos y esperar sus frutos que la sala de
redacción de un periódico.
El periodismo fue para García Márquez un laboratorio y un refugio: el
cernidor en el que iba decantando muchas de sus obsesiones, y la forja
en que fue puliendo y castigando, con paciencia y disciplina, su estilo
insuperable y sonoro, esa urdimbre de palabras como pescaditos de oro.
Se lo dice el maestro a Roberto Pombo en una entrevista que está en este
libro: “Lo importante es que hace muchos años que yo vengo con la
nostalgia del periodismo, que es un oficio que siempre considero que fue
mi oficio original, y que ha sido muy útil para mí en la literatura
porque gracias a él yo puedo divagar, fantasear, hacer todo lo que
quiero, pero siempre mantengo los pies sobre la tierra...”.
De El Universal pasó García Márquez a El Heraldo de Barranquilla, y
de allí, gracias a la orden perentoria de Álvaro Mutis, que le dijo que
si se quedaba con esos borrachos de La Cueva nunca escribiría ninguna de
las novelas magistrales que tenía que escribir, pasó a El Espectador,
de Bogotá, donde muy pronto fue el cronista estrella. Y aun cuando esas
novelas magistrales empezaron a salir por fin de su sombrero de mago,
Gabriel siguió siendo eso, un periodista, aunque cada vez tuviera menos
tiempo y cada vez la gloria fuera más posesiva con él y con sus libros.
Pero siempre dejaba un pie en el cercado vecino para no perder el
contacto con la realidad.
Siempre: en Prensa Latina, en Alternativa, en ese sueño fallido
después del Nobel que fue el periódico El Otro, o en la Fundación de
Nuevo Periodismo Iberoamericano, que recoge muchas de sus preocupaciones
éticas y filosóficas y narrativas, y prácticas, sobre cómo formar bien a
quienes hoy se dedican al mejor y más difícil oficio del mundo. “Pues
el periodismo es una pasión insaciable que solo puede digerirse y
humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad. Nadie que
no la haya padecido puede imaginarse esa servidumbre que se alimenta de
las imprevisiones de la vida. Nadie que no lo haya vivido puede concebir
siquiera lo que es el pálpito sobrenatural de la noticia, el orgasmo de
la primicia, la demolición moral del fracaso. Nadie que no haya nacido
para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un
oficio tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada
noticia, como si fuera para siempre, pero que no concede un instante de
paz mientras no vuelve a empezar con más ardor que nunca en el minuto
siguiente”, dijo en un discurso de 1996.
Dos años después, en 1998, García Márquez se dejó tentar por su amigo
y casi sobrino Mauricio Vargas, quien había logrado convencer en Bogotá
a algunos de los mejores periodistas de Colombia para hacer una
revista, un semanario de opinión y de investigación. Allí, en ese
proyecto, estaban María Elvira Samper, Pilar Calderón, Roberto Pombo,
Ricardo Ávila, Édgar Téllez y el propio Mauricio: una selección de lujo
de la historia reciente del periodismo colombiano. Pero el sueño de
todos era que Gabo, como le decían sus amigos, estuviera también. Y ante
el asombro de todos, Gabo aceptó.
Vino entonces una febril y festiva andanada de reuniones, cabildeos,
especulaciones, vueltas de tuerca, trámites, debates, discusiones,
arreglos, desarreglos, hasta que la nueva sociedad se lanzó al ambicioso
proyecto de comprar la revista Cambio (antes Cambio 16), que ya existía
con un importante capital histórico y periodístico tanto en España como
en América. A finales del año se concretó el negocio, y a principios de
1999 los nuevos dueños se hicieron cargo de la nave, dándole desde el
primer número su sello y su puntal. Fue así como nació la Cambio de Gabo
y sus amigos, la última de sus grandes aventuras en el periodismo.
Cambio era publicada ahora por una empresa que se llamaba como el médico
en Del amor y otros demonios: Abrenuncio S. A., y en lo más alto de la
bandera se leía: ‘Presidente del Consejo Editorial, Gabriel García
Márquez’. Pero su presencia allí no iba a ser solo la de un oráculo o la
de una sombra tutelar, ni la de un abuelo benefactor y providente, sino
también, y sobre todo, la de un maestro que estaba pendiente de cada
detalle, y cuyo criterio implacable y siempre original, siempre, excedía
los problemas del lenguaje y del estilo y lo cubría todo: el contenido,
la diagramación, la titulación, los anuncios, todo.
La idea era que García Márquez, como gran firma y gancho de la
revista, escribiera cada tanto textos largos que harían las delicias de
los lectores: perfiles, crónicas, entrevistas, reportajes. Inauguró
además una sección que era un puro divertimento, ‘Gabo contesta’, en la
que sus lectores del mundo le mandaban cartas como si de un consultorio
sentimental se tratara, y acaso sí, y él las respondía en un tono
relajado y confidencial, lleno de guiños y picardía. Allí quedaron
esparcidas, como verdaderas perlas, algunas de sus mejores revelaciones
sobre el oficio de escribir y sobre su propia obra.
Y cada semana llegaban desde México, en carta o por fax, sus notas
sobre cómo veía él la revista: cómo pensaba que podían mejorarse los
textos y su presentación, los colores de la armada, el lead de las
columnas. Ni siquiera con sus propias cosas tenía la menor piedad,
diseccionándolas con un bisturí de tinta roja que no dejaba piedra sobre
piedra. Sobre el número en que apareció su perfil de Hugo Chávez, ‘El
enigma de los dos Chávez’, escribió una glosa feroz y brillante:
El texto del reportaje tiene toda clase de tropiezos: un adverbio de
modo terminado en mente que cayó del cielo, una línea completa que
desapareció, y otros varios accidentes tipográficos que se explican por
la premura. Entre ellos, me falta un espacio respiratorio antes del
último párrafo. Por lo demás, el texto es “lo que pudo haber sido y no
fue”. Le falta más tensión interna, limpieza de estilo, algunas ráfagas
de la vida familiar de Chávez, y algo de Colombia en relación con su
vida y su política. Indigno de un premio Rómulo Gallegos.
Este libro recoge los mejores textos de Gabriel García Márquez en
Cambio: su última gran época como periodista y una de las más prolíficas
que vivió. Aquí están sus perfiles y sus crónicas; y están también sus
respuestas a los lectores. Hemos incluido además tres entrevistas al
maestro publicadas en el periódico EL TIEMPO: una muy antigua, hecha por
Daniel Samper Pizano en Barcelona en 1968; y otra, también de ellos
dos, en 1990, en Madrid, cuando parecía que GGM iba a ser candidato a la
Constituyente; la otra es una conversación con Roberto Pombo en 1996,
cuando la publicación de Noticia de un secuestro.
Este libro es un homenaje al talento del colombiano más grande de
todos los tiempos: el que mejor supo descifrar, con sus palabras y sus
intuiciones, el misterio de lo que somos. Pero es también un homenaje a
sus lectores, para que renueven con él, aunque sea un poco, la nostalgia
de las almendras amargas y el olor de la guayaba. El milagro de un
estilo que morirá con el mundo, no antes ni después.
La nostalgia de las almendras amargas
Este libro reúne una serie de textos de Gabriel García Márquez
publicados en la revista ‘Cambio’ entre 1999 y el 2002. Incluye
perfiles, crónicas y reportajes de su autoría, además de las respuestas
que dio a sus lectores en la sección ‘Gabo contesta’, acerca de sus
libros y personajes. ‘La nostalgia de las almendras amargas’ trae
también tres entrevistas al nobel publicadas en este diario.
Juan Esteban Constaín es escritor, historiador y columnista de EL TIEMPO