martes, 4 de noviembre de 2014

Helada luz en el corazón de las tinieblas

Rey Rosa –"el escritor más riguroso, más luminoso de mi generación" al decir de Bolaño– ha volcado en dieciséis textos breves, entre el diario, el cuaderno de viaje, la crónica judicial y de sucesos, testimonios negros e ineludibles de una serie de acontecimientos que destacan por su crueldad entre los más crueles de la segunda mitad del pasado siglo XX, siglo breve, oscuro, frío y cruel

 
Rodrigo Rey Rosa, entrega La cola de dragón, una serie de textos de no ficción./revistadeletras.net
En Helada, Thomas Bernhard hace decir al pintor Strauss que “el mundo es una disminución progresiva de la luz”. Para W.G. Sebald, quien aborda en sus ensayos sobre la demencia, la violencia política, pero también social, sobre la que insiste una y otra vez el genial novelista centroeuropeo; esa oscuridad progresiva, ese oscurecimiento gradual, no es sino la misma negación del sentido de la historia bajo cuyos auspicios la búsqueda de la verdad “es ya siempre un acto de desesperación”.
Uno se ha acordado de todo eso al cerrar el primer libro de “no ficción” de Rodrigo Rey Rosa (Guatemala, 1955) publicado en España.
Bajo el rótulo La cola del dragón (título del texto más emblemático del volumen) la joven editorial valenciana Contrabando –por medio, en este caso, del editor Sergio Pinto Briones- ha recogido y dotado de una refulgente coherencia una serie de textos de no ficción de uno de esos autores que ya consensuamos en reconocer como imprescindibles.
Efectivamente, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa (1955) –“el escritor más riguroso, más luminoso de mi generación” al decir de Bolaño– ha volcado en dieciséis textos breves, entre el diario, el cuaderno de viaje, la crónica judicial y de sucesos, testimonios negros e ineludibles de una serie de acontecimientos que destacan por su crueldad entre los más crueles de la segunda mitad del pasado siglo XX, siglo breve, oscuro, frío y cruel.
Contrabando
Contrabando
En común con el asqueo centroeuropeo (como eje temático, pero también como postura estética y sentimental) la reciente historia centroamericana –una suerte de relevo geográfico y temático del horror político pero también social del siglo XX, siglo centroeuropeo– permite secos y comprometidos ejercicios de escritura como el del novelista, aquí cronista, Rey Rosa. Ejercicios que ya no son, como en Bernhard, actos de irónica desesperación sino resultado de la fría, obstinada, quizás helada, pero siempre sobria, necesidad de dar testimonio.
Sí, desde el frontispicio, Rey Rosa deja saber que el libro que tenemos entre manos es un testimonio resultado de la necesidad de contar. Necesidad de testificar, necesidad también de acomodar, por honradez, por necesidad, el estilo a lo que se cuenta. ¿Qué se cuenta?
Tras unas pinceladas realistas tan ponderadas como emotivas sobre el escritor en formación (Bowles y yo, Estudios de Miquel Barceló), reivindicaciones de escritores poco conocidos (Salomón de la Selva en Encontrado en Nicaragua) se cuenta, lo habíamos adelantado ya, el horror, la brutalidad, la insoportable impunidad de esos crímenes que hemos calificado con voluntarista rotundidad como “crímenes de lesa humanidad”.
El genocidio perpetrado en la Guatemala de los años ochenta por el gobierno del general Efraín Ríos Montt, con el apoyo de los servicios de inteligencia de EEUU, contra pobres acusados de colaborar con movimientos de izquierda y campesinos indígenas se cobró la vida de más de 200.000 personas. Una media de 6000 asesinatos al año, la mayoría de los cuales, al igual que las violaciones y otras torturas de las que fue víctima la población maya-ixil, quedaron sin castigo.
La luz sobre la responsabilidad última de militares y políticos en el poder se desvaneció el año pasado con la anulación por parte de la Corte de Constitucionalidad de Guatemala (la Corte celestial) de la sentencia de genocidio. Se oscurecía así, de nuevo, esa parte del planeta que recogió el testigo horrible de la larga serie de corazones de tinieblas que mucho antes habían sido el Congo Belga en la época de Leopoldo II (el descrito por el propio Joseph Conrad), el padecido por el pueblo armenio, el Holodomor ucraniano o el Porraimos (contra el pueblo gitano) y la Shoa ya en el propio centro de Europa.
¿Qué estilo? Se cuenta austera, seca, rigurosa, ásperamente. Rey Rosa, el escritor, hace lo más caro a la vanidad de los autores: se hace desaparecer. Acción consecuente. ¿No fue acaso la magnitud de cada uno de aquellos horrores a los que antes aludíamos, el Holodomor, la Shoa… tal que se dudó (Theodor Adorno) de la posibilidad de seguir haciendo poesía? Tal era la oscuridad y la gélida temperatura de cualquier corazón mínimamente concernido. La poesía, pero también el poeta, desaparece. Rey Rosa es consciente de que las palabras que graba, el testimonio, el documento que reproduce habla, como se suele decir, por sí solos.
La cola del dragón, zona central del libro, tiene un trasfondo recurrente: la anulación de la sentencia que condenaba al golpista Ríos Montt como responsable final del arrasamiento genocida por parte del ejercito guatemalteco, auspiciado por el gobierno de Reagan, del llamado Triángulo Ixil. Para situar los hechos le basta al escritor con bosquejar un marco: “El paisaje del altiplano guatemalteco estaba, a finales de abril, sumido en un vasto baño neblinoso. Los pueblos de Chichicastenango y Santa Cruz del Quiché, sin la actividad febril de los días de mercado, parecían solamente sucios y caóticos, víctimas de la proliferante fealdad de nuestra era.” Y luego la realidad.
Mantenida la contención, la verdad se desborda, por decirlo como Nabokov, por el nebuloso margen de la página. Y es suficiente. Sobrevivientes ixiles declararon como soldados jugaban al futbol con la cabeza de una anciana. Sobre las torturas de chicos y chicas el pionero de la antropología forense Clyde Snow reconoció en su día que aunque hubo cosas parecidas en El Salvador, Bosnia o Irak, es en Guatemala donde peores atrocidades había visto.
“Cuando la derecha cazaba genocidas” escrito con Sebastián Escalón es la irónica, negra, crónica sobre la campaña de calumnia, desprestigio y asesinato de líderes democráticamente elegidos. Los informes de la CIA sobre las operaciones en Guatemala entre 1952 y 1954 que recoge Rey Rosa incluyen el Manual para asesinos (puesto al alcance del público en 1997). El insoportable cinismo de la agencia norteamericana es también tema específico del breve Snow Job. Rey Rosa deja, una vez más. que el texto se escriba solo: “(…) una categoría más se origina por la necesidad de ocultar el hecho de que la víctima fue asesinada (…) las herramientas simples y las que estén a la mano son las más eficaces. Un martillo, un desarmador, un atizador, un cuchillo de cocina, un pedestal de lámpara, o cualquier otro objeto duro y pesado que esté al alcance bastará (…) Para los asesinatos simples o de persecución el accidente prefabricado es la técnica más efectiva. Cuando se lleva a cabo con éxito causa poco alboroto y es investigado sólo de manera casual.”
Hechos cuya impunidad sobrevuela como un buitre disidente los cadáveres sin verdad de este periodo atroz de la historia de América y que regresan a estos breves textos una y otra vez, así el asalto a la embajada española el 31 de enero de 1980 donde se quemaron vivos a los 27 indígenas que habían ingresado de forma pacífica para denunciar los continuos abusos que sufrían. Sobrevivió, recordémoslo, el embajador español Máximo Cajal que saltó por un ventana, sobrevivió, denunciémoslo, un campesino que fue trasladado al hospital con graves quemaduras para ser secuestrado luego por varios hombres armados en el propio hospital. Su cadáver apareció muerto al día siguiente con señales de tortura.
Cita en Bogotá sirve a Rey Rosa para rebatir la negación del genocidio guatemalteco en la casa de Borges: la biblioteca. Cinco columnas señala los terribles matices de la palabra Kaibil, las técnicas de deshumanización y embrutecimiento para infundir terror (torturas, decapitaciones). Visita a la jueza Barrios es el retrato escrito con ternura seca de Iris Yassmín Barrios conocedora en tribunales de los llamados de Alto Riesgo de casos cruciales de la historia reciente de Guatemala: asesinatos, chantajes, extorsiones de investigadores, científicos y activistas de derechos humanos.
La violencia que generamos parte de la conocida tipología de la violencia por parte del filósofo esloveno Slavoj Žižek, violencia que, entre nosotros, también diseccionó perfectamente el desaparecido Vázquez Montalbán: la subjetiva –ejercida directamente por agentes individuales o colectivos; la objetiva –racismo, machismo, exclusión; la violencia simbólica o sistémica: necesaria para perpetuar ciertos modos de vida –la de los zares, la de las oligarquías latinoamericanas.
La tesoro de la Sierra es la crónica en autobús del tour de los horrores que significa para el medio ambiente y la salud, y por tanto para la supervivencia de los campesinos centroamericanos, la explotación a cielo abierto de minas de oro. La cuestiones son retóricas: ¿cómo puede la avaricia de una empresa privada y la ingenuidad de unos pocos poner en riesgo la vida de generaciones enteras? ¿qué nueva forma de violencia supone el desprestigio de las víctimas, su ninguneo, las injurias vertidas desde los medios de comunicación a quienes buscan esclarecer qué sucedió y llamarlo por su nombre? La respuesta regresa en La caja de los truenos y en el último de los Apéndices, el que sigue a la oscura “Entrevista en Ronda”.
En La cola del dragón, Rey Rosa ha dado, por necesidad, testimonio de la violencia (gubernamental, militar, pero también social), de la demencia (gubernamental, militar, pero también social). Ha tomado una lámpara y ha entrado en la cueva donde la barbarie del matarife convive con la indiferencia de los embrutecidos tal como en nuestra latitud hicieron con negra amargura Amery o Kertész. La cueva del dragón es la nuestra. La luz es fría, helada, como en el título de Bernhard. Nace del estupor que produce la impunidad, de la sensación de que todo puede seguir como si nada, que uno puede seguir viviendo, viajando o pescando, como en la imagen del famoso relato de Raymond Carver, con el lago lleno de cadáveres. Sí, el libro tiene sus personajes: en Encantador de serpientes, el doctor David C. Burden una suerte de Mengele selvático salido de Conrad; en el contexto de represiones indígenas de El santo ángel la campesina Petrona Corado pero el protagonista es siempre un estupor: el estupor frente a la insensibilidad.
Sabe Rey Rosa que añadir una palabra de más lo habría acercado (injustamente) al sensacionalismo, que debía alejarse, acercarse y alejarse otra vez. Es por ello un acierto de los editores situar al principio de este libro los textos que transcurren en el extranjero. Añaden a la lucidez del autor la perspectiva de la distancia. Quien ha viajado demasiado (Rosa volvió a Guatemala en 2001 tras vivir en Europa y Nueva York) sabe que a su regreso el país natal se carga siempre de extrañeza.
Como la literatura tiene por objeto la naturaleza humana, el libro lo leerá y lo hará mejor, el lector sensible. Los temas son también de interés para el estudioso “de la inhumanidad del hombre hacia el hombre” por decirlo como ese científico de los derechos humanos que fue Richard Claude: la responsabilidad de las corporaciones y empresas internacionales por violaciones de derechos humanos, la impunidad, la tipología de la violencia, la ineficacia de las normas jurídicas más imprescindibles, son todos ellos temas de triste actualidad.
Del escritor Rey Rosa uno se aventura a decir que habría empezado a escribir por y como Borges pero hubo de transitar, de nuevo por necesidad y lucidez, hacia la literatura comprometida de Camus. Rey Rosa ha querido dar luz fría al ennegrecimiento de una parte del mundo, un acierto, como acertada, dicho sea para finalizar, es la elección en la portada de una fotografía blanco y negro del autor de Piedras encantadas, Caballeriza o Los sordos con una cámara entre las manos: toda una imagen (una meta-fotografía) de la intención estética y del lúcido empeño anterior.