Este ejercicio de ciencia ficción mesopotámica obliga al lector a olvidarse de todo lo que sabe y aceptar las premisas de una cosmovisión con seis mil años de antigüedad, por más que el escepticismo y la escritura realista sean los de hoy. Casos como éste ayudan a pensar que no todo se agota en conjeturar qué velocidad alcanzarán los autos en el futuro. Siempre quedan alternativas, cuando hay imaginación y, sobre todo, talento
La estética de la ciencia ficción marcó el cine, como muestra 2001 Una odisea del espacio, de Stanley Kubrick./adncultura.com |
Hace treinta y siete años partieron de la Tierra las
naves Voyager I y Voyager II. Hasta ahora son los únicos objetos hechos
por el hombre que han viajado más allá del sistema solar. Los ingenieros
que las diseñaron no eran ilusos y sabían que su probabilidad de
encontrarse con otra especie inteligente era mucho menor que la de esa
clásica botella que el náufrago arroja al océano. Pero igualmente se
empeñaron en dotarlas con toda una enciclopedia de datos, imágenes y
sonidos pensada para que los extraterrestres supieran cómo somos y de
qué somos capaces. Para ser francos, digamos que omitieron contarles
muchas de las cosas que nos avergüenzan, pero todo sea por la imagen
institucional del planeta.
Aquellos que entonces nos ilusionamos
con la partida de las Voyager ya hemos envejecido, aunque no tanto como
la tecnología con que fue grabado aquel saludo al cosmos. Pero desde
entonces no hubo una misión tan ambiciosa, a pesar de que el mundo de
hoy está un poco más distendido y posee suficientes recursos.
Considerando
los cambios radicales que ha tenido la tecnología de la información en
este tiempo, habrá que observar que las naves que hoy mandamos a
explorar Marte y el sistema solar no son demasiado distintas de las
Voyager. Es probable que nuestros fines hayan cambiado más que los
medios con que contamos. Sobre todo, lo que parece haber cambiado es el
horizonte de nuestras expectativas, que ahora es más cercano. No es que
nos hayamos vuelto más humildes. Son nuestros sueños los que tienen un
alcance más corto.
Ignorando todo eso, allá siguen las Voyager,
surcando el monótono vacío interestelar. Ya han dejado de comunicarse
con nosotros y en la Tierra hay una generación que no se acuerda de
ellas. Ocurre que las naves vuelan en alas de la ciencia de Galileo y
Newton, pero fueron puestas en marcha por uno de los sueños más
grandiosos de la Modernidad: la conquista del espacio. Son hijas de un
tiempo que confiaba en que el futuro colmaría todas sus esperanzas,
aunque ahora nos hayamos acostumbrado a no pensar más allá del mediano
plazo.
Sería fácil explicar que la carrera espacial que nos llevó a
la Luna fue un efecto colateral de la Guerra Fría o pensar que entre
los motivos que hoy nos mueven a explorar Marte puede haber algún remoto
interés económico. Pero ¿a quién se le pudo ocurrir mandar a perderse
en el vacío a dos de las joyas más valiosas de la tecnología de ese
tiempo, que tantos esfuerzos habían demandado? Conocemos a los
responsables del proyecto, pero nos cuesta entender qué motivos tenían
para emprender una tarea que, desde el punto de vista utilitario, podía
ser casi tan absurda como levantar una pirámide.
Mitos del futuro
El
filósofo Hans Blumenberg acertó en calificar el envío de las sondas
interestelares como el último acto que alcanzó a realizar la Ilustración
para celebrar sus ideales. Cuando faltaban apenas veinte años para que
los vientos históricos cambiaran y el humanismo fuera sometido a la
corrosión de los nuevos solventes, ese acto de fe bien pudo ser el
último homenaje rendido al Hombre, el Futuro y el Progreso, que eran la
esencia de la Modernidad.
Nos consta que Carl Sagan, que fue el
alma máter del proyecto y el compilador del mensaje que llevan las
sondas Voyager, era muy duro a la hora de juzgar a Immanuel Kant, el
filósofo a quien se considera el padre de la Ilustración. En su Crítica
del juicio, Kant había escrito que "sin el hombre, toda la creación
sería un desierto, vano y sin propósito". Sagan no dudaba en señalar
esta frase como la peor muestra de soberbia de nuestra insignificante
especie. Cualquiera hubiese dicho que era injusto con Kant, quien dos
siglos antes que él se había puesto a pensar que había vida más allá de
la Tierra.
Pero es sabido que el humanismo suele despertar
actitudes tan ambivalentes como las que inspira la fe en Dios, de modo
que aquel lapidario juicio de Sagan no impidió que pusiera todo su
empeño en diseñar la mejor carta de presentación para esos
extraterrestres a quienes imaginaba como nuestros hermanos mayores. En
sus libros, Sagan no dejaba de afirmar que sólo la ayuda de una especie
más sabia que nosotros podría evitar que nos aniquiláramos en un
holocausto nuclear. Todas estas ambigüedades estaban detrás del mensaje
de las Voyager, que resultó una suerte de versión "tecno" de ese abrazo
universal que proponía el coro de la Novena sinfonía de Beethoven, una
suerte de himno de la Ilustración.
¿Qué había detrás de estas
visiones contradictorias que permitían tanto endiosar como denigrar a
nuestra especie? Más allá de la ciencia o de la filosofía que invocaba
Sagan, la creencia en las inteligencias extraterrestres se había grabado
en el imaginario cultural por obra de una literatura tan plebeya que se
vendía en los quioscos. Sagan no había adquirido esa convicción en los
textos de química o de biología, sino en esos relatos de ciencia ficción
que eran tan mal vistos por académicos y humanistas, pero tenían gran
acogida en la comunidad científica y tecnológica.
Unos años antes,
el lanzamiento del Sputnik, el primer satélite artificial, sorprendió a
Hannah Arendt cuando estaba revisando las pruebas de La condición
humana. En su prólogo tampoco pudo dejar de mencionar esa literatura tan
menospreciada que había inspirado ese histórico salto al espacio.
De
hecho, la palabra "astronáutica" la había creado el escritor J. H.
Rosny casi un siglo antes. Los patriarcas del viaje espacial, el
norteamericano Robert Goddard, el ruso Konstantin Ziolkovsky y el alemán
Wernher von Braun, habían sido lectores de ciencia ficción, y el ruso
también era un prolífico escritor. El propio Carl Sagan acabó por
escribir una novela de ciencia ficción (Contacto, 1985) en la cual volcó
sus especulaciones más audaces. Sagan confesaba que esa búsqueda del
contacto, que iba a inspirar su proyecto SETI para la escucha de señales
extraterrestres, había nacido del temor a la guerra nuclear que tanto
habían alimentado los escritores del género.
Sin embargo, esa
ciencia ficción que ahora nos intimidaba con la amenaza del suicidio
global también había estado en la mente de aquellos que desataron las
fuerzas plutónicas sobre Hiroshima y tuvieron al mundo en vilo durante
varias décadas.
La energía atómica ya estaba en las obras de
Wells, Bogdanov y Capek, y hasta podíamos encontrarla en algunos textos
del siglo XIX. Leo Szilard, uno de los cerebros del proyecto Manhattan,
leía y escribía ciencia ficción. El presidente Truman, que tomó la
decisión de arrojar la bomba atómica, había sido un devoto lector de las
fantasías bélicas de principios del siglo. Mientras volaba hacia
Potsdam para darle el ultimátum a Japón, Truman le recitó a su comitiva
un texto de Rudyard Kipling acerca de las terribles armas que algún día
harían caer fuego desde el cielo. Unos meses antes, la censura militar
estadounidense había impedido la publicación de dos relatos de ciencia
ficción que describían con cierto detalle esa bomba que todavía era un
secreto de Estado.
En cuanto se consumó la destrucción de
Hiroshima y Nagasaki, el horror que despertó fue un balde de agua helada
para todas las fantasías bélicas. La nueva generación de escritores le
dio un vuelco al triunfalismo y comenzó a espantar a los lectores con
escenarios de una posguerra nuclear en la que, como había dicho
Einstein, acabaríamos peleando con palos y piedras.
Otro filósofo,
Karl Jaspers, fue uno de los pocos en señalar que esas fantasías
apocalípticas de la ciencia ficción habían contribuido a evitar una
tercera guerra mundial. Entre esas obras, que el escritor ruso Boris
Strugatsky llamó "novelas de advertencia", hubo algunas joyas como el
cuento "El trueno y las rosas" (1947) de Theodore Sturgeon o el film
Cartas de un hombre muerto, de Konstantin Lopushansky (1987), que la
URSS recién autorizó a estrenar dos años antes de la caída del Muro.
En busca de reconocimiento
La
ciencia ficción popular, hija bastarda de la noble utopía y de la
ambiciosa "ficción científica" de Verne, Wells, Rosny y Stapledon, nació
en Estados Unidos y durante un buen tiempo fue un género estigmatizado.
Nadie que aspirara a conservar su fama de persona culta admitía leer
esas cosas. Pero cuando en 1938 Orson Welles convirtió La guerra de los
mundos en un radioteatro, resultó que había más lectores de los que lo
admitían en público: las calles fueron invadidas por una muchedumbre que
creía escapar de una invasión marciana. Una década más tarde, la misma
creencia dio origen al mito ovni -inspirado por la ciencia ficción
aunque los escritores jamás lo admitieran- que llegó a ser casi una
religión.
Por fin, el mundo académico salió de su indiferencia y
descubrió que la ciencia ficción era un campo virgen donde cultivar
tesis doctorales y le hizo espacio, aunque en el fondo nunca dejara de
despreciarla. En ese momento hasta hubo escritores que trataron de
escandalizar declarándose adictos al género, pero luego todo volvió a la
normalidad, y hoy se recomienda repudiarlo si uno quiere quedar bien en
las entrevistas.
Más allá de su estatus literario -o
subliterario, para los más duros- lo que parece estar fuera de discusión
es el carácter profético que se le adjudica a la ciencia ficción, como
si lo único a lo que aspiraran sus autores fuese a predecir qué clase de
artefactos llegará a ofrecernos el mercado. Esta visión es bastante
pobre, y se cae en cuanto nos ponemos a pensar en toda la paranoia, la
seudociencia y el catastrofismo que difícilmente tendríamos que
agradecer a los escritores.
La proliferación de publicaciones -más
de cincuenta tan sólo en Estados Unidos- y su capacidad para reclutar
escritores fue un factor decisivo en las primeras etapas de desarrollo
del género. Eso hacía inevitable que al disparar tantos dardos más de
uno diera en el blanco, de manera que no sería difícil encontrar un
precursor para cada una de las innovaciones que cambiaron el mundo. Los
plásticos, las resinas, las misiones Epoxi, los semiconductores, el
radar, el corazón artificial, los trasplantes y la clonación circularon
por los relatos de ciencia ficción mucho antes de llegar a los
laboratorios, porque muchos escritores eran científicos. El astrofísico
Arthur Clarke no dejaba de recordar que él había inventado el satélite
de comunicaciones, aunque se había olvidado de patentarlo. Puesto que
buena parte de los científicos se formaron leyendo ciencia ficción en su
juventud, el género fue visto como un semillero de talentos donde
reclutar nuevos cuadros para la investigación. Más aún: durante la
Guerra Fría, los servicios de inteligencia estadounidenses y soviéticos
tuvieron bajo observación las publicaciones del género, a la pesca de
ideas aplicables.
El género llegó a la madurez cuando algunos
autores como Asimov, Sturgeon o Bradbury comenzaron a diferenciarse de
esa masa de galeotes mal pagados que hasta entonces había alimentado las
revistas. También se redujo la proporción de científicos, mientras
crecía la de escritores. El género ganó en calidad literaria y la
divulgación se concentró en el sector de la llamada hard science, que
nunca dejó de tener seguidores.
Conjeturas y refutaciones
Es
casi un lugar común señalar cuánto se ha acortado el tiempo que va de
la generación del conocimiento científico a su aplicación en la
producción de bienes y servicios. Las ideas que en el siglo XIX tardaban
varias décadas en llegar a la industria suelen traducirse en productos
en un lapso de cerca de tres años, porque a veces la propia industria se
ha hecho cargo de la investigación básica. Del mismo modo, podríamos
decir que también se ha achicado el lapso que hay que aguardar para que
las fantasías de los escritores comiencen a inspirar proyectos de
investigación. A veces, al leer la ciencia ficción más reciente se tiene
la sensación de que en algún lugar del mundo alguien ya debe de estar
haciendo eso o bien que el autor sólo repite las charlas de sobremesa de
sus colegas investigadores. La costumbre de identificar la ciencia
ficción con la tecnología y con el futuro -un compromiso al cual no se
sienten atados los buenos escritores- lleva a esa sensación que Pedro
Picapiedras expresaba con la frase: "¿Qué inventarán mañana, Vilma?"
Sin
embargo, no tenemos que olvidar que estamos hablando de algo que está
más cerca del arte que de la ciencia. Más allá de la curiosidad que
puedan despertar las predicciones, los criterios deberían ser otros.
Pensemos en la actualidad que pueden tener Arthur C. Clarke, Robert A.
Heinlein o Isaac Asimov, los reconocidos maestros de la ciencia ficción
clásica. Pocos lectores de hoy se animarán a releer las didácticas
novelas de Clarke, quien quizá sólo pase a la historia por haber
inspirado 2001 Una odisea del espacio de Stanley Kubrick. Al igual que
Julio Verne, Asimov sólo puede ser releído por el placer de la aventura,
pero sus computadoras de una hectárea cúbica no dejan de darnos
lástima, especialmente si uno está leyendo sus hazañas en una tableta de
bolsillo que hace mucho más que ellas.
En cuanto a Robert A.
Heinlein, diremos que fue capaz de anticipar innovaciones como la
criogenia o los brazos robóticos, pero al igual que Asimov imaginó que
para este tiempo el tránsito peatonal circularía por cintas
transportadoras de pasajeros. La idea era de H. G. Wells, pero al
parecer se agotó en unas cuantas escaleras mecánicas. En su novela La
Luna es una amante cruel (1966), Heinlein se equivocó cuando quiso
sorprender al lector anticipando el matrimonio grupal, pero sí acertó
con el alquiler de vientres, que ya ha llegado a nuestra sociedad. Se
diría que fue a la hora de pensar en las computadoras cuando se quedó
más corto. Imaginó un enorme ordenador dotado de una asombrosa memoria
de "diez bits a la octava potencia". Traduciendo la cifra a bits, la
unidad que hoy usamos, el cerebro electrónico de Heinlein contaba con
una capacidad de poco más de un megabit: una cifra ridícula no sólo para
un ordenador personal sino también para el celular más simple.
Casi
ninguno de los escritores del género atinó a imaginar el desarrollo que
iba a tener la informática. Sin embargo Murray Leinster fue capaz de
imaginar Internet, y lo hizo en un cuento ("Un lógico llamado Joe", de
1946) escrito pocos días después de que se diera a conocer la
megacalculadora Eniac. La robótica, una ciencia a la cual le puso nombre
Isaac Asimov, está hoy en los planes de estudio. "Ciberespacio" fue una
palabra que acuñó William Gibson, cuando todavía no había computadoras
personales. Se impuso sobre "multiverso", el término que proponía Neal
Stephenson, aunque éste tuvo más suerte con la palabra "avatar".
Aquellas
ideas de Asimov, Clarke o Heinlein, que hace unas décadas parecían
brillantes, ya no sorprenden a nadie. Pero aún es posible releer a Ray
Bradbury, con su poesía ingenua; a Philip K. Dick y sus delirios
metafísicos; a James G. Ballard, con su mirada quirúrgica; a Stanislaw
Lem, con su humor filosófico o a Christopher Priest, con su engañoso
hiperrealismo. La tecnología imaginaria es la que envejece más rápido,
pero la literatura, cuando merece ese nombre, la sobrevive. Crónicas
marcianas todavía nos cautiva, aun después de que las sondas de la NASA
nos mostraron un Marte desierto.
La creencia que atribuye a los
escritores de ciencia ficción la facultad de adelantarse al futuro es
tan fuerte que es común que se los consulte cada vez que hay alguna
novedad científica. Pero de hecho son muchos los que no se proponen
anticipar sino evitar que nuestros descendientes vivan mundos como los
que ellos imaginan. De predecir el futuro se encargan los astrólogos,
los futurólogos y los economistas, con resultados tan dudosos como los
de los escritores.
Quizás haya que ver el género como una suerte
de brainstorming permanente, una centrífuga que dispara ideas locas,
cuerdas y aun brillantes, alguna de las cuales acabará dando con alguien
que sepa aprovecharla. Es cierto que los escritores no avizoran el
futuro, pero se diría que ayudan a modelarlo, para bien o para mal, al
estilo de la profecía autocumplida. Por lo demás, y tal como ocurre con
cualquier literatura, siempre dicen algo sobre el presente en el que
vive su autor.
Hechas estas salvedades, hay que reconocer que la
ciencia ficción ha dejado profundas huellas en el imaginario cultural.
Su estética nunca ha dejado de estar presente en la imaginación de
todos, desde los futuristas hasta los posmodernistas. Dos escritores tan
disímiles como Ray Bradbury y William Gibson solían recordar que el
mundo en que crecieron ya estaba modelado por la ciencia ficción: los
autos tenían alerones de cola y falsas toberas para parecerse a los
cohetes de Flash Gordon, mientras los jefes de Estado anunciaban que la
ciencia resolvería todos los problemas. Esa estética siguió influyendo
sobre el diseño de las cosas que nos rodean. Los celulares nacieron
imitando el aparato que usaba el capitán Kirk para hablar con el señor
Spock y ya los hay de pulsera, como la radio de Dick Tracy. El aspecto
de los autos y las motos evoca el estilo del manga y cualquier secador
de pelo se parece al rayo desintegrador de Buck Rogers. Los sueños del
urbanismo futurista de Le Corbusier y Niemeyer han dado paso a esas
babélicas torres que levantan los emires petroleros, tan parecidas a las
ciudades de Flash Gordon.
El futuro del futuro
Los
fundadores europeos del género eran amateurs como Verne o Wells, y no
dejaban de frecuentar otras temáticas. En Estados Unidos la ciencia
ficción se profesionalizó y, al igual que el cine, creció hasta
convertirse en una suerte de Hollywood. Una de las consecuencias fue que
la política editorial comenzó a condicionar la creatividad.
Hasta
mediados del siglo pasado, el formato típico de la ciencia ficción era
el cuento y sólo se toleraba alguna novela corta. A partir de entonces,
se emprendió la transición de la revista al libro, que comenzó por las
antologías de cuentos y las primeras novelas largas. El éxito que obtuvo
El Señor de los Anillos de Tolkien sedujo a los escritores del género,
que se lanzaron a crear desmesurados ciclos novelescos -su modelo fue
Duna (1965) de Frank Herbert- que les aseguraban la lealtad del lector
por varios años. Otro impacto decisivo fue el de la tecnología de
efectos especiales que, al convertirse en una suerte de prótesis para la
imaginación, hizo que las novelas fueran pensadas como guiones. De este
modo, el cine de ciencia ficción llegó a ser una suerte de parque
temático virtual. De allí a los videojuegos había un paso pero ya la
literatura había quedado atrás.
No faltan los agoreros que
aseguran que, al estar todo inventado, la ciencia ficción se ha quedado
sin trabajo. Un juicio tan lapidario no vale para la ciencia pero
tampoco para la ficción. A pesar del ritmo de las innovaciones, sigue
habiendo escritores de la variedad hard, aunque hoy entre ellos haya más
informáticos que físicos. El género no ha dejado de frecuentar los
temas de vanguardia, incluso con cierto grado de anticipación.
La
penúltima renovación de la ciencia ficción se llamó ciberpunk, un nombre
desafortunado del cual nadie quiso hacerse cargo. Hasta ese momento, el
género no había hecho más que ampliar el radio de su imaginación, desde
los planetas cercanos como Marte y Venus hasta los incontables mundos
de la Galaxia. Con el ciberpunk la ciencia ficción parece haber optado
por los mundos virtuales, donde todo es posible porque las leyes las
pone el autor. La colonización del mundo virtual comenzó con Neuromante
(1984) de William Gibson y las novelas de Neal Stephenson, a partir de
Snow Crash (1992). En la mejor tradición del género, las nuevas ideas
aparecieron en esas páginas antes de llegar al mercado. Tampoco
desapareció la tradición apocalíptica, aunque el discurso se hizo menos
admonitorio y más irónico.
Buena parte de la ciencia ficción
actual se mueve dentro del arco de la tecnología de avanzada, que va de
la ingeniería genética a la nanotecnología: la capacidad de modelar la
vida y el poder de manipular la materia átomo por átomo. Tal como
ocurría con la energía atómica en el siglo pasado, ambas ramas permiten
imaginar tanto el apocalipsis como la utopía. Pueden espantarnos con la
proliferación descontrolada de los robots moleculares como ilusionarnos
con la posibilidad de derrotar la enfermedad, la vejez y la muerte.
En
los nuevos escenarios, los héroes ya no son físicos o ingenieros sino
hackers. Se mueven en el mundo virtual como los personajes de un
videojuego, y viven en un futuro bastante sombrío donde las catástrofes
ya no son nucleares sino ecológicas. Blood Music (1983), de Greg Bear, y
Prey (2002), de Michael Crichton, relatan dos apocalipsis ambientales
provocados por temibles fugas de nano-robots que, a la manera de una
jalea gris (un término que ya adoptaron los técnicos), invaden campos y
ciudades hasta acabar con nosotros.El protagonista de Snow Crash es un
hacker que se mueve con soltura en el "multiverso", un mundo ilusorio
nacido de la conjunción de Internet con la realidad virtual. El mundo
"real" que lo rodea es tan sórdido que allí la mafia cotiza en Bolsa y
una de las profesiones más respetables es la del repartidor de pizzas.
Todo eso dicho con ironía, en un relato donde abundan las parodias, las
alusiones y los guiños.
Este tipo de textos apela cada vez más a
la complicidad del lector adicto, lo cual es algo que parecería marcar
una tendencia autorreferencial. Pero sería apresurado sacar
conclusiones: tanto podríamos decir que el género se repliega sobre sí
mismo como que ya ha acabado de crear su propio imaginario y da muestras
de seguir vivo, más allá de la industria. Un buen ejemplo es la
corriente llamada steampunk, que ya habían delineado Brian Aldiss y
Christopher Priest. Los que la cultivan se dedican a parodiar de modo
sutil y convincente los clásicos del siglo XIX, como Verne o Wells.
Otros construyen ucronías, "interviniendo" la historia para desarrollar
otros escenarios posibles. Tal es lo que ocurre en The Difference Engine
(1999) de Gibson y Sterling, donde Babbage tuvo éxito y la revolución
informática llegó un siglo antes.
Dejo para el final uno de los
autores más curiosos y prometedores, el chino-estadounidense Ted Chiang,
que hasta 2011 tan sólo había publicado una docena de cuentos, sin
dejar de ganar todos los premios posibles y hasta dándose el lujo de
rechazar alguno. El inclasificable Chiang escribe ciencia ficción sobre
premisas míticas o jugando con una ciencia ya superada, y crea mundos
bastante creíbles donde los ángeles provocan accidentes de tránsito o se
cumplen esas teorías que fueron descartadas desde que apareció la
genética. El cuento con el cual Chiang se dio a conocer se llama "La
torre de Babilonia" y es un minucioso y convincente relato de la
construcción de la torre de Babel. Pero en este caso la empresa llega a
buen término, porque los sumerios alcanzan el cielo, que es una bóveda
de roca calcárea, se abren paso a golpes de pico y la atraviesan, hasta
internarse en el más allá.
Este ejercicio de ciencia ficción
mesopotámica obliga al lector a olvidarse de todo lo que sabe y aceptar
las premisas de una cosmovisión con seis mil años de antigüedad, por más
que el escepticismo y la escritura realista sean los de hoy. Casos como
éste ayudan a pensar que no todo se agota en conjeturar qué velocidad
alcanzarán los autos en el futuro. Siempre quedan alternativas, cuando
hay imaginación y, sobre todo, talento.