Crítica. Tres novelas recientes de autores latinoamericanos –Bellatin, Lísias y Volpi– evidencian la dosis de ficción necesaria para fundamentar la economía política capitalista
CREENCIA. "La mercancía, el dinero o la bolsa existen porque creemos en ellas y actuamos como si existieran", dice el autor de esta nota./revista Ñ |
Porque tiene la forma de una ficción, con efectos de verdad
concretos, irresistibles y devastadores, la economía capitalista
comparte con la literatura un núcleo reprimido de metáforas, tropos y
mecanismos ficcionales que sostienen y propagan la creencia en el
mercado como base de toda la existencia. Las ficciones del capital son,
en todos los sentidos posibles, especulaciones que comienzan con un acto
de imaginación y de creencia: la mercancía, el dinero o la bolsa
existen porque creemos en ellas y actuamos como si existieran.
Si
el dinero, decía Ricardo Piglia a propósito de Arlt, es un gran
novelista porque siendo un signo vacío, goza de un poder absoluto, ¿qué
puede decirse entonces, en la era de la globalización del capital, de
los volátiles mercados financieros y su repertorio de entelequias
–acciones, bonos de deuda, títulos, derivados financieros, fondos
buitre–, creando millones de dólares del aire que no por nada Marx ya
llamaba capital “ficticio”? ¿Qué “repertorios de futuros posibles”,
parafraseando a Borges, encierra el mercado y su economía narrativa?
La
literatura argentina y latinoamericana no ha dejado de producir y
reproducir lo que en lecturas recientes la crítica literaria, interesada
en la centralidad que las representaciones del capital ocupan en la
construcción de imaginarios económicos, ha llamado “Ficciones del
capital” (Ericka Beckman), “Ficciones del dinero” (Alejandra Laera) o
“Ficciones especulativas” (Alessandro Fornazzari): ficciones sobre el
capital y el mercado tal como aparecen representados en la literatura
latinoamericana, pero también ficciones del capital, ficciones generadas
por el propio capital que gobiernan la vida económica de una sociedad
disciplinada a golpes de mercado.
Tres novelas recientes, El libro de los mandarines del brasileño Ricardo Lísias (San Pablo, 1975), Memorial del engaño del mexicano Jorge Volpi (México, 1968) y El hombre dinero
del peruano-mexicano Mario Bellatín (México, 1960) usan los
procedimientos y la fuerza imaginaria de la literatura para captar y
hacer ver los fundamentos ficcionales de la economía política burguesa y
la lógica de sus deseos. Son ficciones del capital que dicen la verdad
mintiendo: en lugar de denunciar y desenmascarar el origen fraudulento
de la renta financiera desde un lugar de verdad y de virtud, dicen en
cambio que la ficción es la condición misma de una economía que, a
partir de un núcleo de quimeras constitutivo, trabaja con estrategias de
deseo y profecías autocumplidas. El verdadero enigma de la economía de
mercado es la manipulación de percepciones, expectativas y creencias
inherentes al capital, un estatuto de ficción que, como señala Beckman,
“no se capta expulsando sus elementos fantásticos, sino preservando la
quimera como su condición normal”.
Otro lobo de Wall Street
El arte de tapa de Memorial del engaño es una advertencia, una suerte de pacto de lectura: un hombrecito de negocios calvo frente a un enorme caballo de Troya empapelado en dólares, que esconde en su interior una serie de aparatos de representación comunes a la novela y a los mercados bursátiles representados en ella. La novela, una suerte de tragicomedia financiera, hace lo que dice, y comienza con un engaño tan viejo como la novela misma: el viejo truco del manuscrito apócrifo con las memorias de un tal J. Volpi, un lobo de Wall Street y mecenas de la ópera prófugo de la ley, fundador y director de un fondo de inversión que en 2008, el año de la crisis financiera, estafó a sus clientes por un monto cercano a los 15 mil millones de dólares. Con la honestidad brutal de un perverso y sin el menor arrepentimiento (“No fuimos irresponsables. No fuimos rapaces ni ambiciosos. Sólo tuvimos mala suerte”), Volpi describe en primera persona (o más bien, canta todo: el libro tiene la estructura de una ópera bufa) un crimen que se aprovecha de las bases de creencia sobre las que se asienta el mundo financiero.
El arte de tapa de Memorial del engaño es una advertencia, una suerte de pacto de lectura: un hombrecito de negocios calvo frente a un enorme caballo de Troya empapelado en dólares, que esconde en su interior una serie de aparatos de representación comunes a la novela y a los mercados bursátiles representados en ella. La novela, una suerte de tragicomedia financiera, hace lo que dice, y comienza con un engaño tan viejo como la novela misma: el viejo truco del manuscrito apócrifo con las memorias de un tal J. Volpi, un lobo de Wall Street y mecenas de la ópera prófugo de la ley, fundador y director de un fondo de inversión que en 2008, el año de la crisis financiera, estafó a sus clientes por un monto cercano a los 15 mil millones de dólares. Con la honestidad brutal de un perverso y sin el menor arrepentimiento (“No fuimos irresponsables. No fuimos rapaces ni ambiciosos. Sólo tuvimos mala suerte”), Volpi describe en primera persona (o más bien, canta todo: el libro tiene la estructura de una ópera bufa) un crimen que se aprovecha de las bases de creencia sobre las que se asienta el mundo financiero.
Pero el hecho de que
sea una novela disfrazada de testimonio autobiográfico, que los datos
del autor, las reseñas de las solapas y las fotos que documentan la
historia sean ficticias, pone al libro del lado del fraude y de la
falsificación. De hecho, en un juego de desdoblamientos y duplicaciones
que comienza desde la firma (todo en el libro es doble: la contabilidad,
la pertenencia, la ideología), “J. Volpi” se llama igual que el
mexicano Jorge Volpi, miembro de la llamada Generación del Crack, autor
de En busca de Klingsor (1999).
Pero Memorial no
es sólo la historia de la caída de Lehman Brothers, una de las obras
cumbres del capitalismo del desastre, sino también la caída del padre de
Volpi, otro economista que alrededor de los años 40 se arroja desde un
piso 11 por razones que el hijo desconoce. El misterio pone en marcha
una búsqueda familiar (algo así como Pedro Páramo en versión hollywoodense) que, en clave de thriller
económico y a fuerza de Wikipedia (¿Quiénes fueron Harry Dexter White y
John Maynard Keynes? ¿Cuándo se fundó el Fondo Monetario Internacional?
¿Qué es el “esquema Ponzi”?), reconstruye no sin ironía el origen del
presente: la fundación del FMI y el Banco Mundial, diseñado por un grupo
de economistas de la Reserva Federal acusados en pleno macartismo de
espiar y conspirar a favor de la Unión Soviética.
Gracias a un hábil manejo de los efectos de verdad, Memorial
es un libro inmoral al servicio de la moral, que apunta a la reacción
republicana de un lector tentado e indignado al mismo tiempo por la
mueca obscena y corrupta del amo capitalista saliéndose increíblemente
con la suya. El lector no puede creer (moralmente) en lo que (los) Volpi
le hacen creer con malas artes de novelista. Después de todo, la
historia del Volpi financista y el Volpi novelista se tocan en algún
lugar: uno cotiza en Wall Street, el otro en los mercados literarios
globales, como representante de una política (literaria) global sin
rasgos nacionales, que rechaza los colores locales y las dificultades
formales de la literatura del Boom en nombre de una lengua transparente,
legible, sin fricciones, al servicio del cliente lector.
Un cuento chino
Al lector de El libro de los mandarines , en cambio, por más que quiera, no se le permite creer ni un sólo instante en la supuesta verdad de una voz narrativa inestable, poco confiable, fraudulenta de punta a punta. La novela de Ricardo Lísias, que recientemente ganó notoriedad con la publicación de Divórcio , cuenta en clave de picaresca el ascenso de Paulo, un metódico y ambicioso ejecutivo paulista a cargo del Area de Desarrollo de un banco multinacional británico. A la vanguardia de los discursos corporativos, de la futurología de los mercados y del “desarrollo de nuevas técnicas empresariales” que incluyen la “lingüística corporativa”, Paulo se pone a estudiar mandarín y a reunir información enciclopédica que luego vuelca en prolijos y precisos memorándums que lo llevarán de San Paulo a la casa matriz en Londres y de allí a la lejana China: frontera última del capital financiero, un mercado soñado, grandioso, lleno de posibilidades y promesas, incluida la cura de un dolor de espalda crónico que no lo deja en paz.
Al lector de El libro de los mandarines , en cambio, por más que quiera, no se le permite creer ni un sólo instante en la supuesta verdad de una voz narrativa inestable, poco confiable, fraudulenta de punta a punta. La novela de Ricardo Lísias, que recientemente ganó notoriedad con la publicación de Divórcio , cuenta en clave de picaresca el ascenso de Paulo, un metódico y ambicioso ejecutivo paulista a cargo del Area de Desarrollo de un banco multinacional británico. A la vanguardia de los discursos corporativos, de la futurología de los mercados y del “desarrollo de nuevas técnicas empresariales” que incluyen la “lingüística corporativa”, Paulo se pone a estudiar mandarín y a reunir información enciclopédica que luego vuelca en prolijos y precisos memorándums que lo llevarán de San Paulo a la casa matriz en Londres y de allí a la lejana China: frontera última del capital financiero, un mercado soñado, grandioso, lleno de posibilidades y promesas, incluida la cura de un dolor de espalda crónico que no lo deja en paz.
Tan productiva y enriquecedora como la obra de su
admirado Fernando Henrique Cardozo, la experiencia del viaje le sirve
para ganar confianza, al punto que decide renunciar a la carrera
corporativa para volver a San Paulo a fundar un centro de “ counseling, coaching y mentoring
” para ejecutivos inspirado en los valores de la China contemporánea,
que incluye charlas motivacionales y servicios de masajes orientales
antiestrés, y a publicar su libro con consejos para futuros hombres de
negocios que lo consagraría como uno de los grandes pensadores de la
vida corporativa. Pero “en rigor de verdad” (y cuando el narrador de
Lísias repite “en rigor de verdad”, la relación entre las palabras y las
cosas se relaja y la lengua se derrumba), Paulo nunca estuvo en China,
sino en Sudán, monitoreando los fundamentos de una economía globalizada
tan negra como el petróleo tercermundista que la alimenta (tráfico de
armas, lavado de dinero, contrabando de piedras preciosas, terrorismo,
fraudes bancarios). Tampoco la consultora es exactamente un retiro
empresarial, ni las geishas son chinas expertas en aliviar el dolor, ni
lo que ofrecen son masajes terapéuticos: ¿no son prostitutas sudanesas,
cuyo sexo mutilado fascina a los brasileños? Y para ser sinceros, ¿qué
es la “lingüística corporativa”, sino un palabrerío aforístico de
charlatán de feria, mezcla de cháchara de marketing y manual de
autoayuda? Y el poder de innovación de Paulo, su genial capacidad de
saber “reconocer el talento” de los demás y liderar grupos, ¿en qué se
diferencia del plagio, la deslealtad y la explotación de las ideas y el
trabajo ajenos, comenzando por el ghost writer poeta que le escribe los libros?
Afectando
la capacidad de nombrar las palabras por medio de un uso irónico del
indirecto libre (¿quién habla? ¿qué está diciendo? ¿está hablando en
serio?), Lísias nos sumerge y nos saca del reino de la lengua fácil y
patética de una economía que hace cosas con palabras corruptas. Al
cuento chino de la globalización, a la malversación de las palabras,
Lísias contrapone la “paulización” de un mundo (todos personajes se
llaman igual, Paulo, Paul, Paulson, Paula, Paulito, Pauling) sin falsa
conciencia, sin engaños, donde los personajes son sujetos de una razón
cínica que, parafraseando a Peter Sloterdijk, saben lo que hacen, y a
pesar de ello, no se abstienen de hacerlo.
Fetiches
El problema con la razón cínica es que no toca las fantasías, esto es, ese nivel corporal, afectivo, preideológico, donde se juegan las identificaciones que sostienen, por ejemplo, el interés personal o el deseo de consumir: una cosa es criticar al capitalismo, y otra muy distinta es comenzar a desear según una economía no capitalista del goce. Hacia allí se dirige la extraña literatura de Mario Bellatin y su trabajo con el sueño, no porque sus relatos cuenten un sueño, sino porque tienen la forma de los sueños. La relación con el dinero superpuesta a la relación con los padres, el nexo libidinal entre dinero, cuerpo y enfermedad; los juegos entre el escritor, el narrador y el autor; la relación entre literatura y dinero; la imposibilidad de decidir entre realidad y sueño y la precariedad del pacto ficcional, reaparecen en El hombre-dinero con la naturalidad y la frialdad con que los sueños asocian y transforman una cosa en otra. De hecho, El hombre dinero es un sueño con la destrucción en apariencia milagrosa y liberadora de miles de billetes, que el padre del escritor, un inmigrante ilegal en los Estados Unidos obsesionado por la falta de dinero, le contaba al hijo nacido con un solo brazo. Entre la falta de dinero y la falta del brazo hay una relación enigmática, que se remonta a la oferta de una agencia de publicidad de exhibir el cuerpo con un brazo de menos en las gigantografías de Times Square, tanto como al origen de la escritura de alguien fascinado con acuñar letras sobre el papel.
El problema con la razón cínica es que no toca las fantasías, esto es, ese nivel corporal, afectivo, preideológico, donde se juegan las identificaciones que sostienen, por ejemplo, el interés personal o el deseo de consumir: una cosa es criticar al capitalismo, y otra muy distinta es comenzar a desear según una economía no capitalista del goce. Hacia allí se dirige la extraña literatura de Mario Bellatin y su trabajo con el sueño, no porque sus relatos cuenten un sueño, sino porque tienen la forma de los sueños. La relación con el dinero superpuesta a la relación con los padres, el nexo libidinal entre dinero, cuerpo y enfermedad; los juegos entre el escritor, el narrador y el autor; la relación entre literatura y dinero; la imposibilidad de decidir entre realidad y sueño y la precariedad del pacto ficcional, reaparecen en El hombre-dinero con la naturalidad y la frialdad con que los sueños asocian y transforman una cosa en otra. De hecho, El hombre dinero es un sueño con la destrucción en apariencia milagrosa y liberadora de miles de billetes, que el padre del escritor, un inmigrante ilegal en los Estados Unidos obsesionado por la falta de dinero, le contaba al hijo nacido con un solo brazo. Entre la falta de dinero y la falta del brazo hay una relación enigmática, que se remonta a la oferta de una agencia de publicidad de exhibir el cuerpo con un brazo de menos en las gigantografías de Times Square, tanto como al origen de la escritura de alguien fascinado con acuñar letras sobre el papel.
El narrador
de Bellatin nunca se pregunta “por ninguna de las circunstancias que
hacían posible que estuviese sucediendo una escena semejante”; más bien,
deja que aparezcan por sí mismos fragmentos con un sentido desconocido,
según una suerte de alegoría trunca que se resiste a entrar en
intercambios. Y esto tiene que ver, aunque no sepamos exactamente qué,
con la escena fetichizada de los billetes –con imágenes de escritores
clásicos impresos en el dorso– que el protagonista retira de circulación
y atesora como objeto sagrado, en el núcleo mismo de la imaginación
capitalista.
Fermín A. Rodríguez enseñó teoría literaria en la UBA y literatura latinoamericana en San Francisco State University.