Gabriel
García Márquez
Un
día después del sábado
La inquietud empezó en julio, cuando la señora Rebeca, una viuda
amargada que vivía en una inmensa casa de dos corredores y nueve alcobas,
descubrió que sus alambreras estaban rotas como si hubieran sido apedreadas
desde la calle. El primer descubrimiento lo hizo en su dormitorio y pensó que
debía hablar de eso con Argénida, su sirviente y confidente desde que murió su
esposo. Después, removiendo cachivaches (pues desde hacía tiempo la señora
Rebeca no hacía nada distinto que remover cachivaches) advirtió que no sólo las
alambreras de su dormitorio, sino todas las de la casa estaban deterioradas. La
viuda tenía un sentido académico de la autoridad, heredado tal vez de su
bisabuelo paterno, un criollo que en la guerra de Independencia peleó al lado
de los realistas e hizo después un penoso viaje a España con el propósito
exclusivo de visitar el palacio que construyó Carlos III en San Ildefonso. De
manera que cuando descubrió el estado de las otras alambreras, no pensó ya en
hablar con Argénida sino que se puso el sombrero de paja con minúsculas flores
de terciopelo y se dirigió a la alcaldía a dar cuenta del atentado. Pero al
llegar allí, vio que el mismo alcalde, sin camisa, peludo y con una solidez que
a ella le pareció bestial, se ocupaba de reparar las alambradas municipales,
deterioradas como las suyas.
La señora Rebeca irrumpió en la sórdida y revuelta oficina y lo
primero que vio fue un montón de pájaros muertos sobre el escritorio. Pero estaba
ofuscada, en parte por el calor y en parte por la indignación que le produjo la
ruina de sus alambreras. De manera que no tuvo tiempo de estremecerse ante el
inusitado espectáculo de los pájaros muertos sobre el escritorio. Ni siquiera
le escandalizó la evidencia de la autoridad degradada a lo alto de una
escalera, reparando las redes metálicas de la ventana con un rollo de alambre y
un destornillador. Ella no pensaba ahora en otra dignidad que en la suya
propia, escarnecida en sus alambreras, y su ofuscación le impidió incluso
relacionar las ventanas de su casa con las de la alcaldía. Se plantó con
discreta solemnidad a dos pasos de la puerta, en el interior de la oficina, y
apoyada en el largo y guarnecido mango de su sombrilla, dijo:
—Necesito poner una queja.
Desde el tope de la escalera, el alcalde volvió el rostro
congestionado por el calor. No manifestó emoción alguna ante la presencia
insólita de la viuda en su despacho. Con sombría negligencia siguió
desprendiendo la red estropeada y preguntó desde arriba:
—¿Qué es la cosa?
—Que los muchachos del vecindario rompieron las alambreras.
Entonces el alcalde volvió a mirarla. La examinó laboriosamente
desde las primorosas florecillas de terciopelo hasta los zapatos color de plata
antigua, y fue como si la hubiera visto por primera vez en su vida. Descendió
parsimoniosamente, sin dejar de mirarla, y cuando pisó tierra firme apoyó una
mano en la cintura y movió el destornillador hasta el escritorio. Dijo:
—No son los muchachos, señora. Son los pájaros.
Y entonces fue cuando ella relacionó los pájaros muertos sobre el
escritorio con el hombre subido a la escalera y con las estropeadas redes de
sus alcobas. Se estremeció, al imaginar que todos los dormitorios de su casa
estaban llenos de pájaros muertos.
—Los pájaros —exclamó.
—Los pájaros —confirmó el alcalde—. Es extraño que no se haya dado
cuenta si hace tres días que estamos con este problema de los pájaros rompiendo
ventanas para morirse dentro de las casas.
Cuando abandonó la alcaldía, la señora Rebeca se sentía
avergonzada. Y un poco resentida con Argénida que arrastraba hasta su casa
todos los rumores del pueblo y que sin embargo no le había hablado de los
pájaros. Desplegó la sombrilla, deslumbrada por el brillo de un agosto
inminente, y mientras caminaba por la calle abrasante y desierta tuvo la
impresión de que las alcobas de todas las casas exhalaban un fuerte y
penetrante tufo de pájaros muertos.
Esto era en los últimos días de julio, y nunca en la vida del
pueblo había hecho tanto calor. Pero sus habitantes no se dieron cuenta de eso,
impresionados por la mortandad de los pájaros. Aunque el extraño fenómeno no
había influido seriamente en las actividades del pueblo, la mayoría estaba
pendiente de él a principios de agosto. Una mayoría en la que no se contaba su
reverencia, Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y
Montero, el manso pastor de la parroquia que a los noventa y cuatro años de
edad aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones, y que sin embargo sólo
había visto dos pájaros muertos sin atribuirles la menor importancia. El
primero lo encontró un martes en la sacristía, después de la misa, y pensó que
había llegado hasta ese lugar arrastrado por algún gato del vecindario. El otro
lo encontró el miércoles en el corredor de la casa cural y lo empujó con la
punta de la bota hasta la calle, pensando: No debían existir los gatos.
Pero el viernes, al llegar a la estación del ferrocarril, encontró
un tercer pájaro muerto en el escaño que eligió para sentarse. Fue como un relámpago
en su interior, cuando agarró el cadáver por las patitas, lo alzó hasta el
nivel de sus ojos, lo volteó, lo examinó, y pensó sobresaltado: Caramba, es el
tercero que encuentro en esta semana. Desde ese instante empezó a darse cuenta
de lo que estaba ocurriendo en el pueblo, pero de una manera muy imprecisa,
pues el padre Antonio Isabel, en parte por la edad y en parte también porque
aseguraba haber visto al diablo en tres ocasiones (cosa que al pueblo le
parecía un tanto dislocada), era considerado por sus feligreses como un buen
hombre, pacífico y servicial, pero que andaba habitualmente por las nebulosas.
Pues se dio cuenta de que algo ocurría a los pájaros, pero incluso entonces no
creyó que aquello fuera tan importante como para que mereciera un sermón. Él
fue el primero que sintió el olor. Lo sintió en la noche del viernes, cuando
despertó alarmado, interrumpido su liviano sueño por una tufarada nauseabunda,
pero no supo si atribuirlo a una pesadilla o a un nuevo y original recurso
satánico para perturbar su sueño. Olfateó a su alrededor y se dio vuelta en la
cama, pensando que aquella experiencia podría servirle para un sermón. Podría
ser, pensó, un dramático sermón sobre la habilidad de Satán para filtrarse en
el corazón humano por cualquiera de los cinco sentidos.
Cuando se paseaba por el atrio al día siguiente antes de la misa,
oyó hablar por primera vez de los pájaros muertos. Estaba pensando en el
sermón, en Satanás y en los pecados que pueden cometerse por el sentido del
olfato, cuando oyó decir que el mal olor nocturno era de los pájaros
recolectados durante la semana; y se le formó en la cabeza un confuso revoltijo
de prevenciones evangélicas, de malos olores y de pájaros muertos. De manera
que el domingo tuvo que improvisar sobre la caridad una parrafada que él mismo
no entendió muy a las claras, y se olvidó para siempre de las relaciones entre
el diablo y los cinco sentidos.
Sin embargo, en algún sitio muy remoto de su pensamiento debieron
de quedar agazapadas aquellas experiencias. Eso le ocurría siempre, no sólo en
el seminario hacía ya más de 70 años, sino de manera muy particular después de
que cumplió los 90. En el seminario, una tarde muy clara en que caía un fuerte
aguacero sin tormenta, él leía un trozo de Sófocles en su idioma original.
Cuando acabó de llover miró a través de la ventana el campo fatigado, la tarde
lavada y nueva, y se olvidó enteramente del teatro griego y de los clásicos que
él no diferenciaba sino que llamaba, de manera general, “los ancianitos de
antes”. Una tarde sin lluvia, acaso treinta, cuarenta años después, atravesaba
la plaza empedrada de un pueblo, al que había ido de visita, y sin proponérselo
recitó la estrofa de Sófocles que leía en el seminario. Esa misma semana,
conversó largamente sobre “los ancianitos de antes” con el vicario apostólico,
un anciano locuaz e impresionable, aficionado a unos complejos acertijos para
eruditos que él decía haber inventado y que se popularizaron años después con
el nombre de crucigramas.
Aquella entrevista le permitió recoger de un golpe todo su viejo y
entrañable amor por los clásicos griegos. En la Navidad de ese año recibió una
carta. Y de no haber sido porque ya para esa época había adquirido el sólido
prestigio de ser exageradamente imaginativo, intrépido para la interpretación y
un poco disparatado en sus sermones, en esa ocasión lo habrían hecho obispo.
Pero se enterró en el pueblo, desde mucho antes de la guerra del
85, y en la época en que los pájaros venían a morir en los dormitorios, hacía
años que habían pedido su reemplazo por un sacerdote más joven, especialmente
cuando dijo haber visto al diablo. Desde entonces comenzaron a no tenerlo en
cuenta, cosa que él no advirtió de una manera muy clara a pesar de que todavía
podía descifrar los menudos caracteres de su breviario sin necesidad de
anteojos.
Siempre había sido un hombre de costumbres regulares. Pequeño,
insignificante, de huesos pronunciados y sólidos y ademanes reposados y una voz
sedante para la conversación pero demasiado sedante para el púlpito. Permanecía
hasta la hora del almuerzo echando globos en su alcoba, tirado a la bartola en
una silla de lona y sin otras prendas de vestir que unos largos pantaloncillos
de sarga con las bocapiernas amarradas a los tobillos.
No hacía nada, salvo decir la misa. Dos veces a la semana se
sentaba en el confesionario, pero hacía años que no se confesaba nadie. Él
creía sencillamente que sus feligreses estaban perdiendo la fe a causa de las
costumbres modernas, de ahí que hubiera considerado como un acontecimiento muy oportuno
haber visto al diablo en tres ocasiones, aunque sabía que la gente daba muy
poco crédito a sus palabras a pesar de que tenía conciencia de no ser muy
convincente cuando hablaba de esas experiencias. Para él mismo no habría sido
una sorpresa descubrir que estaba muerto, no sólo a lo largo de los últimos
cinco años, sino también en esos momentos extraordinarios en que encontró los
dos primeros pájaros. Cuando encontró el tercero, sin embargo, se asomó un poco
a la vida, de manera que en los últimos días estuvo pensando con apreciable
frecuencia en el pájaro muerto sobre el escaño de la estación.
Vivía a diez pasos del templo, en una casa pequeña, sin
alambreras, con un corredor hacia la calle y dos cuartos que le servían
de despacho y dormitorio. Consideraba, tal vez en sus momentos de menor
lucidez, que es posible lograr la felicidad en la tierra cuando no hace mucho
calor, y esa idea le producía un poco de desconcierto. Le gustaba extraviarse
por vericuetos metafísicos. Era eso lo que hacía cuando se sentaba en el
corredor todas las mañanas, con la puerta entreabierta, cerrados los ojos y los
músculos distendidos. Sin embargo, él mismo no cayó en la cuenta de que se
había vuelto tan sutil en sus pensamientos, que hacía por lo menos tres años
que en sus momentos de meditación ya no pensaba en nada.
A las doce en punto, un muchacho atravesaba el corredor con un
portacomidas de cuatro secciones que contenía lo mismo todos los días: sopa de
hueso con un pedazo de yuca, arroz blanco, carne guisada sin cebolla, plátano
frito o bollo de maíz y un poco de lentejas que el padre Antonio Isabel del
Santísimo Sacramento del Altar no había probado jamás.
El muchacho ponía el portacomidas junto a la silla donde yacía el
sacerdote, pero éste no abría los ojos mientras no escuchaba otra vez las
pisadas en el corredor. Por eso en el pueblo creían que el padre dormía la
siesta antes del almuerzo (cosa que parecía igualmente dislocada) cuando la
verdad era que ni siquiera de noche dormía normalmente. Para esa época sus hábitos
se habían descomplicado hasta el primitivismo. Almorzaba sin moverse de su
silla de lona, sin sacar los alimentos del portacomidas, sin usar los platos ni
el tenedor ni el cuchillo, sino apenas la misma cuchara con que tomaba la sopa.
Después se levantaba, se echaba un poco de agua en la cabeza, se ponía la
sotana blanca y averaguada con grandes remiendos cuadrados, y se dirigía a la
estación del ferrocarril, precisamente a la hora en que el resto del pueblo se
acostaba a dormir la siesta. Desde hacía varios meses recorría ese trayecto
murmurando la oración que él mismo inventó la última vez que se le apareció el
diablo.
Un sábado —nueve días después de que empezaron a caer pájaros
muertos— el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar se dirigía
a la estación cuando cayó un pájaro agonizante a sus pies, precisamente frente
a la casa de la señora Rebeca. Un resplandor de lucidez estalló en su cabeza y
se dio cuenta de que aquel pájaro, a diferencia de los otros, podía ser
salvado. Lo tomó en sus manos y llamó a la puerta de la señora Rebeca, en el
instante en que ella se desabrochaba el corpiño para dormir la siesta.
En su alcoba, la viuda oyó los golpes e instintivamente desvió la
vista hacia las alambreras. No había penetrado ningún pájaro a esa alcoba desde
hacía dos días. Pero la red continuaba desflecada. Había considerado un gasto
inútil hacerla reparar mientras no cesara aquella invasión de pájaros que la
mantenía con los nervios irritados. Por encima del zumbido del ventilador
eléctrico, oyó los golpes a la puerta y recordó con impaciencia que Argénida
hacía la siesta en la última al-coba del corredor. Ni siquiera se le ocurrió
preguntarse quién podía importunarla a esas horas. Volvió a abotonarse el
corpiño, traspuso la puerta alambrada, caminó derecho y afectada a lo largo del
corredor, atravesó la sala recargada de muebles y objetos decorativos, y antes
de abrir la puerta vio a través de la red metálica que allí estaba el padre
Antonio Isabel, taciturno, con los ojos apagados y un pájaro en las manos
(antes de que ella abriera la puerta) diciendo: “Si le echamos un poco de agua
y después lo metemos debajo de una totuma, estoy seguro de que se pondrá bien”.
Y al abrir la puerta, la señora Rebeca sintió que desfallecía de terror.
No permaneció allí más de cinco minutos. La señora Rebeca creía
que era ella quien había abreviado el incidente. Pero en realidad había sido el
padre. Si la viuda hubiera reflexionado en ese instante, se habría dado cuenta
de que el sacerdote, en los treinta años que llevaba de vivir en el pueblo, no
había permanecido nunca más de cinco minutos en su casa. Le parecía que en la
profusa utilería de la sala se manifestaba claramente el espíritu concupiscente
de la dueña, a pesar de su parentesco con el Obispo, muy remoto, pero
reconocido. Además, había una leyenda (o una historia) sobre la familia de la
señora Rebeca, que seguramente, pensaba el padre, no había llegado hasta el
palacio episcopal, con todo y que el coronel Aureliano Buendía, primo hermano
de la viuda a quien ella consideraba un descastado, aseguró alguna vez que el
Obispo no había visitado el pueblo en el nuevo siglo por eludir la visita a su
parienta. De cualquier modo, fuera aquello historia o leyenda, la verdad era
que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar no se sentía
bien en esa casa, cuyo único habitante no había dado nunca muestras de piedad y
sólo se confesaba una vez al año, pero respondiendo con evasivas cuando él
trataba de concretarla acerca de la oscura muerte de su esposo. Si ahora había
estado allí, aguardando a que ella trajera un vaso de agua para bañar un pájaro
agonizante, era por determinación de una circunstancia que él no hubiera
provocado jamás.
Mientras regresaba la viuda, el sacerdote, sentado en un suntuoso
mecedor de madera labrada, sentía la extraña humedad de esa casa que no había
vuelto a sosegarse desde cuando sonó un pistoletazo, hacía más de cuarenta
años, y José Arcadio Buen-día, hermano del coronel, cayó de bruces entre un
ruido de hebillas y espuelas sobre las polainas aún calientes que se acababa de
quitar.
Cuando la señora Rebeca irrumpió de nuevo en la sala, vio al padre
Antonio Isabel sentado en el mecedor y con ese aire de nebulosidad que a ella
le producía terror.
—La vida de un animal —dijo el padre— es tan grata a Nuestro Señor
como la de un hombre.
Al decirlo, no se acordó de José Arcadio Buendía. Tampoco lo
recordó la viuda. Pero ella estaba acostumbrada a no dar crédito a las palabras
del padre, desde cuando habló en el púlpito de las tres veces en que se le
apareció el diablo. Sin prestarle atención tomó el pájaro entre las manos, lo
sumergió en el vaso y lo sacudió después. El padre observó que había impiedad y
negligencia en su manera de actuar, una absoluta falta de consideración por la
vida del animal.
—No le gustan los pájaros —dijo, de manera suave pero afirmativa.
La viuda levantó los párpados en un gesto de impaciencia y
hostilidad.
—Aunque me hubieran gustado alguna vez —dijo— los aborrecería
ahora que les ha dado por morirse dentro de las casas.
—Han muerto muchos —dijo él, implacable. Habría podido pensarse
que había mucho de astucia en la uniformidad de su voz.
—Todos —dijo la viuda. Y agregó, mientras exprimía el animal con
repugnancia y lo colocaba debajo de una totuma—: Y eso no me importaría, si no
me hubieran roto las alambreras.
Y a él le pareció que nunca había conocido tanta dureza de
corazón. Un instante después, teniéndole en su propia mano, el sacerdote se dio
cuenta de que aquel cuerpo minúsculo e indefenso había dejado de latir.
Entonces se olvidó de todo: de la humedad de la casa, de la concupiscencia, del
insoportable olor a pólvora en el cadáver de José Arcadio Buendía, y se dio
cuenta de la prodigiosa verdad que lo rodeaba desde el principio de la semana.
Allí mismo, mientras la viuda lo veía abandonar la casa con el pájaro muerto
entre las manos y una expresión amenazante, él asistió a la maravillosa
revelación de que sobre el pueblo estaba cayendo una lluvia de pájaros muertos
y de que él, el ministro de Dios, el predestinado que había conocido la
felicidad cuando no hacía calor, había olvidado enteramente el Apocalipsis.
Ese día fue a la estación, como siempre, pero no se dio cuenta
cabal de sus actos. Sabía confusamente que algo estaba ocurriendo en el mundo,
pero se sentía embotado, bruto, indigno del instante. Sentado en el escaño de
la estación trataba de recordar si había lluvia de pájaros muertos en el
Apocalipsis, pero lo había olvidado por completo. De pronto pensó que el
retraso en casa de la señora Rebeca le había hecho perder el tren y estiró la
cabeza por encima de los vidrios polvorientos y rotos y vio en el reloj de la
administración que aún faltaban doce minutos para la una. Cuando regresó al
escaño sintió que se asfixiaba. En ese momento se acordó de que era sábado.
Movió por un instante su abanico de palma trenzada, perdido en sus oscuras
nebulosas interiores. Y después se desesperó de los botones de su sotana y de
los botones de sus botas y de sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga y
se dio cuenta, alarmado, de que nunca en su vida había sentido tanto calor.
Sin moverse del escaño se desabotonó el cuello de la sotana,
extrajo de la manga el pañuelo y se enjugó el rostro congestionado, pensando en
un instante de iluminado patetismo que tal vez estaba asistiendo a la
elaboración de un terremoto. Había leído eso en alguna parte. Sin embargo, el
cielo estaba despejado; un cielo transparente y azul del que misteriosamente
habían desaparecido todos los pájaros. Él se dio cuenta del color y de la transparencia,
pero momentáneamente se olvidó de los pájaros muertos. Ahora pensaba en otra
cosa, en la posibilidad de que se desatara una tormenta. Sin embargo, el cielo
estaba diáfano y tranquilo, como si fuera el cielo de otro pueblo remoto y
diferente, donde nunca había sentido calor, y como si no fueran los suyos sino
otros los ojos que estuvieran contemplándolo. Después miró hacia el norte, por
encima de los techos de palma y cinc oxidado, y vio la lenta, la silenciosa, la
equilibrada mancha de gallinazos sobre el muladar.
Por alguna razón misteriosa sintió que en ese instante revivían en
él las emociones que experimentó un domingo en el seminario, poco antes de
recibir las órdenes menores. El rector lo había autorizado para hacer uso de su
biblioteca particular y él permanecía durante horas y horas (especialmente los
do-mingos) sumergido en la lectura de unos libros amarillos, olorosos a madera
envejecida, y con anotaciones en latín hechas con los garabatos minúsculos y
erizados del rector. Un domingo, después de que había leído durante todo el
día, entró el rector a la habitación y se apresuró, azorado, a recoger una
tarjeta que evidentemente se había caído de entre las páginas del libro que él
leía. Presenció la ofuscación de su superior con discreta indiferencia, pero
alcanzó a leer la tarjeta. Sólo había una frase, escrita a tinta morada con
letra nítida y recta: Madame Ivette est morte cette nuit. Más de medio siglo
después, viendo una mancha de gallinazos sobre un pueblo olvidado, se acordó de
la expresión taciturna del rector, sentado frente a él, malva al crepúsculo y
con la respiración imperceptiblemente alterada.
Impresionado por aquella asociación, no sintió entonces calor sino
precisamente todo lo contrario, un mordisco de hielo en las ingles y la planta
de los pies. Sintió pavor, sin saber cuál era la causa precisa de ese pavor,
enredado en una maraña de ideas confusas, entre las que era imposible
diferenciar una sensación nauseabunda y la pezuña de Satanás atascada en el
barro y un tropel de pájaros muertos cayendo sobre el mundo mientras él,
Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar, permanecía indiferente a ese
acontecimiento. Entonces se irguió, levantó una mano asombrada como para
iniciar un saludo que se perdió en el vacío, y exclamó aterrorizado: “El Judío
Errante”.
En ese momento pitó el tren. Por primera vez en muchos años él no
lo oyó. Lo vio entrar en la estación, envuelto en una densa humareda, y oyó la
granizada de cisco contra las láminas de cinc oxidado. Pero eso fue como un
sueño remoto e indescifrable, del cual no despertó por completo hasta esa
tarde, un poco después de las cuatro, cuando dio los últimos toques al
formidable sermón que pronunciaría el domingo. Ocho horas después, fueron a
buscarlo para que administrara la extremaunción a una mujer.
De manera que el padre no supo quién llegó esa tarde en el
tren. Durante mucho tiempo había visto pasar los cuatro vagones desvencijados y
descoloridos, y no recordaba que alguien hubiera descendido de ellos para
quedarse, al menos en los últimos años. Antes era distinto, cuando podía estar
una tarde entera viendo pasar un tren cargado de banano; ciento cuarenta
vagones cargados de frutas, pasando sin pasar, hasta cuando pasaba, ya entrada
la noche, el último vagón con un hombre colgando una lámpara verde. Entonces
veía el pueblo al otro lado de la línea —ya encendidas las luces— y le parecía
que, con sólo verlo pasar, el tren lo había llevado a otro pueblo. Tal
vez de ahí vino su costumbre de asistir todos los días a la estación, incluso
después de que ametrallaron a los trabajadores y se acabaron las plantaciones
de bananos y con ellas los trenes de ciento cuarenta vagones, y quedó apenas
ese tren amarillo y polvoriento que no traía ni se llevaba a nadie.
Pero ese sábado llegó alguien. Cuando el padre Antonio Isabel del
Santísimo Sacramento del Altar se alejó de la estación, un muchacho apacible,
con nada de particular aparte de su hambre, lo vio desde la ventana del último
vagón en el preciso instante en que se acordó de que no comía desde el día
anterior. Pensó: Si hay un cura debe haber un hotel. Y descendió del vagón y
atravesó la calle abrasada por el metálico sol de agosto y penetró en la fresca
penumbra de una casa situada frente a la estación donde sonaba el disco gastado
de un gramófono. El olfato agudizado por el hambre de dos días le indicó que
ése era el hotel. Y ahí penetró, sin ver la tablilla: Hotel Macondo, un letrero
que él no había de leer en su vida.
La propietaria estaba encinta con más de cinco meses. Tenía color
de mostaza y la apariencia de ser idéntica a su madre cuando su madre estaba
encinta de ella. Él pidió “un almuerzo lo más rápido que pueda” y ella, sin
tratar de apresurarse, le sirvió un plato de sopa con un hueso pelado y
picadillo de plátano verde. En ese instante pitó el tren. Envuelto en el vapor
cálido y saludable de la sopa, él calculó la distancia que lo separaba de la
estación e inmediatamente después se sintió invadido por esa confusa sensación
de pánico que produce la pérdida de un tren.
Trató de correr. Llegó hasta
la puerta, angustiado, pero aún no había dado un paso fuera del umbral cuando
se dio cuenta de que no tenía tiempo de alcanzar el tren. Cuando volvió a la
mesa se había olvidado de su hambre; vio, junto al gramófono, a una muchacha
que lo miraba sin piedad, con una horrible expresión de perro meneando la cola.
Por primera vez en todo el día se quitó entonces el sombrero que le había
regalado su madre dos meses antes, y lo aprisionó entre las rodillas mientras
acababa de comer. Cuando se levantó de la mesa no parecía preocupado por la
pérdida del tren ni por la perspectiva de pasar un fin de semana en un pueblo
cuyo nombre no se ocuparía de averiguar. Se sentó en un rincón de la sala, con
los huesos de la espalda apoyados en una silla dura y recta, y permaneció allí
largo rato sin escuchar los discos, hasta que la muchacha que los seleccionaba
dijo:
—En el corredor hay más fresco.
Él se sintió mal. Le costaba trabajo iniciarse con los
desconocidos. Le angustiaba mirar a la gente a la cara y cuando no le quedaba
otro recurso que hablar, las palabras le salían diferentes a como las pensaba.
“Sí”, respondió. Y sintió un ligero escalofrío. Trató de mecerse, olvidado de
que no estaba en una mecedora.
—Los que vienen aquí ruedan una silla para el corredor que es más
fresco —dijo la muchacha. Y él, oyéndola, se dio cuenta con angustia de que
ella tenía deseos de conversar. Se arriesgó a mirarla, en el instante en que le
daba cuerda al gramófono. Parecía estar sentada allí desde hacía meses, años
quizás, y no manifestaba el menor interés en moverse de ese lugar. Le daba
cuerda al gramófono, pero su vida estaba fija en él. Estaba sonriendo.
—Gracias —dijo él, tratando de levantarse, de dar espontaneidad a
sus movimientos.
La muchacha no dejó de mirarlo; dijo: —También dejan el sombrero
en el percherito.
Esta vez sintió una brasa en las orejas. Se estremeció pensando en
aquella manera de sugerir las cosas. Se sentía incómodo, acorralado, y otra vez
sintió el pánico por la pérdida del tren. Pero en ese instante penetró a la
sala la propietaria.
—¿Qué hace? —preguntó.
—Está rodando la silla para el corredor, como lo hacen todos —dijo
la muchacha.
Él creyó advertir un acento de burla en sus palabras.
—No se preocupe —dijo la propietaria—. Yo le traeré un taburete.
La muchacha se rió y él se sintió desconcertado. Hacía calor, un
calor seco y plano. Y estaba sudando. La propietaria rodó hasta el corredor un
taburete de madera con fondos de cuero. Se disponía a seguirla cuando la
muchacha volvió a hablar.
—Lo malo es que lo van a asustar los pájaros —dijo.
Él alcanzó a ver la mirada dura cuando la propietaria volvió los
ojos hacia la muchacha. Fue una mirada rápida pero intensa.
—Lo que debes hacer es callarte —dijo, y se volvió sonriente hacia
él. Entonces se sintió menos solo y tuvo deseos de hablar.
—¿Qué es lo que dice? —preguntó.
—Que a esta hora caen pájaros muertos en el corredor —dijo la
muchacha.
—Son cosas de ella —dijo la propietaria. Se inclinó a arreglar un
ramo de flores artificiales en la mesita de centro. Había un temblor nervioso
en sus dedos.
—Cosas mías, no —dijo la muchacha—. Tú misma barriste dos antier.
La propietaria la miró exasperada. Tenía una expresión lastimosa y
evidentes deseos de explicarlo todo, hasta cuando no quedara el menor rastro de
duda.
—Lo que ocurre, señor, es que antier los muchachos dejaron dos
pájaros muertos en el corredor para molestarla, y después le dijeron que
estaban cayendo pájaros muertos del cielo. Ella se traga todo lo que le dicen.
Él sonrió. Le parecía muy divertida aquella explicación: se frotó
las manos y se volvió a mirar a la muchacha que lo contemplaba angustiada. El
gramófono había dejado de sonar. La propietaria se retiró a la otra pieza y
cuando él se dirigía al corredor la muchacha insistió en voz baja:
—Yo los he visto caer. Créamelo. Todo el mundo los ha visto.
Y él creyó comprender entonces su apego al gramófono y la
exasperación de la propietaria.
—Sí —dijo compasivamente. Y después, moviéndose hacia el
corredor—: Yo también los he visto.
Hacía menos calor afuera, a la sombra de los almendros. Recostó el
taburete contra el marco de la puerta, echó la cabeza hacia atrás y pensó en su
madre; su madre postrada en el mecedor, espantando las gallinas con un largo
palo de escoba, mientras sentía que por primera vez él no estaba en la casa.
La semana anterior habría podido pensar que su vida era una cuerda
lisa y recta, tendida desde la lluviosa madrugada de la última guerra civil en
que vino al mundo entre las cuatro paredes de barro y cañabrava de una escuela
rural, hasta esa mañana de junio en que cumplió 22 años y su madre llegó hasta
su chinchorro para regalarle un sombrero con una tarjeta: “A mi querido hijo,
en su día”. En ocasiones se sacudía la herrumbre de la ociosidad y sentía
nostalgia de la escuela, del pizarrón y del mapa de un país superpoblado por
los excrementos de las moscas, y de la larga fila de jarros colgados en la
pared debajo del nombre de cada niño. Allí no hacía calor. Era un pueblo verde
y plácido, con unas gallinas de largas patas cenicientas que atravesaban el
salón de clases para echarse a poner debajo del tinajero. Su madre era entonces
una mujer triste y hermética. Se sentaba al atardecer a recibir el viento
acabado de filtrar en los cafetales, y decía: “Manaure es el pueblo más bello
del mundo”; y luego, volviéndose hacia él, viéndolo crecer sordamente en el
chinchorro: “Cuando estés grande te darás cuenta de eso”. Pero no se dio cuenta
de nada. No se dio cuenta a los 15 años, siendo ya demasiado grande para su
edad, rebosante de esa salud insolente y atolondrada que da la ociosidad. Hasta
cuando cumplió los 20 años su vida no fue nada esencialmente distinta de unos
cambios de posición en el chinchorro. Pero para esa época su madre, obligada
por el reumatismo, abandonó la escuela que había atendido durante 18 años, de
manera que se fueron a vivir a una casa de dos cuartos con un patio enorme,
donde criaron gallinas de patas cenicientas como las que atravesaban el salón
de clases.
El cuidado de las gallinas fue su primer contacto con la realidad.
Y había sido el único hasta el mes de julio, en que su madre pensó en la
jubilación y consideró que ya el hijo tenía suficiente sagacidad para
gestionarla. Él colaboró de manera eficaz en la preparación de los documentos,
y hasta tuvo el tacto necesario para convencer al párroco de que alterara en
seis años la partida de bautismo de su madre, que aún no tenía edad para la
jubilación. El jueves recibió las últimas instrucciones escrupulosa-mente
pormenorizadas por la experiencia pedagógica de su madre, e inició el viaje
hacia la ciudad con doce pesos, una muda de ropa, el legajo de documentos y una
idea enteramente rudimentaria de la palabra “jubilación”, que él interpretaba
en bruto como una determinada cantidad de dinero que debía entregarle el gobierno
para poner una cría de cerdos.
Adormilado en el corredor del hotel, entorpecido por el bochorno,
no se había detenido a pensar en la gravedad de su situación. Suponía que el
percance quedaría resuelto al día siguiente con el regreso del tren, de suerte
que ahora su única preocupación era esperar el domingo para reanudar el viaje y
no acordarse jamás de ese pueblo donde hacía un calor insoportable. Un poco
antes de las cuatro cayó en un sueño incómodo y pegajoso, pensando, mientras
dormía, que era una lástima no haber traído el chinchorro. Entonces fue cuando
se dio cuenta de que había olvidado en el tren el envoltorio de la ropa y los
documentos de la jubilación. Despertó abruptamente, sobresaltado, pensando en
su madre y otra vez acorralado por el pánico.
Cuando rodó el asiento hasta la sala se habían encendido las luces
del pueblo. No conocía el alumbrado eléctrico, de manera que experimentó una
fuerte impresión al ver las bombillas pobres y manchadas del hotel. Luego
recordó que su madre le había hablado de eso y siguió rodando el asiento hasta
el comedor tratando de evitar los moscardones que estrellaban como proyectiles
en los espejos. Comió sin apetito, ofuscado por la clara evidencia de su
situación, por el calor intenso, por la amargura de aquella soledad que padecía
por primera vez en su vida. Después de las nueve fue conducido al fondo de la
casa, a un cuarto de madera empapelado con periódicos y revistas. A la
medianoche se hallaba sumergido en un sueño pantanoso y febril, mientras a
cinco cuadras de allí el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del
Altar, tendido boca arriba en su catre, pensaba que las experiencias de esa
noche reforzaban el sermón que tenía preparado para las siete de la mañana. El
padre reposaba con sus largos y ajustados pantaloncillos de sarga, entre el
denso rumor de los zancudos. Un poco antes de las doce había atravesado el
pueblo para administrar la extremaunción a una mujer y se sentía exaltado y
nervioso, de manera que puso los elementos sacramentales junto al catre y se
acostó a repasar el sermón. Permaneció así varias horas, tendido boca arriba en
el catre hasta cuando oyó el horario remoto de un alcaraván en la madrugada.
Entonces trató de levantarse, se incorporó penosamente y pisó la campanilla y
se fue de bruces contra el suelo áspero y sólido de la habitación.
Apenas se dio cuenta de sí mismo cuando experimentó la sensación
terebrante que le subió por el costado. En ese momento tuvo conciencia de su
peso total: juntos el peso de su cuerpo, de sus culpas y de su edad. Sintió
contra la mejilla la solidez del suelo pedregoso que tantas veces, al preparar
sus sermones, le había servido para formarse una idea precisa del camino que
conduce al infierno. “Cristo”, murmuró asustado, pensando: “Seguro que nunca más
podré ponerme en pie.”
No supo cuánto tiempo permaneció postrado en el suelo, sin pensar
en nada, sin acordarse siquiera de implorar una buena muerte. Fue como si, en
realidad, hubiera estado muerto por un instante. Pero cuando recobró el
conocimiento ya no sentía dolor ni espanto. Vio la raya lívida debajo de la
puerta; oyó, remoto y triste, el clamor de los gallos, y se dio cuenta de que
estaba vivo y de que recordaba perfectamente las palabras del sermón.
Cuando descorrió la tranca de la puerta estaba amaneciendo. Había
dejado de sentir dolor y hasta le parecía que el golpe lo había descargado de
su ancianidad. Toda la bondad, los extravíos y los padecimientos del pueblo
penetraron hasta su corazón cuando tragó la primera bocanada de aquel aire que era
una humedad azul llena de gallos. Luego miró en torno suyo como para
reconciliarse con la soledad, y vio a la tranquila penumbra del amanecer, uno,
dos, tres pájaros muertos en el corredor.
Durante nueve minutos contempló los tres cadáveres, pensando, de
acuerdo con el sermón previsto, que aquella muerte colectiva de los pájaros
necesitaba una expiación. Luego caminó hasta el otro extremo del corredor,
recogió los tres pájaros muertos y regresó a la tinaja y la destapó y uno tras
otro echó los pájaros en el agua verde y dormida sin conocer exactamente el
objetivo de aquella acción. Tres y tres hacen media docena en una semana,
pensó, y un prodigioso relámpago de lucidez le indicó que había empezado a
padecer el gran día de su vida.
A las siete había empezado el calor. En el hotel, el único
comensal aguardaba el desayuno. La muchacha del gramófono no se había levantado
aún. La propietaria se acercó y en ese instante parecía como si estuvieran
sonando dentro de su vientre abultado las siete campanadas del reloj.
—Siempre fue que lo dejó el tren —dijo con un acento de tardía
conmiseración. Y luego trajo el desayuno: café con leche, un huevo frito y
tajadas de plátano verde.
Él trató de comer, pero no sentía hambre. Se sentía alarmado de
que hubiera empezado el calor. Sudaba a chorros. Se asfixiaba. Había dormido
mal, con la ropa puesta, y ahora tenía un poco de fiebre. Sentía otra vez el
pánico y se acordaba de su madre, en el instante en que la propietaria se
acercó a recoger los platos, radiante dentro de su traje nuevo de grandes
flores verdes. El traje de la propietaria le hizo recordar que era domingo.
—¿Hay misa? —preguntó.
—Sí hay —dijo la mujer—. Pero es como si no hubiera porque no va
casi nadie. Es que no han querido mandar un padre nuevo.
—¿Y qué pasa con el de ahora?
—Que tiene como cien años y está medio chiflado —dijo
la mujer, y permaneció inmóvil, pensativa, con todos los platos en una mano.
Luego dijo:
—El otro día juró en el púlpito que había visto al diablo y desde
entonces casi nadie volvió a la misa.
De manera que fue a la iglesia, en parte por su desesperación y en
parte por la curiosidad de conocer a una persona de cien años. Advirtió que era
un pueblo muerto, con calles interminables y polvorientas y sombrías
casas de madera con techos de cinc, que parecían deshabitadas. Eso era el
pueblo en domingo: calles sin hierba, casas con alambreras y un cielo profundo
y maravilloso sobre un calor asfixiante. Pensó que no había ahí ninguna señal
que permitiera distinguir el domingo de otro día cualquiera, y mientras
caminaba por la calle desierta se acordó de su madre: “Todas las calles de
todos los pueblos conducen inexorablemente a la iglesia o al cementerio.” En
este instante desembocó en una pequeña plaza empedrada con un edificio de cal
con una torre y un gallo de madera en la cúspide y un reloj parado en las
cuatro y diez.
Sin apresurarse atravesó la plaza, subió por los tres escalones
del atrio e inmediatamente sintió el olor del envejecido sudor humano revuelto
con el olor del incienso, y penetró en la tibia penumbra de la iglesia casi
vacía.
El padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar acababa
de subir al púlpito. Iba a iniciar el sermón cuando vio entrar a un muchacho
con el sombrero puesto. Lo vio examinar con sus grandes ojos serenos y
transparentes el templo casi vacío. Lo vio sentarse en el último escaño, la
cabeza ladeada y las manos sobre las rodillas. Se dio cuenta de que era un
forastero. Tenía más de 20 años de estar en el pueblo y habría podido reconocer
a cualquiera de sus habitantes hasta por el olor. Por eso sabía que el muchacho
que acababa de llegar era un forastero. En una mirada breve e intensa observó
que era un ser taciturno y un poco triste y que tenía la ropa sucia y arrugada.
Es como si tuviera mucho tiempo de estar durmiendo con ella, pensó, con un
sentimiento que era una mezcolanza de repugnancia y piedad. Pero después,
viéndolo en el escaño, sintió que su alma desbordaba gratitud y se dispuso a
pronunciar para él el gran sermón de su vida. Cristo —pensaba mientras tanto—,
permite que recuerde el sombrero para que no tenga que echarlo del templo.
Y comenzó el sermón.
Al principio habló sin darse cuenta de sus palabras. Ni siquiera
se escuchaba a sí mismo. Oía apenas la melodía definida y suelta que fluía de
un manantial dormido en su alma desde el principio del mundo. Tenía la confusa
certidumbre de que las palabras estaban brotando precisas, oportunas, exactas,
en el orden y la ocasión previstos. Sentía que un vapor caliente le presionaba
las entrañas. Pero sabía también que su espíritu estaba limpio de vanidad y que
la sensación de placer que le embargaba los sentidos no era soberbia, ni
rebeldía, ni vanidad, sino el puro regocijo de su espíritu en Nuestro Señor.
En su alcoba, la señora Rebeca se sentía desfallecer,
comprendiendo que dentro de un momento el calor se volvería imposible. Si no se
hubiera sentido arraigada al pueblo por un oscuro temor a la novedad, habría
metido sus cachivaches en un baúl con naftalina y se hubiera ido a rodar por el
mundo, como lo hizo su bisabuelo, según le habían contado. Pero íntimamente
sabía que estaba destinada a morir en el pueblo, entre aquellos interminables
corredores y las nueve alcobas cuyas alambreras, pensaba, haría reemplazar por
vidrios erizados, cuando cesara el calor. De manera que se quedaría allí,
decidió (y ésa era una decisión que tomaba siempre que ordenaba la ropa en el
armario), y decidió también escribirle a “mi ilustrísimo primo” para que
mandara un padre joven y poder asistir de nuevo a la iglesia con su sombrero de
minúsculas flores de terciopelo y oír otra vez una misa ordenada y sermones
sensatos y edificantes.
Mañana es lunes, pensó, empezando a pensar de una vez en el
encabezamiento de la carta para el Obispo (encabezamiento que el coronel
Buendía había calificado de frívolo e irrespetuoso), cuando Argénida abrió
bruscamente la puerta alambrada y exclamó:
—Señora, dicen que el padre se volvió loco en el púlpito.
La viuda volvió hacia la puerta un rostro otoñal y amargo,
enteramente suyo.
—Hace por lo menos cinco años que está loco —dijo. Y siguió
aplicada a la clasificación de su ropa, diciendo—: Debe ser que volvió a ver al
diablo.
—Ahora no fue el diablo —dijo Argénida.
—¿Y entonces a quién? —preguntó la señora Rebeca, estirada,
indiferente.
—Ahora dice que vio al Judío Errante.
La viuda sintió que se le crispaba la piel. Un tropel de revueltas
ideas entre las cuales no podía diferenciar sus alambreras rotas, el calor, los
pájaros muertos y la peste, pasó por su cabeza al escuchar esas palabras que no
recordaba desde las tardes de su infancia remota: “El Judío Errante.” Y
entonces comenzó a moverse, lívida, helada, hacia donde Argénida la contemplaba
con la boca abierta.
—Es verdad —dijo, con una voz que se le subió de las entrañas—.
Ahora me explico por qué se están muriendo los pájaros.
Impulsada por el terror, se tocó con una negra mantilla bordada y
atravesó como una exhalación el largo corredor y la sala recargada de objetos
decorativos y la puerta de la calle y las dos cuadras que la separaban de
la iglesia, en donde el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del
Altar, transfigurado, decía: “…Os juro que lo vi. Os juro que se atravesó en mi
camino esta madrugada, cuando regresaba de administrar los santos óleos a la
mujer de Jonás, el carpintero. Os juro que tenía el rostro embetunado con la
maldición del Señor y que dejaba a su paso una huella de ceniza ardiente.”
La palabra quedó trunca, flotando en el aire. Se dio cuenta de que
no podía contener el temblor de las manos, de que todo su cuerpo temblaba y de
que por su columna vertebral descendía lentamente un hilo de sudor helado. Se
sentía mal, sintiendo el temblor y sintiendo la sed y una fuerte torcedura en
las tripas y un rumor que resonó como la profunda nota de un órgano en
sus entrañas. Entonces se dio cuenta de la verdad.
Vio que había gente en la iglesia y que por la nave central
avanzaba la señora Rebeca, patética, espectacular, con los brazos abiertos y el
rostro amargo y frío vuelto hacia las alturas. Confusamente comprendió lo que
estaba ocurriendo y hasta tuvo la lucidez suficiente para comprender que habría
sido vanidad creer que estaba patrocinando un milagro. Humildemente
apoyó las manos temblorosas en el borde de madera y reanudó el discurso.
—Entonces caminó hacia mí —dijo. Y esta vez escuchó su propia voz
convincente, apasionada—. Caminó hacia mí y tenía los ojos de esmeralda y la
áspera pelambre y el olor de un macho cabrío. Y yo levanté la mano para
recriminarlo en el nombre de Nuestro Señor, y le dije: “Deténte. Nunca ha sido
el domingo buen día para sacrificar un cordero.”
Cuando terminó había empezado el calor. Ese calor intenso, sólido
y abrasante de aquel agosto inolvidable. Pero el padre Antonio Isabel ya
no se daba cuenta del calor. Sabía que ahí, a sus espaldas, estaba el
pueblo otra vez postrado, sobrecogido por el sermón, pero ni siquiera se
alegraba de eso. Ni siquiera se alegraba con la perspectiva inmediata de que el
vino le aliviara la garganta estragada. Se sentía incómodo y desadaptado. Se
sentía aturdido y no pudo concentrarse en el momento supremo del sacrificio.
Desde hacía algún tiempo le ocurría lo mismo, pero ahora fue una distracción
diferente porque su pensamiento estaba colmado por una inquietud definida. Por
primera vez en su vida conoció entonces la soberbia. Y tal como lo había
imaginado y definido en sus sermones, sintió que la soberbia era un apremio
igual a la sed. Cerró con energía el tabernáculo, y dijo:
—Pitágoras.
El acólito, un niño de cabeza rapada y lustrosa, ahijado del padre
Antonio Isabel y a quien éste había puesto nombre, se acercó al altar.
—Recoge la limosna —dijo el sacerdote.
El niño pestañeó, dio una vuelta completa y luego dijo con una voz
casi imperceptible:
—No sé dónde está el platillo.
Era cierto. Hacía meses que no se recogía la limosna.
—Entonces busca una bolsa grande en la sacristía y recoge lo más
que puedas —dijo el padre.
—¿Y qué digo? —dijo el muchacho.
El padre contempló pensativo el cráneo pelado y azul, las
articulaciones pronunciadas. Ahora fue él quien pestañeó:
—Di que es para desterrar al Judío Errante —dijo y sintió que al
decirlo soportaba un gran peso en su corazón. Por un instante no escuchó nada
más que el chisporroteo de los cirios en el templo silencioso, y su propia
respiración excitada y difícil. Luego, poniendo la mano en el hombro del
acólito que lo miraba con los redondos ojos espantados, dijo:
—Después coges la plata y se la llevas al muchacho que estaba solo
al principio y le dices que ahí le manda el padre para que se compre un
sombrero nuevo.