Dago García es el ídolo con pies de barro del cine colombiano. Uno al año no hace daño
recoge millones y millones de pesos, como ninguna otra película
colombiana lo había hecho antes. Atrás quedaron los taxistas millonarios
y las estrategias de caracol. A esta cosa no hay quién le ponga la
chancla en taquilla
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Katherine Porto, actriz de Una vez al año no hace daño, comedia colombiana./revistaarcadia.com |
En una fantástica entrevista realizada por Sofía Gómez en el periódico El Tiempo,
Dago se muestra magnánimo y dice: “El cine que yo hago es el que me
gusta hacer (…) Nunca (voy) pensando si va a trascender o si estoy
atendiendo alguna responsabilidad”. Leo la entrevista tres veces y no me
la creo, pero entre líneas descubro que Dago expresa máximas de una
filosofía cinematográfica que me inquieta profundamente, la filosofía
del pies barrismo: donde quiera que pisa la embarra, y el lodazal de sus
embarradas es la alfombra que define los pasos de una carrera que es no
solo embarazosa sino más bien “embarrazosa”. No obstante,
decido, en un acto de valor supremo, ir a ver el bodrio, a sabiendas. Y
por supuesto, salgo destrozado, en parte porque el público ha reído y
celebrado la embarrada.
Dice Dago, textualmente, que “la película logra combinar una estética
muy cuidada de lo popular”, y eso me suena como a presentación de Andrés
Carne de Res. ¿Qué es una estética de lo popular ahí sino un argumento
de clase para ridiculizar la pobreza? Dago, ha construido un inmenso
sistema de lugares comunes que miran con desprecio lo popular. Los
pobres, cierto, se emborrachan, como todo el universo. De eso va la
película. Pero cuando lo hacen, si nos atenemos a esta comedia picante,
son patéticos. A los pobres, pareciera decir esta historia, les basta
cualquier chirrinche para abrir la caja de pandora del estereotipo
social, y ese estereotipo está pintado con los colores del prejuicio de
clase media, con ese folclorcito de pacotilla que les hace imaginar que
los pobres bailan el mambo-rock en mitad de calle, mitad payasos y mitad
delincuentes, menos humanos que los simios del planeta de los simios,
mezquinos y previsibles, pero en últimas inofensivos: gente de mal
gusto, infiel y resentida con el jefe, pero chistosos, eso sí. ¿O qué
más podría ser un pobre en una película de Dago, aparte de desagradable,
previsible y chistoso?
Cada uno de los “personajes” en esta película está diseñado (si es que
la palabra “diseño” pudiera ser empleada con tanta impunidad) de modo
que sea nada más que un equívoco, una exageración, cuya calidad
principal y más exagerada es la de ser, bajo diferentes apariencias,
completamente mediocre. Y nada mejor para hacerlo que el espacio del
festejo popular, pues así resulta fácil suplantar nociones como las de
comunión y comunidad bajo la excusa de una ebriedad que permite al
público reír sin malestar ante una masa indiscernible de pulsiones y
deslices. Nada más chistoso y pintoresco que una fiesta de 15,
que un bautizo o un matrimonio, siempre y cuando haya pobres en medio,
claro.
Dice Dago que sus películas no son autobiográficas, pero sí parten de
sus recuerdos. Habría que ver qué clase de recuerdos son esos, pues a
simple vista parecen servir únicamente para alimentar el revanchismo
social. Yo invitaría a que antropólogos y sociólogos vayan a ver la
película y vean cómo los públicos que se ríen de lo que efectivamente es
gracioso salen advertidos de cómo se ven en el gran espejo de la
pantalla.
En la perspectiva de Dago, la crítica hace cortocircuito con sus
películas porque las evalúa desde una pretensión artística, pero aun
esta afirmación es exagerada, ya que no hay ni una pizca de inteligencia
cinematográfica o estética que pueda servir de asidero momentáneo a un
crítico deseoso de hablar del valor visual o narrativo de esta “obra”.
Por supuesto, no es Focine, pero eso es algo que se da por descontado
hoy, cuando es fácil recuperar la platica de una producción plana a
punta de publicidad parásita y, bueno, de boletas vendidas para ver a
Katherine Porto “actuar”.
Para terminar, quisiera decir que mi turbación arrancó desde el
comienzo de la proyección, cuando el escudo del Ministerio de Cultura
apareció muy orondo. Sé que no hubo dinero directo, pero me
gustaría abrir el debate al respecto: ‘Cine y populismo’ se llamaría el
foro. Podemos invitar incluso a los Dagos, a ver cómo es que entienden
este país, tan embarrado.