Hace ya mucho, amagué en esta misma sección una abortada serie titulada, demasiado ambiciosamente, Los escritores perdidos. Me proponía ir recordando en ella a algunos de tantos escritores que, habiendo adquirido en su momento alguna notoriedad, incluso mucha, quedaron luego relegados a la sombra
Los escritores españoles que han sobrevivido al paso del tiempo./elcultural.es
El otro día, dando vueltas al asunto de la novela de la Transición -de la que decía que, por las razones que sea, se ha hecho objeto en semanas pasadas de inusitadas reivindicaciones y apologías-, me dio por pensar cuántos de los “nuevos narradores” emergidos durante lo que Francisco Rico llamó “la pleamar de los ochenta” han resistido el paso del tiempo.
Pues cunde la impresión de que fue entonces, en esa arrebatada década de acelerada modernización, de prometedores cambios e ilusionadas expectativas, de exaltada autoafirmación y no menos exaltada autosatisfacción; fue en esa década, digo, más en particular en los primeros años de la misma (hasta 1986, propone Jordi Gracia), cuando pasó todo o casi todo, empezando por la irrupción de una pléyade de nuevos autores que, al socaire de los adánicos vientos de libertad que entonces soplaban, habrían renovado sustancialmente la narrativa española, y que hoy, tres décadas después, forman parte del canon más actualizado, o al menos acaparan la atención de los medios, el favor de los lectores y el reconocimiento de las instituciones.
¿Cuánto es así?, me pregunto. Echemos un vistazo.
No pocos de los más renombrados narradores del canon actual debutaron en la década de los setenta, por mucho que fueran aupados, durante los ochenta, por la nueva ola editorial y los tráficos a que dio lugar. Detallo a continuación algunos nombres, siempre indicando entre paréntesis la fecha de publicación de su primera novela o libro de relatos: Javier Marías (1971), Félix de Azúa (1972), Enrique Vila-Matas (1973), Luis Mateo Díez (1973), Juan José Millás (1975), José María Merino (1976), Álvaro Pombo (1977)... Con esto vengo a decir que algunos de los autores que, no sin motivos, se estiman más característicos de esa “pleamar de los ochenta”, se fraguaron como escritores en las postrimerías del franquismo, estrenándose con libros que en no pocos casos sorprenden hoy, a quienes se asoman a ellos, por una radicalidad y un ánimo aventurero que compadecen mal con su evolución posterior.
Entre los más conspicuos narradores del presente, sólo cuatro pertenecen de lleno -y repárese en su perfil- a la llamada “nueva narrativa” de los ochenta: Rosa Montero (1979), Ignacio Martínez de Pisón (1984), Antonio Muñoz Molina (1986) y Arturo Pérez Reverte (1986). Este último tardó bastante más en integrar los recuentos de la narrativa del momento, en los que se impuso finalmente a golpe de superventas. Pero autores como Jesús Ferrero, cuya novela Belver Yin (1982) fue saludada con grandes aspavientos, o como Javier García Sánchez (1984), también celebrado con entusiasmo por el entonces influyentísimo Rafael Conte, se mantienen hoy en un discreto segundo plano, en el que concurren también nombres en su momento tan prometedores como Pedro Zarraluki (1983), Alejandro Gándara (1984) o Julio Llamazares (1985). Un segundo plano que no hay modo de saber, en algunos casos, si ellos mismos han buscado o les ha sido impuesto por la dinámicas editoriales. De todo habrá, cuando, aparte de los ya mencionados, se piensa en nombres como los de Cristina Fernández Cubas (1980), Soledad Puértolas (1980), Miguel Sánchez-Ostiz (1982), Enrique Murillo (1984), Paloma Díaz-Mas (1984), Álvaro del Amo (1985), Juan Miñana (1986) o Justo Navarro (1988).
Ya a finales de los ochenta, cuando comenzaba la resaca de aquella “pleamar de los ochenta”, emergen nombres que anuncian cierta ruptura “ideológica”, por así llamarla, con la etapa que entonces declina, como son los de Mercedes Soriano (1989) y Rafael Chirbes (1989); o bien consolidan abiertamente, como Almudena Grandes (1989) y Luis Landero (1989), lo que, apagados los fuegos artificiales de la euforia neocultural, iba quedando claro: que el impulso supuestamente modernizador de la “nueva narrativa” de los ochenta se tradujo en una progresiva adaptación de los mecanismos de consagración literaria a los dictados del mercado. Algo que supuso, en general, el asordinamiento de las voces más osadas o exigentes en beneficio de las que, invocando a la tradición, o a un nuevo pacto con los lectores, operaban satisfechamente en la más conformes convencionalidad.