miércoles, 4 de marzo de 2015

Ya nadie hablará de las calles y de sus gentes

González Ledesma ejerció siempre y hasta el último minuto lo que él creía que era el privilegio de los escritores: construir el alma de las ciudades, no la de los monumentos ni la de los congresos, sino la de los anhelos y los sueños de las personas

González Ledesma, en el 2007, cuando presentó  La ciudad sin tiempo, firmada como Enrique Moriel./Ricardo Cugat./elperiodico.com

Conociendo a Méndez, queriendo a Méndez, creemos que lo ha hecho adrede. Él que no sabía usar un móvil, ni un ordenador (ni una pistola ni una tarjeta de crédito) nos ha dejado el día que se inauguraba el congreso mundial de móviles. Nos ha dejado el día en que todo el mundo vociferaba sobre los millones (de euros, Méndez, que hay que ponerse al día) que la feria dejaría en la ciudad de los nuevos prodigios que Eduardo Mendoza, desde su soledad y dolor de hoy, no podrá describir.
Seguro que Méndez pensó en sus putas del barrio chino que no se beneficiarán del congreso, porque no son call girls, ni hablan inglés, y solo saben follar y escuchar y no practican «el maridaje de cuerpos».
Pero González Ledesma ejerció siempre y hasta el último minuto lo que él creía que era el privilegio de los escritores: construir el alma de las ciudades, no la de los monumentos ni la de los congresos, sino la de los anhelos y los sueños de las personas. Él, que había sido un niño que jugaba a adivinar dónde caerían las bombas franquistas y fue aprendiendo en las calles del Poble Sec y del barrio chino que no importaba si no llegaban los rayos de sol pero había que conseguir unas miradas cargadas de solidaridad entre pobres, y por lo tanto de esperanza.
Desde Silver Kane y todos sus otros seudónimos, hasta el último, Enrique Moriel, para firmar La ciudad sin tiempo, en un juego que nos traía el personaje de su primera novela importante, censurada por «roja y pornógrafa» por los olvidados censores de la dictadura franquista. González Ledesma, construyendo una obra sólida dirigida siempre al lector, por encima de criterios académicos o críticos más o menos empingorotados. Su capacidad de describirnos su ciudad convirtiéndola en cualquier ciudad amada y odiada, construida por sus ciudadanos, por esa gente sin historia que no formarán parte de la historia con mayúsculas.
González Ledesma, que proponía la asignatura Aprender a soñar en la Universidad nueva. Méndez, que llevaba los bolsillos desfondados por el peso no de los móviles, ni las tabletas, sino por libros. Méndez, que, como su creador, no se cansaba de repetir que la salvación de su vida había sido leer incansablemente.
El jefe de la banda
Un novelista y sus personajes seguirán viviendo siempre mientras sus libros estén en las estanterías de una librería o una biblioteca. Pero hoy queremos decir con rabia, que todos los que le conocimos echaremos de menos la sabiduría y la sonrisa, las palabras amables y entrañables de Paco, el jefe de la banda.