El género negro parece ser ahora mismo el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que podríamos llamar la operación rescate de la realidad
El género negro:la gran investigación./Juan Santacruz./revistadeletras.net |
Permítanme que, para abrir mi exposición, cite a declarar a mi primer testigo: Jean Baudrillard
(no se apuren, no le dejaremos hablar más que lo estrictamente
necesario). No en vano en 1996 publicó un ensayo titulado, de manera muy
pertinente, El Crimen perfecto. En él Baudrillard
propone las líneas maestras del que probablemente pueda considerarse el
mayor acto delictivo de la historia, todavía por resolver:
“Esto es la historia de un crimen, del asesinato de la realidad. Y del exterminio de una ilusión, la ilusión vital, la ilusión radical del mundo (…) Es como si las cosas hubieran engullido su espejo y se hubieran convertido en transparentes para sí mismas, enteramente presentes para sí mismas, a plena luz, en tiempo real, en una transcripción despiadada. En lugar de estar ausentes de sí mismas en la ilusión, se ven obligadas a inscribirse en los millares de pantallas de cuyo horizonte no sólo ha desaparecido lo real, sino también la imagen. La realidad ha sido expulsada de la realidad”.
No deja de ser curioso que en los
albores del terror milenarista que profetizaba el fallo integral de todo
aquello falible (esto es, la tecnología de ese mundo simulado encofrado
en los sistemas informáticos y las incipientes redes de comunicaciones
telemáticas) Baudrillard pronosticara que aquello que iba a sucumbir era precisamente aquello por cuya integridad uno jamás hubiera temido: la realidad
misma. Y pasamos el umbral del milenio y nos dimos cuenta de que ese
mundo simulado seguía ahí, que sus contadores internos no habían fallado
y que su matriz continuaba arrojando y procesando datos con la misma
celeridad y solvencia. En cambio, a raíz de la eclosión de ciertas
formas inéditas de terror (sí, a partir de la cacareada mise-en-scéne
del 11S) lo que empezó a desdibujarse ante nuestros ojos y a
escurrírsenos de los dedos sin remedio aparente fue la realidad misma.
Presionada por la pujanza de ciertos enunciados labrados en el consenso
del miedo global, de una reterritorialización de la inseguridad y de la
interpuesta necesidad de un control renovado sobre las mentes y los
cuerpos ante la posibilidad de una procesión infinita de nuevas
amenazas, la realidad nos fue expropiada. Quizás no asesinada, pero sí
indefectiblemente secuestrada en favor de un tapiz de narraciones y
mitologías encaminadas a encriptar la formulación de un estado de
excepción planetario que se iba extendiendo de manera impune y con la
transparencia de aquello que pasa sin ser visto. El crimen no dejó
huellas porque las mismas huellas formaban parte de la estrategia
criminal: pistas falsas, evidencias trucadas.
En este contexto de hiperrealidades suplantando la realidad nos preguntamos (o deberíamos preguntarnos) a qué podemos recurrir para resolver el misterio de este crimen.
Cuanto menos y en el peor de los casos para certificar, como en un
informe forense, las metodologías empleadas en ese acto criminal y tal
vez algunos rasgos característicos que pudieran extraerse en relación a
la identidad del/los criminales. Podemos recurrir a cierta palabrería
filosófico-sociológica (como en la que incurre en tantas ocasiones el
propio Baudrillard) y con ella satisfacer algunas
pretensiones inquisitoriales de carácter netamente abstracto, retórico.
Suavizar nuestro corroído carácter echando mano de algunas inapelables
conclusiones. Pero ciertamente ese recurso nos deja si cabe aún más
desnudos, enfrentados a la vivisección profunda de las cosas hasta
niveles en los que nos resulta casi imposible llegar a saber qué
estábamos observando. La focalización excesiva de un pensamiento de
primerísimos planos nos hace perder la perspectiva y nos ofrece imágenes
borrosas y sin contornos, irreconocibles.
En semejantes circunstancias irrumpe la cosa literaria. En una de sus manifestaciones, digámoslo sin rubor, más exitosas y populares: el género negro.
Quizás tenga que ver con la vivificación de ciertos sentimientos
materialistas (en el sentido marxista del término) y con la cada vez más
constreñida capacidad operativa de ciertos trampantojos que han
dominado sin oposición el mundo y la imagen del mismo todos estos años,
pero lo cierto es que el género negro parece ser ahora
mismo el campo en el que se libran las batallas más cabales en esto que
podríamos llamar la operación rescate de la realidad. Y me resisto a
emplear el término novela porque parece evidente que esa
negrura ha desbordado de un tiempo a esta parte la acotación de simple
artefacto novelesco para convertirse en algo que podríamos denominar un
posicionamiento frente a las cosas. Un escozor estético y moral que
impregna la sintaxis y la gramática y que trasciende incluso la propia
delimitación del género propagándose en múltiples avatares, contaminando
otros géneros, infiltrándose en otros regímenes de discurso.
No es algo para nada nuevo: podríamos encontrar ejemplos de algo llamado novela negra híbrida décadas atrás, de la mano de autores cuanto menos poco prototípicos del género: Stanislaw Lem (La Investigación), Georges Perec (El gabinete de un aficionado), Witold Gombrowicz (Cosmos).
Obras que llevan a cabo una prospección radical del asunto criminal
hasta proponerse a sí mismas como piezas de una exploración que atañe ya
no solamente al hecho puntual establecido en sus tramas sino a la forma
genérica que tiene el ser humano de enfrentarse al desorden, a la
rotura de esquemas y a la búsqueda incesante de sentido. Tenemos pues
una jugosa herencia que manejar sabiamente en este aspecto.
Recuperar estos posicionamientos hoy en
día (así como otros que podríamos encuadrar en ese frenesí genético que
supuso la propia irrupción del género allí por su infancia pulp, esos ramilletes de autores que contribuyeron a toda una mitología fundacional: Hammet, Chandler, Cain y posteriores descendientes como McCoy o McDonald;
y cuyas preguntas e inquietudes nos siguen acompañando) resulta si cabe
todavía más pertinente por cuanto el proceso de usurpación de la
realidad ha llegado hasta extremos paroxísticos. Tanto que incluso a
veces uno tiene la sensación de que realmente puede darse cuenta de todo
ello. De que el teatro de las simulaciones y los reemplazos se
descuida, baja la guardia dejando al descubierto las vísceras -o los
circuitos- del ensamblaje que ha sustituido progresivamente todo cuanto
dábamos por conquistado en esa larga y cruenta historia de lucha contra
la mistificación y la alienación, individual y colectiva. La violencia
institucionalizada se ha desatado con tanta furia y con tanta vileza que
en ocasiones parece relajarse lo suficiente como para que lleguemos a
detectar sus métodos y objetivos. Nos arrastra la ignífuga convicción de
que todo es mentira y de que en medio de esta gran mentira tenemos la
responsabilidad de empezar a buscar pistas verdaderas y verdaderos
criminales.
Es por eso por lo que el auge del género negro
conecta con una inquietud que va mucho más allá de lo estrictamente
literario (eso es meridianamente claro, nadie en su sano juicio debería
atreverse a plantear que la negritud se disfruta pasivamente, con
desinterés kantiano) pero también, en última instancia, de determinada
cartografía social específica. Evidentemente nos interesa interrogar
casos concretos, resolver crímenes singulares que actúan como caja de
resonancia de una criminalidad generalizada en todos los frentes. Pero a
pesar de la indudable importancia de todo ello podríamos aventurarnos a
considerar que cada una de estas novelas, obras, tentativas literarias
no son sino partes de un todo inquisitorial que conecta dichas obras en
el contexto holístico de una sola y fundamental pregunta:
“¿qué han hecho con la realidad?”
En este nivel de interrogación el género negro
puede y debe cuestionar no solo el andamiaje de los poderes (públicos y
privados) que han extendido su dominio sobre esos espacios vacíos
dejados por una realidad dada a la fuga o secuestrada, sino también la
misma estructura de pensamiento, de interpelación del mundo que ha
permitido que dichos poderes establecieran con semejante facilidad su
ecosistema. La manera en cómo se mira, se percibe y se cuestiona aquello
percibido. El género negro debe, en definitiva, asumir
una carga no tan solo literaria y social, sino también ontológica. Es
por ello que funciona estupendamente cuando transgrede las propias
fronteras que la mirada clasificatoria le ha ido marcando a lo largo de
la historia. Cuando se sumerge en barrizales cercanos si bien dotados de
un clima y una biología propias (caso del otro gran género
popular-inquisitivo, la ciencia-ficción) o cuando
penetra sutilmente en los engranajes de otros registros que muestran
cierto recelo por abrazar la ficción en tanto que dispositivo de
captación de lo real. ¿Por qué no convertir el género negro
en el gran desafío ensayístico de nuestros tiempos si de hecho el
problema fundamental que arrastramos es el de no tener a mano la
experiencia de lo real y sí en cambio el flagelo del simulacro en su
versión más sádica? ¿Si la propia constitución de la realidad que
pretendemos estar viviendo descansa sobre la implantación de un crimen
sin resolver?
Si asumimos ese nivel de riesgo
(toda aventura más allá de los márgenes en los que hemos construido
nuestra particular fantasía doméstica implica un riesgo) quizás
deberíamos también exigir que el género negro abandonara cierta obsesión
gremial y gregaria, se despojara de algunos oropeles personalistas y
teatralizados y se decidiera de una vez por todas a no establecer sus
propias parcelas de visibilidad como si todavía se tratara de una
especialización que opera y trabaja por cauces distintos a los de
nuestras investigaciones rutinarias y diarias. Si la realidad
ha sucumbido a una mascarada, levantar estas máscaras (y no proponer
otras máscaras alternativas, no refugiarse en la seguridad del carácter o
del carisma) es algo que el género negro debe de asumir como obligación
consubstancial y permanente. Aunque ello suponga en ocasiones
formularse preguntas o apuntar en direcciones que no resulten en
apariencia rentables para aquella maquinaria que sigue entestada en
pretender que el género negro sea simplemente eso, un género literario.