Aunque los rumores indicaran otra cosa, el nuevo
libro de Thomas Pynchon no deja de ser una de sus poco ortodoxas novelas
históricas, además de su largamente esperada versión sobre los
atentados a las Torres Gemelas y las consecuencias político-paranoicas
del 11S
Thomas Pynchon, vuelve a ser invisible, a pesar de su gran literatura./pagina12.com.ar |
Al límite de Thomas Pynchon./Tusquets Editores
Al límite habla sobre una tecnología informática, que de tan nueva y poco probada podría tener efectos arrasadores sobre la sociedad y, al igual que casi todas las anteriores novelas de Pynchon, traza un mapa sociocientífico donde el concepto de entropía sigue brillando en lo más alto. Como sea, es la nueva entrega del escritor norteamericano que, aun oculto a la manera de Salinger, sigue marcando el ritmo de la narrativa norteamericana.
Cincuenta
años luego de la publicación de V. –para muchos el debut literario más
trascendente en la historia de los Estados Unidos y el punto exacto de
donde brota todo lo que llegaría y sigue llegando de su autor–, Thomas
Pynchon vuelve a escribir sobre Manhattan. Es evidente que la ciudad no
es la misma de entonces, pero también resulta perfectamente claro que
Pynchon (Nueva York, 1937) sigue siendo el mismo, el único, el
inconfundible. Bastan tres o cuatro páginas de Al límite –su octava
novela– para comprender y disfrutar del que todo continúe en su sitio y
que, de nuevo, su Gran Tema vuelvan a ser los inexorables giros del vals
de la entropía donde todos los bailarines van cayendo en cámara lenta
pero constante.
A saber, para empezar: una descripción tan lírica como clínica del
entorno metropolitano mientras una madre lleva a sus hijos a la escuela;
enseguida algo muy gracioso (“La escuela recibe el nombre de uno de los
primeros psicoanalistas, expulsado del círculo íntimo de Freud debido a
una teoría de la recapitulación que había concebido. A él le parecía
obvio que la vida humana se desarrollaba recorriendo los variados
trastornos mentales tal como se entendían en su época: el solipsismo de
la más tierna infancia, las histerias sexuales de la adolescencia y la
primera madurez, la paranoia de la mediana edad, la demencia de la
última fase de la vida..., todo conduce a la muerte, que al final
resulta ser la ‘cordura’”), y luego una inequívoca y categórica
afirmación: “La paranoia es el ajo en la cocina de la vida, buena
verdad, nunca está de más”.
Para entonces –página 22– ya sabemos que hemos vuelto al mejor sitio posible: a una novela de Thomas Pynchon.
Y como siempre, mientras se sigue esperando su ya tan legendaria
como imposible de confirmar a la fecha saga sobre monstruos japoneses,
quedaba por saber si Al límite, dentro del paisaje del Pynchon tardío y
milenarista (período que arranca con el retorno de Vineland, 1990),
luego de más de casi un cuarto de siglo de silencio, sería otro
“entretenimiento” profundo e histérico como la anterior Vicio propio
(2009), o algo contundente y majestuoso e intimidante e histórico como
la previa Contraluz (2006).
Para empezar, Al límite –finalista al National Book Award que ganó
James McBride– es otro crepúsculo. Si Contraluz narraba el sinfónico fin
del aventurerismo romántico (y los inicios del corporativismo feroz), y
Vicio propio las últimas volutas de niebla púrpura del sueño hippie (y
la aparición de billetes con el rostro de Richard Nixon, así como del
orden por ordenadores vía Arpanet), entonces Al límite se ocupa del
primer estallido de la burbuja dot.com. Y combina un poco de los
temperamentos de ambas antecesoras, lo mejor de ambos mundos. Una
extraña y desaforada mutación de techno-thriller noir intimista haciendo
cortocircuito en 2001 durante lo que se considera la “prehistoria” de
la informática. Y, a la vez, un artefacto de intenciones clásicas y
decimonónicas, proponiéndose como gran novela neoyorquina y social,
descendiendo directamente de Edith Wharton para resultar en algo que
podría catalogarse como una versión psicotrópica del realismo de
Jonathan Franzen filtrado por la crónica urbana de Tom Wolfe y Pete
Hamill, con destellos cromados de los psycho-cataclísmicos William
Gibson y Don DeLillo y Bret Easton Ellis.
En este sentido, Thomas Pynchon es en las letras el perfecto
equivalente de Bob Dylan –otro polimorfo y perverso
influenciado/influenciador septuagenario por siempre joven y Nobel
postergado– en los versos y música: clásico y moderno y atemporal y
eterno. Y por encima de todos y de todo. El autor cantarín Pynchon –como
el cantautor– no es de fácil disfrute para todos, resulta un gusto
adquirido, y su tempo y fraseo y sintaxis y piruetas verbales y dobles
sentidos son únicos. Y sus tramas son su estilo. Pynchon empieza y
termina en sí mismo y –fallecidos Vonnegut y Updike y retirado Roth– es,
seguro, el gran estilista que le queda en actividad a su camada.
Pynchon es también, y sigue siendo, un escritor en todo el sentido de
las palabras. Hay que leer a Pynchon –hay que aprender a leerlo a este
hombre invisible pero omnipresente– para saber de qué se trata. Bleeding
Edge –título original de Al límite–, en jerga científica y según
Wikipedia, se refiere a “la tecnología que es tan novedosa que podría
tener un gran riesgo de ser poco fiable y se puede incurrir en un gran
costo al intentar usarla”. Pynchon lleva muchos años programando pero,
aunque confiable para sus seguidores y best-seller de culto, sigue
siendo producto arriesgado para las masas. De ahí que es poco probable
–aunque en más de un tramo recuerde a sitcoms como Seinfeld– que la HBO
se arriesgue a adaptar Al límite con formato de miniserie. Y, de
hacerlo, no saldría bien. Y está bien –muy bien– que así sea.
Lean y no vean entonces: aquí, en los papeles y el papel, la madre
treintañera y flamante divorciada que lleva a sus hijos a la Otto
Kugelblitz School en el Upper East Side, primavera del 2001, es una tal
Maxine Tarnow. Versión hembra y doméstica y Costa Este del
granlebowskiano y deshecho en California Doc Sportello de Vicio propio y
suerte de investigadora/ contadora de delitos y fraudes que ha perdido
su licencia para ejercer (pero no para portar Beretta y arriesgarse a un
strip-tease), quien pronto se verá involucrada en una trama digna de
los Hermanos Marx. Alucinación real donde –esto es Pynchon– no faltarán
los nombres extraños (aquí potenciados por siglas de empresas
demenciales y cyberpunk), los turbios gatsby-magnates informáticos
dignos de una de James Bond (ah, llamarse Gabriel Ice), las conexiones
islámicas y las sombras de la Mossad, un inversor llamado Bernard L.
Madoff, un fetichista de los pies, biopics falseadoras, ominosos agentes
gubernamentales, transferencias vía hawala, rusos amenazantes, leyendas
urbanas, cruceros para personas con problemas de personalidad, perfumes
misteriosos, los abismos virtuales de Silicon Valley (con Silicon Alley
como su contraparte neoyorquina), codiciadas cintas de video,
psicoanalistas zen-surfers, algo llamado muy à la Ludlum El Proyecto
Montauk (“El Proyecto Montauk condensa las sospechas más escalofriantes
que uno haya podido albergar desde la Segunda Guerra Mundial, todos los
elementos de una producción paranoica: una inmensa instalación
subterránea, armas exóticas, alienígenas del espacio, viajes en el
tiempo, otras dimensiones, ¿hace falta que siga?”), “ciberelfos” y
“ciberflâneurs” babélicos (y la World Wide Web como “un Mardi Gras de
paranoicos y trolls, un pandemonio de comentarios que no habría tiempo
de leerse en lo que le queda de vida al universo”), las infaltables y
marca de la casa cancioncillas locas y buenísimos chistes malísimos, y
pasillos bajo tierra en los que tanto aprendió Haruki Murakami. También
hay por ahí un personaje obsesionado con Hitler y “Nariz Forense” dotado
de sentido del olfato anticipatorio que no deja de oler futuros grandes
fuegos en la ciudad.
Y –Bleeding Edge puede remitir también a los bordes de una herida
abierta– llegamos al martes 11 de septiembre de 2001 y a la caída de las
Torres Gemelas.
Y a partir de entonces –faltando una cuarta parte para el final–
todo se nubla y oscurece. Y un blogger denuncia con cadencia aluvional
de “It’s Allright, Ma (I’m Only Bleeding)”: “Decir simplemente que lo
hicieron los islámicos es una explicación peor que fácil, y lo sabemos.
Vemos esos primeros planos oficiales en la pantalla. La mirada de
mentiroso taimado, el destello en los ojos del que ha seguido los doce
pasos. Un vistazo a esas caras y sabemos que son culpables del peor de
los crímenes que podamos concebir. Pero ¿quién tiene prisa por concebir
nada?, ¿por establecer la espantosa relación? No más prisa que la que
tenían los alemanes en 1933, cuando los nazis incendiaron el Reichstag
un mes después de que Hitler ocupara la cancillería. Esto, que quede
claro, no supone en absoluto insinuar que Bush y su gente han perdido la
cabeza y han montado los sucesos del 11 de septiembre. Habría que tener
una mente irremediablemente enferma de paranoia, más aún, habría que
ser un pirado desquiciadamente antiamericano, para que se te pasara
siquiera por la cabeza la posibilidad de que ese espantoso día haya
podido ser organizado deliberadamente como pretexto para imponer una
interminable ‘guerra’ orwelliana y la legislación de emergencia con la
que pronto viviremos. No, ni lo penséis, líbreme Dios. Pero siempre
queda lo otro. Nuestro anhelo. Nuestra profunda necesidad de que sea
verdad. En alguna parte, en algún vergonzoso y oscuro recoveco de
nuestra alma nacional, necesitamos sentirnos traicionados, incluso
culpables. Como si fuéramos nosotros los que creamos a Bush y a su
pandilla, Cheney, Rove, Rumsfeld, Feith y los demás, nosotros, que
invocamos el sagrado relámpago de la ‘democracia’, y entonces la mayoría
fascista del Tribunal Supremo accionó los interruptores, y Bush se
levantó de la mesa de operaciones y empezó su salvaje desvarío. Y lo que
pasara desde entonces sea culpa nuestra”.
Y Ernie, padre de Maxine, anticipa lo que no demorará en aterrizar
luego de que esos aviones se estrellaron: “Llámalo libertad, pero está
basada en el control. Todo el mundo conectado y todos juntos, ya es
imposible que nadie se pierda, jamás. Da el paso siguiente, conéctala a
los teléfonos móviles, y tienes una red de vigilancia total, ineludible,
de la que nadie puede escapar. ¿Te acuerdas de los comics del Daily
News?, ¿la radio de muñeca de Dick Tracy?, pues estará por todas partes,
todos los patanes llevarán una, serán las esposas del futuro. Tremendo.
El sueño del Pentágono: la ley marcial universal”.
Y resuena la trompeta muda y apocalíptica del Trystero.
Y el aire con olor a quemado se llena de fantasmas y de papeles
–desaparece la ciudad que siempre amó Maxine y, seguro, su genial
creador– y casi todo queda en el aire, en el aire pynchoniano o en ese
dylanita “demasiado de nada” que es Internet, donde todo se precipita
sin nunca tocar fondo, y donde abundan las preguntas.
Las respuestas, mi amigo, están cayendo en el viento.
El hombre (in) visible
La noticia incierta o rumor probado de una inminente
nueva novela de Thomas Ruggles Pynchon Jr. (alguna vez alumno de
Vladimir Nabokov en Cornell University, por más que el ruso haya
manifestado en más de una ocasión no guardar memoria alguna de él; Vera,
en cambio, aseguró recordar su particular caligrafía) no sólo vuelve a
poner a este escritor tan fantasmal como sólido en boca y ojo de todos,
sino que, además, se convierte en la excusa perfecta para discutir o
alabar una obra rara e irrepetible, pero no por eso menos influyente y
viva.
Es decir: cada vez que Pynchon (célebre también por su perfil tan
secreto como el de Salinger, con la diferencia de que Pynchon nunca
llegó a participar de los ritos de la vida literaria aunque siempre haya
sido un muy generoso proveedor de prólogos y blurbs) anuncia la salida
de un nuevo libro suyo no es que Pynchon vuelva, sino que vuelve a poner
de manifiesto su indiscutida permanencia. Una solidez invisible que le
ha ganado el respeto de la Academia (Harold Bloom lo considera uno de
los cuatro grandes de su país junto a DeLillo, McCarthy y Roth) y la
adoración de sus fans. Así –rara avis de vistoso plumaje y pico afilado–
las alturas de las listas de best-sellers y también, dicen, las puertas
cada vez más abiertas pero tan difíciles de franquear del Nobel.
El influjo de Pynchon se las ha arreglado para sentirse en
discípulos próximos y directos como Don DeLillo y Salman Rushdie (quien
una vez cenó con él y lo describió como “extremadamente pynchonesco; él
era el Pynchon que yo siempre deseé que fuese”) y buena parte de los
–durante los años setenta– llamados “superficcionalistas” y más tarde
“posmodernos”, entre los que se contaron Gass, Barth, Barthelme, Gaddis.
Pero también Pynchon ha irradiado a fondo a quienes hoy por hoy ya han
tomado el relevo. Pensar en David Foster Wallace, Donald Antrim, Ben
Marcus, Jonathan Lethem, Neal Stephenson, George Saunders, Richard
Powers, William T. Vollmann, David Mitchell, Steve Erickson, Rick Moody y
siguen las firmas.
Al límite –cabía esperarlo– no es esa novela sobre la vida y amores
de Sofía Kovalevskaya o aquella otra con Godzilla de protagonista que en
ocasiones se rumorearon como inminentes. Pero sí es, a su manera, otra
novela histórica poco ortodoxa –y desde ya la más atípica entre las
muchas composiciones tema 9/11– como lo fueron en su momento El arco
iris de gravedad (1973, ganadora del National Book Award pero
considerada “ilegible” por los jurados del Pulitzer, entre los que se
contaba un despectivo Truman Capote) y Mason y Dixon (1997) y Contraluz
(2006), esa especie de toma del History Channel por criaturas
lovecraftianas. Una cosa es más o menos segura: no importa el tema –como
V (1963), La subasta del lote 49 (1969) o Vineland (1990) o Vicio
propio (2009) o sus relatos juveniles reunidos en Un lento aprendizaje
(1984)–, está surcada por corrientes de entropía pop-paranoica y
conjeturas sociocientíficas entrando y saliendo de personajes poseídos
por su singular y muy reconocible visión de las cosas. Seres que no
podrían vivir en las novelas de ningún otro. Y que por eso, felices a lo
largo de sus páginas, suelen ponerse a cantar en los momentos menos
pensados alegres y complejas canciones cuyas letras podrían ser fórmulas
de una ciencia inexacta pero precisa –el crítico James Wood la bautizó
como “realismo histérico”– que sólo él conoce y maneja y escribe y acaso
escenifica desde las sombras.
Pynchon –como ese otro genio irrepetible que fue Kurt Vonnegut–
juega con sus propias cartas marcadas al solitario pero está en todas
partes desde hace ya mucho tiempo. Cuando se trató de ir a recoger el
Premio Nacional de Literatura por El arco iris de gravedad, Pynchon
(amparándose en que nadie conocía su rostro, del que sólo circulan un
par de fotos adolescentes) envió a un stand up comedian para que se
hiciera pasar por él. Promediando la absurda ceremonia, un nudista cruzó
el escenario. Años después, alguien aseguraría que Pynchon era el
Unabomber. O Salinger. Varias veces se lo ha avistado y se le han
adjudicado –bajo seudónimo– páginas de escritores suicidas. Lejos de
todo, invitado a todas partes, Pynchon prefirió en su momento aparecer y
poner su voz en un par de episodios de Los Simpson.
Así en su vida como en sus libros.