martes, 15 de julio de 2014

La novela negra es un misterio

 Toma de otros formatos literarios y crea uno nuevo con rigor

Ilustración, Fernando Vicente./elpais.com

Uno de los tantos libreros instalados en el espacio de unos antiguos astilleros de Gijón hace esa pregunta a uno de los cientos de visitantes que, muy temprano, se han acercado hasta la edición 27 de la Semana Negra. En pocas horas más serán miles, repartidos en la gran carpa de los encuentros o en las otras que también albergan conferencias, debates, presentaciones de libros, antes o luego de haber probado el pulpo de Mario o las costillas asadas de otro chiringuito. Este es un festival cultural me temo que más conocido en el resto del mundo que en España y, aunque a algunos les pese, parte de la identidad cultural de esta ciudad asturiana.
El visitante consultado responde que sí, y agrega que es fan de Paco González Ledesma, y lo dice así, Paco y no Francisco, porque entre los grandes autores de novela negra y sus lectores se establecen complicidades, vínculos que superan los idiomas, las distancias y las realidades. Muy cerca, un grupo de lectoras jóvenes rodean al británico Craig Russell, una de ellas hace espontáneamente de intérprete para las que no saben inglés, y entre preguntas sobre sus personajes le recomiendan un libro del italiano Pino Cacucci presentado el día anterior. Complicidades que se dan en torno a este género que goza de millones de lectores.
Hace muy poco, en una ciudad Italiana charlaba con el mexicano Paco Ignacio Taibo II, fundador de la Semana Negra, buscando un porqué cartesiano para la popularidad del género. No llegamos a más que una conclusión y es que la novela negra ha incorporado a la literatura el amplio territorio de la ucronía, ese “¿y si las cosas fueran o hubieran sido de otra manera?”.
El inolvidable e imprescindible Manuel Vázquez Montalbán, al que se ha rendido homenaje en esta Semana Negra, solía decir que la novela negra retiraba el manto de secretismo del poder y lo dejaba desnudo, expuesto a la vista de los lectores, en una suerte de dulce venganza literaria, y vaya qué grandes desquites ha ofrecido la novela negra.
El escritor español Víctor del Árbol. / Daniel Mordzinski
Hace treinta años el argentino Rolo Diez publicó Vladimir Ilich contra los uniformados, una novela pletórica de fuerza y de ternura en dosis perfectamente equilibradas y que se transformó en un libro referencial y reverencial de la generación latinoamericana que padeció las dictaduras del cono sur, y unos pocos años más tarde el chileno Ramón Díaz Eterovic con La ciudad está triste, una novela muy negra que desnudaba la presencia omnipresente de la dictadura en todos los rincones de la capital chilena, y casi al mismo tiempo el uruguayo Mario Delgado Aparaín, con La Balada de Johny Sosa, alegraba la vida de sus paisanos con una victoria mínima, casi imperceptible, la de un hombre ingenuo enfrentado al poder dictatorial.
Juan Madrid fundó con sus obras la ética de la derrota, porque los personajes de la novela negra suelen ser grandes perdedores, ilustres perdedores en un mundo de “emprendedores” o de cualquier eufemismo con que se quiera llamar a los que dispuestos a pisotear la dignidad humana enarbolan las banderas del triunfo social.
La autora argentina Gabriela Cabezón Cámara. / Daniel Mordzinski
Jean-Patrick Manchette, indiscutible inaugurador del noir francés, señaló que escribía inventando reglas para violarlas porque así era la vida en Marsella y no quería salir de ella. Y esta es otra de las características de la novela negra, que toma de otros géneros como la literatura de viajes, de aventuras, costumbrista o el policiaco-deductivo clásico, y con rigor crea un género nuevo y en constante transformación. Sin ánimo de excluir a nadie, se puede afirmar que la novela negra es un género ágil para lectores de mentes ágiles.
Una demostración de lo anterior es la obra del sueco Henning Mankel que, mucho antes de la irrupción del llamado boom escandinavo, tenía miles de lectores en el mundo hispanohablante. En La leona blanca el pretexto de un caso criminal que debe solucionar el comisario Kurt Wallender lleva al autor, a través de sus personajes, hacia la descripción más descarnada del odioso régimen del apartheid.
El cubano Leonardo Padura y el griego Petros Márkaris. / Daniel Mordzinski
Me precio de ser lector y también autor del género, y no puedo dejar de mencionar una pequeña joya responsable de mi adicción a la novela negra. Hace más de treinta años que el mexicano Paco Taibo II publicó roes convocados, novela en la que un sobreviviente de la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, inmovilizado en un hospital, en la fiebre real de la derrota y huesos fracturados, convoca a sus héroes literarios, a Sandokán, al conde de Montecristo, al Guerrero del Antifaz, para vengar a las víctimas de la represión. Y la verosimilitud de su ficción hace que el lector se sienta parte de esas huestes vengadoras.
Bienvenidos a la fiera ucronía, dicen los autores de novela negra, a ese territorio en que el griego Petros Márkaris, en su última novela, Pan, educación libertad, mueve al siempre desencantado comisario Jaritos por una Europa del sur hastiada de las troikas, y que regresa a sus viejas monedas nacionales en un salto atrás porque delante sólo está el abismo.
La escritora y cineasta argentina Lucía Puenzo. / Daniel Mordzinski
Aunque amenace lluvia, el público no deja de llegar a la Semana Negra. Siempre hay un espacio protegido que compartir con el español Juan Bolea, el argentino Juan Gasparini, la búlgara Boriana Dukova, la uruguaya Mercedes Rosende, entre tantas y tantos invitados. Y se habla de literatura, asunto algo inusual en los festivales literarios más formales, no en vano la Semana Negra empieza en el Tren Negro, y durante el viaje desde Madrid a Gijón los autores y autoras invitadas confiesan qué están escribiendo y hasta por qué están escribiendo.
Pero tal vez lo más significativo de la Semana Negra es que no solamente los escritores presentes hablan de libros y de autores. Entre un público de lectores activos hay quien pregunta si este año viene Fred Vargas, porque la autora francesa tiene seguidores fieles, otros mantienen la polémica que suscitó la publicación de la trilogía Millennium del sueco Stieg Larsson, cuya evidente calidad hizo ganar lectores a todos, y esa misma virtud lo exime de ser el responsable de la ola de autores escandinavos que, para bien y para mal, cautivaron a muchas editoriales españolas. Alguien dice que el islandés Arnaldur Indridason y el noruego Jo Nesbo deberían estar aquí, y un poco más allá otro asistente indica que a su juicio la mejor novela negra escandinava que ha leído la escribió un francés, Olivier Truc y recomienda con pasión la lectura de El último lapón. En la Semana Negra el intercambio de títulos y sugerencias es parte de la dinámica del festival.
Los escritores Alejandro Gallo y Andreu Martín. / Daniel Mordzinski
El martes recién pasado, luego de la presentación de En cualquier caso, ningún remordimiento, última novela traducida al español del italiano Pino Cacucci, un lector comentó que para él era fundamental que se escribieran obras así, porque su percepción de la sociedad contemporánea le venía de leer novela negra, y agregó que de no haber leído a tiempo Sangre vagabunda, de James Ellroy, no habría conocido jamás la cara oculta de los Estados Unidos y la soledad del hombre frente al poder.
El cielo amenaza lluvia pero a nadie le importa y además en las carpas de los encuentros y las librerías la gente pregunta por los ausentes; ¿este año no viene Leonardo Padura? ¿Y Víctor Andresco no está en alguna mesa? Son lectoras y lectores fieles que acuden de manera informal a un encuentro libre de ceremonias excluyentes.
El novelista italiano Pino Cacucci. / Daniel Mordzinski
Cuando cae la noche y los autores que acuden por primera vez se quedan estupefactos ante el ritual del escanciador de sidra, comparten con los que recuerdan esa copas que bebieron junto a Donald Westlake, Andreu Martín, Alicia Giménez Bartlett y Jean-Claude Izzo. No falta el que alza una copa y bebe a la salud de Daniel Chavarría, Raúl Argemí, Laura Grimaldi y de todos los que han pasado por este festival que no tiene más norte que acercar libros y lectores.
Hace pocas horas dos estudiantes me preguntaron si podía presentarles a algunos de los autores que deambulaban entre el público. Así que busqué y les señalé a un hombre vestido de pirata y a otro con aspecto de inventor de máquinas del tiempo; ahí tienen a Carlos Salem, el de La maldición del tigre blanco, y a Alfonso-Mateo Sagasta, el autor de El reino de los hombres sin amor, les dije, y las vi dirigirse a ellos con entusiasmo de lectoras.
Curiosa semana es esta que se da frente al Cantábrico, porque tiene más días de los acostumbrados, y porque deja cada año un rastro de lecturas de las que siempre se sale mejor.