miércoles, 23 de julio de 2014

Extraños, para todos los gustos

Reedición. Antología del cuento extraño recupera la selección de textos y autores realizada por Rodolfo Walsh, “una colección indispensable” aún cuatro décadas después

Giovanni Papini, incluido en la Antología del cuento extraño.
Ambrose Bierce, incluido en la Antología delcuento extraño.
 
Leon Tolstoi, incluido en la Antologia del cuento extraño./revista Ñ
La conquista editorial de una antología como esta que El cuenco de plata reedita, sombrea o subraya una zona de atención que parece “durar” desde 1956. En el medio, la reedición de 1976 aturde porque presenta y asume una escena inmejorable, que plantea e implanta (inmejorablemente también) la ocasión o la circunstancia de incorporar a la biblioteca libertadora o a la anterior, apenas familiar, y de paso al léxico, una noción paradójica de “lo extraño”.
Con el brillo y la inteligencia característicos, Daniel Link detecta en el prólogo una teoría temática admirable: “Sorprenderá … que el ordenamiento no responda a categorías convencionales de cronología o de nacionalidad, sino a criterios que van hilando página tras página una progresión ‘tonal’ de las distintas modalidades del relato ‘no realista’.” Se encarga de señalar también las diferencias entre la antología de Rodolfo Walsh y la precedente de Silvina Ocampo, Borges y Bioy Casares. En el territorio de competencia internacional, la de Roger Caillois (1967), que acató con sumisión reverencial ser de “literatura fantástica”, admitía una división en “dominios”. Se aproxima así más a la enciclopedia de La Pleïade que a ese raro vaticinio de dicha anárquica que una antología –no ésta, gobernada por su propia pesadilla– se propone a menudo ser.
En busca de criterios inusuales, Javier Marías editó, a fines de los ochenta, una de “cuentos únicos”, que publicó la editorial Siruela de esos años. Ceñudamente atento al ejercicio de expiación, el concepto de “único” era diseñado y confeccionado a medida en la presentación de cada cuento, equivalencia paradójica que obliga a revisar de inmediato el de antología. (Pero me apuré demasiado; el libro de Marías, veo ahora, no utiliza la palabra “antología” y tiene la prudencia de comenzar con un atisbo de silogismo, “Todo título es una exageración”, que lo justifica).
El término “extraño” ofrece sus coartadas reactivas y recesivas. Link explica: obedece a una exigencia más editorial que teórica. El adjetivo “extraño” no terminan de redondearlo ni de definirlo Sklovski ni Todorov, pero para el propósito de nuestra pesquisa, lo mismo da. Menos incierta que los devaneos titulares son, me parece, la gestión del antólogo, ese acomodador de lujo, ante cada uno de los relatos, cuando se trata de una noción general como “extraño”, instigadora de flexiones y maniobras menos conclusivas que las de Marías.
La conducta de Walsh, en este caso, tiene algo del sistema de apuntes marginales de Coleridge y de la rusticidad falsamente enigmática de las anotaciones de trabajo de Stendhal. Y, sobre todo, un gran sentido de la oportunidad y de la ironía. De Rosa Chacel, por ejemplo, dice: “Por ese entonces colaboró en La Revista de Occidente dirigida por Ortega y Gasset, de quien se confesó discípula”. Cuando se habla de españoles, ¿qué otro verbo en pasado puede rivalizar con ese “confesó” infalible?
Chacel seguía vivita y coleando cuando la antología de Walsh se publicó la primera vez, en Hachette, en 1956. La teoría generacional de Pinder a la que adscribió Ortega ya no estaba de moda, pero, por las dudas, Link y yo no habíamos nacido. El milieu no es algo que uno advierta por el sólo hecho de nacer, cierto. Dos citas se acuerdan de despertar al unísono para recordárnoslo. Una de Darío: “la pérdida del reino que estaba para mí”, encontró uso distintivo en la novela de José Bianco. La otra, más económica y “moderna”, pertenece a Wittgenstein: “El mundo tal como lo encontré”, primera cláusula del Tractatus . Chacel había escrito y publicado ya su cuento más extraño “Icada, Nevda, Diada” ( Sobre el piélago , 1952). Pero esa es una desventaja que afecta a las antologías con autores vivos. El arte ocurre, sí –como opinaba Whistler– pero lo hace con una inopinada falta de convicción sobre los tiempos verbales. En la antología de Silvina, Adolfito y Georgie, el privilegio de supervivencia le había sido otorgado a los traidores incuestionables y a los amigos menos leales, pero creo que por arbitrariedad o simplemente por injusticia, carecieron de Rosa Chacel.
En tiempos de agentes caranchescos y garrafales, la libertades y licencias antológicas han sido muy limitadas. La frontera queda establecida por la cifra que el agente impone y por la disponibilidad económica de la empresa que paga al editor. Rara consideración literaria y estética, pero business are business .
La afinada perfección de la antología de Walsh consiste en parte en que ignoraba la índole de las censuras posteriores que impondría el capital (por encima de la ideología, y lo que es peor: por encima de esa debilidad capitalista que es el gusto). En tiempos de la primera reedición, Borges pasaba por su peor etapa. Walsh sabe consignarlo sin denunciar la situación. Y se acerca así un paso más a la cadencia afín que Link, por caridad, se abstiene de acreditar: a los cuatro –Ocampo, Bioy, Borges, Walsh– los hermana sin igualarlos una desacreditada indisciplina o irresponsabilidad, cierta crispada, por impaciente, y un poco insípida displicencia (variante oportuna de la elegancia).
Volvamos un poco a la teoría generacional, no a Ortega. Pese a la cautela prejuiciosa que los nacidos acá en la época en que Walsh nació (1928) guardaban por el idioma inglés –Sebreli, Viñas, Masotta, Correa–, Walsh se convirtió en uno de los mejores traductores de esa lengua, acaso no sólo por su raíces irlandesas. Con la cantidad de marxistas que se dieron el lujo de nacer en la ciudad en la que Marx escribió la mayor parte de su obra, Marx, lector de Sterne y de Dickens, profeta a tientas, se dio un lujo mayor: el de creer que la revolución proletaria iba a ocurrir en algunas de las ciudades inglesas que prohijaron la revolución industrial, y que parecían invenciones novelescas conspiradas por él y Engels. Lo cierto es que Rodolfo Walsh, no sólo en la adquisición de ese rótulo que, por genérico, lo convierte en heroico representante de un oficio “extraño” que supo más que nadie ejercer –editor–, hizo visible además una práctica desguarecida, desamparada, subrayada en su relato “Nota al pie”, y estableció así el epítome de la profesión desclasada por antonomasia, la del traductor.
Un suicidio imaginario (literario) no hace verano, sin embargo, y el único otro semejante a su altura en la peripecia de los años posteriores está en las antípodas de Walsh. Es el hereje, anárquico, antidogmático, resentido Odracir Narayalez, Ricardo Zelarayan, que en 1966 y 1967 tradujo a toda velocidad una obra similar (la antología de Caillois antes mencionada). Y que no podría obtener por esa actividad anónima una sola nota de crédito porque, para cobrarla, no podía firmarla.
La Antología del cuento extraño en cuatro volúmenes que El cuenco de plata nos presenta en caja es, desde luego, una colección indispensable; la caja añade acaso un excedente modular que, como suele exagerar la pedagogía, “supera nuestras expectativas”. La prueba de que Walsh fue un modelador, modulador del gusto nacional es tan contundente que nos obliga a coincidir en este aspecto con Viñas, a quien tan difícil le resultaba estar de acuerdo.
Los precursores íntimos se habían tomado el trabajo –o acaso sólo la licencia– de despojar la misión literaria de valor cívico, de inmunizar cualquier receta del veneno del mensaje. O, por lo menos, se habían tomado el trabajo agustiniano o agustino (que Rosa Chacel conocía bien), de confesarlo. Un solo año Borges celebró el comunismo que estalló en San Petersburgo cuando él tenía un año más que el siglo, el año en que ocurrió: 1917. De ese año es un libro que estamos privados de leer los que nacimos en la tierra en la que Borges nació): Ritmos rojos .
En rojo, Walsh escribió variaciones (1953), tan justa e irreal es, parece ser, la intervención o la abstención del tiempo. Una revisión un poco al voleo arroja una cantidad hechizada de coincidencias con la trinidad precedente, no sólo de autores sino de cuentos (“La zarpa de mono”, “El puente sobre el río del Búho”, “Enoch Soames”). La unanimidad no asombra; de todo lo que Beerbohm escribió, “Enoch Soames”, parábola sobre la perduración o la perdurabilidad literaria, es la que mejor nos lo acerca. Hay algo de “El sur” en el cuento de Bierce, Borges lo aceptaba. Aunque no incluidos en la precursora, los cuentos de H.G. Wells y de Kipling eran también favoritos de por lo menos uno de los tres guías precedentes.
Un cuento desconcertante, por decirlo hoy en jerga asintótica, sintomático, es el de Kafka, bastante poco “antológico”. Traducido por Walsh con el título “Un viejo manuscrito”, pero asociado al estilo de Kafka de manera menos romántica o novelesca como “Un viejo folio”, cuenta con una rara antecedencia (“el escritor crea a sus precursores”) borgeana. La reducción de Kafka a profeta es una de las detracciones que más hieren a quienes lo admiramos como escritor. Termina de esta manera: “La salvación de nuestro país depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no somos capaces de semejante empresa; y nunca hemos afirmado que fuéramos capaces. Es un malentendido que será la ruina de todos nosotros.” Decantados por una moral media igualada sin distingos en la década en que la antología de Walsh se publicó la primera vez, por fin mansamente igualada en el peor sentido que un escritor “revolucionario” podría darle, los cuentos de esta compilación reflejan el estado de quieta conformidad estética organizada hasta casi morfológicamente por un siglo (en la adecuada designación de Hobsbawm “breve”). “Extraño” no es “extraño” ya, nos es dado pensar en el siglo veintiuno; de la debilidad voluntaria de un editor en apuros nace una nueva definición, una nueva modalidad angular. En circunstancia de estar obligado a titular una antología deficiente, confieso (como Rosa Chacel “confesó”, con el impudor autorreferencial pertinente), tuve la osadía de denominarla “del cuento extraño”, sin recordar siquiera la precedencia inhibitoria de esta. “Extraño” flota en el aire sin obligarnos a hacer un pacto de sangre. Es cierto que en esta de Walsh “extrañan” más que en la de otros las ausencias: la de mujeres y de homosexuales (sobre todo cubanos, tan meritorios de “lo extraño”). De acuerdo ya con Pinder a esta altura de la nota, añadimos que la edad tarda en adecuar los prejuicios al relajamiento de los músculos, los modales y otras extremidades inferiores. Se demora en modelar sus insignias, en canjear sus emblemas. Bien podemos concluir que ante la armonía casi preestablecida de un libro tan recomendable se impone, ilegítima, la respuesta de Duchamp al entrevistador que le impuso que las obras del marchand du sel , pese a la proclamada autoridad del azar, conservaran sin alteración ni alteridad una especie de serena belleza clásica. “Nadie es perfecto”, le contestó el dueño de la historia (del arte, por lo menos).
Luis Chitarroni es escritor, crítico y editor. Ha publicado, entre otros, “Mil tazas de té”.