Modernidad del poema épico. Las cuitas del guerrero exiliado, en el Cantar de mio Cid, quizá enseñarían a los reyes de España el valor de la literatura, incluso en los hombres de acción
Se cree que en su primera versión fue escrito en latín, pero que
se pronunció en castellano incipiente. Hace ochocientos años, en 1207,
se escribió el manuscrito más antiguo que se conoce. Lo firmó un tal Per
Abbat. En ese manuscrito, que se conserva en la Biblioteca Nacional de
Madrid, la página del comienzo y dos interiores están arrancadas. ¿Quién
robó esas páginas?¿Con qué intereses? Esa página inicial que falta nos
ha obsequiado uno de los comienzos más dramáticos de la literatura en
español: “De los sos ojos tan fuertemientre llorando / tornava la cabeça
e estava los catando”. El Cid ya ha sido desterrado por el rey y marcha
al exilio con lágrimas en los ojos. ¿Puede un caballero estar llorando?
Es
curioso el lugar fosilizado en el que hemos situado aquel poema de 3735
versos. Pero despojado de la lectura domesticadora de las escuelas, y
leído con atención, el Mio Cid es un texto revolucionario. No
sólo por lo que significó su aparición y lo que significa todavía hoy en
la historia de la literatura europea. Y no sólo porque es un texto
desjerarquizador y descentrado (no hay puntos centrales sino que cada
momento del poema parece tener una importancia decisiva). Si no también
por su subversión política y el ridículo al que son arrojados la
monarquía y la nobleza en aquellas páginas. El carácter histórico del Mio Cid
no está dado tanto por la efectiva existencia de Rodrigo Díaz de Vivar
(en cuya historia, fechada en el siglo XI, está inspirado el poema) sino
mucho más todavía, por la movilidad social que con notable sensibilidad
el poema detalla. La interrogación por la existencia de Rodrigo Díaz y
su correspondencia con las hazañas de su vida pudieron haber desviado la
atención de la verdadera materia histórica que alimenta la máquina
dramática del texto. En el poema hay toda una sociedad en movimiento. Y
hay una doble transferencia del poder. Se traslada el poder de la región
de León a Castilla y de los “ricos omnes” a los “infanzones”. Atento a
un cambio histórico significativo, comparable al que luego sobrevendrá
con la Revolución Francesa, el poema se sitúa en el momento preciso en
que un nuevo tipo social emergente, el de los hidalgos, el de los que
luchan, le arrebata sus privilegios ya por entonces en crisis a toda una
nobleza pusilánime. Así, una nueva casta de guerreros (y mercenarios)
ocupa el lugar que algunos herederos de títulos ya no pueden ocupar en
aquella sociedad medieval en peligro. Amenazada por el Renacimiento y la
modernidad que llamará a la puerta en los siglos siguientes, aquella
sociedad medieval preanuncia los sucesos que en 1789 en Francia
profundizará el movimiento contra la nobleza que aquel poema castellano
del siglo XI estaba anticipando.
Pero además el Cid es presentado
como el portador de la valentía y la prudencia, atributos que,
balanceados con sabiduría y en sus dosis justas, son juzgados en la
época como los principales valores que un buen gobernante debe tener. Es
que, en la línea del género de los speculum principes , un
género medieval que se utilizaba para ilustrar a los gobernantes, el Cid
le indica al rey con su ejemplo cómo debe obrar para llegar a ser un
buen “Señor”. Así, el Mio Cid es un libro de educación política. En
contraste especular con las virtudes del Cid, el rey es presentado en el
poema como alguien torpe, que toma decisiones equivocadas. La primera
de esas decisiones equivocadas está en el comienzo del texto, cuando
expulsa al Cid a pesar de ser su mejor vasallo. Y lo condena a un
destierro que habilitará la excepcional campaña militar de Rodrigo Díaz.
Como
resultado de esa campaña, el Cid conquistará un territorio que llegará a
ser más extenso que el de aquel reino del cual había sido expulsado. En
su afán de anexar a su reino los nuevos dominios conquistados por el
Cid, el Rey querrá entonces promover que las hijas del Campeador se
casen con los Infantes de Carrión, promocionando la unión matrimonial
entre las hijas de un caballero con dos infantes de la nobleza. El
matrimonio aparece entonces como la institución que puede poner en un
mismo nivel de igualdad individuos con orígenes sociales diferentes.
Pero esta es la segunda decisión equivocada del rey. Allí donde quiere
recompensar al Cid, lo vuelve a humillar. Porque la estatura moral de
los que luchan ha sobrepasado la altura de la vara apagada de los
nobles. Como prueba de ello, los Infantes de Carrión humillarán a las
hijas, huirán del combate, no estarán a la altura de extender y defender
los dominios del reino. Junto con ellos es la carencia de toda una
nobleza la que se pone en evidencia.
En la tercera parte del
relato (también podríamos leer el poema como una “novela familiar”), el
Cid reclamará el juicio a los Infantes de Carrión en las Cortes de
Toledo. Cuando por fin el reencuentro entre el Cid y el rey se produzca,
ya para ese entonces el Cid tiene más poder que el rey. El Cid es, en
rigor, el hombre más poderoso del reino. Y el rey es un souvenir, una
figura opaca cuyo rol jurídico no está tanto en el poder que tiene sino
en el rol federador de los poderes de otros.
Caída aquella
distinción que una crítica literaria antigua hizo entre Mester de
Juglaría y Mester de Clerecía (una distinción que pretendía atribuir un
origen popular al poema), hoy se sabe que el poema fue compuesto por un
autor culto. Por alguien que poseía un gran conocimiento del derecho de
la época. Quizá este profundo contenido jurídico del Mio Cid haya
obrado en las mentes de quienes, en algún momento del siglo XX,
despuntaron la idea de que después del franquismo España podría
convertirse en una Monarquía Constitucional. Hoy, como hace diez siglos
en Castilla, algo parece resquebrajarse en la nobleza y en la
organización monárquica. El nuevo relato fragmentario del presente está
describiendo a España como una sociedad en movimiento. A la luz del Mio Cid
esta es quizá la verdadera trama, el verdadero subtexto que podría
encontrarse alojado en acontecimientos como el 15M o el Movimiento de
los Indignados en España, la crisis económica de 2008 o la reciente
abdicación del rey Juan Carlos. Estos son sólo algunos de los sucesos
con que se nutre la épica española del presente. Una nueva sociedad
probablemente está tallando las bases de un nuevo orden. La historia y
la ficción parecen superponerse. En la literatura y en la historia, en
la tradición literaria y en el corazón de nuestra época.
A
diferencia de Argentina, la primera plana de la farándula española está
ocupada por deportistas internacionales y personajes de la nobleza.
Quizá a eso han quedado reducidas las funciones de la realeza. En cierta
ocasión el entonces rey Juan Carlos y la reina Sofía recibieron a
Gabriel García Márquez. La reina mantuvo con el autor de Cien años de soledad
una conversación sobre Macondo, su mitología, sus personajes. El rey,
tal vez un poco aburrido con la charla, sugirió cambiar de tema.
Argumentó ante el escritor colombiano que la que leía era la reina. Juan
Carlos, debido a sus quehaceres de gobernante estaba impedido de leer,
quizá por ello se dedicaba a otras cosas. En aquella oportunidad agregó
que él se caracterizaba por ser un “hombre de acción”. ¿Por qué el rey
de una Casa Real poseedora de una tradición tan letrada juzgaría que una
conversación literaria es una conversación que no atañe a los “hombres
de acción”? ¿Por qué una conversación literaria no atañe a los grandes
temas de una nación? Una conversación sobre el Cid, acaso, podría
haberlo ilustrado. Pero el speculum principes , aquel género que
en la Edad Media se usaba para educar a los gobernantes, es un género
que quizá ya haya caído en desgracia. Como la épica, como quizá también
la literatura. Y como los reyes.