Carlos García Gual recorre en un libro irresistible la historia de las legendarias criaturas
La ninfa marina, óleo del artista británico Edward Burne-Jones (1881)./elpais.com |
Sirenas, de todas clases: monstruosas, bellísimas, fieras,
melancólicas, taimadas, hambrientas, enamoradas, sabias, lúbricas,
terroríficas, encantadoras, acuáticas y aéreas. Pocos seres legendarios
ofrecen una variabilidad tan grande y han sido retratadas de manera tan
distinta a lo largo de la historia. Desde las mujeres pájaro de la
cerámica clásica griega o las esculturas funerarias hasta las versiones
contemporáneas —el falso documental Mermaids: the body found, las adolescentes a las que les sale cola de pez cuando se mojan, de la serie australiana H2O—,
pasando por las hermosas doncellas prerrafaelitas de tersos pechos, las
atracciones de barraca de feria y los polvorientos híbridos de los
viejos gabinetes de curiosidades, las sirenas no han dejado de cautivar
la imaginación de la humanidad. Entre sus avatares se cuentan la
inocente sirenita de Andersen, la rubicunda y rotunda de Daryl Hannah y
las delicadas pero peligrosas criaturas de Piratas del Caribe 4: en mareas misteriosas.
Fascinado por esos seres míticos, el especialista en la antigüedad
clásica Carlos García Gual (Palma de Mallorca, 1943) ha publicado un
libro culto y apasionante Sirenas, seducciones y metamorfosis (Turner)
que nos lleva en un viaje irresistible en pos de ellas por los anchos
mares de la leyenda. Obra llena de historias maravillosas, no deja de
tener algún aspecto práctico, como el viejo consejo de arrojar frascos
al agua para que las sirenas se entretengan jugando con ellos, y nos
dejen pasar. O la advertencia: “Los amores con una sirena suelen acabar
mal, fatalmente”.
El autor parte de la sirena griega, la de la Odisea, que no
se parece en nada a la que se identifica hoy popularmente. “No solo se
diferencian porque una tiene alas y la otra cola de pez sino porque la
sirena moderna ha heredado una relación con el amor de la que carece la
antigua”, explica García Gual. Las sirenas de Ulises, primas de las
arpías, las esfinges y las gorgonas, no eran precisamente criaturas de
las que uno pudiera enamorarse, sino monstruos mortíferos. De hecho,
apunta el estudioso, ni siquiera está claro que el sagaz rey de Ítaca
llegara a verlas. “Lo que atraía de ellas era su canto —melifluo, dice
Homero—, una trampa musical”.
La gran pregunta es qué cantaban y ofrecían las sirenas para resultar
tan irresistibles. “No lo sabemos. Ya el emperador Tiberio mandó a sus
eruditos que lo averiguaran. Sospecho que a cada uno lo que le atrajera
más, que tenían un canto personalizado para cada víctima”. Vaya,
¡precursoras de Spotify! “Imagino que cantaban a la carta. A Ulises
probablemente trataran de seducirle con su punto flaco, la curiosidad,
la sed de conocimientos, la vanidad, y las noticias de casa”. No era una
promesa de placer como las sirenas posteriores. “Bueno, hay que
recordar que para los griegos la sabiduría era un placer, un deleite,
aunque es cierto que el canto de la sirena, por así decirlo, su poder de
atracción, se ha vuelto luego más erótico y definitivamente sexual,
teñido a menudo de amor sentimental, romántico”.
Para García Gual resulta fascinante ver cómo evoluciona y se ramifica
el mito, pasando por Homero, Ovidio, Lactancio Plácido, Boccaccio, los
bestiarios o Andersen, e incluso Kafka. “Trato de mostrar el proceso en
el libro. En un momento determinado, la sirena ave original (en la Odisea
son solo dos, luego tres), tras ser desplumada por las musas, se
entremezcla con las náyades y las nereidas, las ninfas marinas —una de
las cuales era Tetis, la madre de Aquiles—, y adquiere sus
características acuáticas y su belleza”.
Posteriormente, el mito enlaza con las leyendas medievales y
folclóricas de las doncellas marinas y fluviales que toman maridos
humanos y establecen tabúes sobre su identidad, como Melusina y Loreley.
La sirena, sin perder ecos antiguos, se funde con la poesía romántica y
la tradición de la ondina y la mermaid anglosajona y sus
hermosas y perturbadoras representaciones, en las que el poder de
atracción continúa en parte en el canto pero reside especialmente en la
belleza feérica de la criatura y muy concretamente en el largo cabello y
los voluptuosos pechos desnudos, explica el estudioso. Parece evidente,
observo, que el erotismo de la sirena no puede residir más abajo. “Hay
sirenas que despliegan dos colas, como piernas, lo que les permite tener
sexo. Pero en la sirena habitual, pez de la cintura a la cola, lo que
atrae no es tanto el sexo como la promesa de placer que se expresa en su
largo cabello, sus bonitos pechos, su mirada”.
Sin embargo, en su obra de teatro sobre la Odisea, cita
García Gual, el poeta Derek Walcott hace dialogar sobre sexo a Ulises
con dos sirenas que, apoyadas en la borda de su barco, las muy frescas
(!), le proponen un trío. “¿Con pescados?”, cuestiona el héroe, “¿no os
parece que hay un problema mecánico?”. A lo que las animosas sirenas
responden entre risas: “Siempre hay maneras”.
La sirena romántica es también un ser muy ambiguo, que oscila entre
la fragilidad enamoradiza y un salvaje apetito sexual de depredadora
ninfómana. Una evolución más moderna es la sirena de las películas de
Hollywood, claro, más domesticada, incluida la sirenita de Walt Disney,
que, apunta García Gual, contrasta con la icónica desnudez pectoral y
significativamente “lleva sujetador”.
¿Cómo se explica el éxito de las sirenas? “Es la llamada del placer
ligada a la seducción femenina, el espejismo encantador, la atracción
fatal, la mujer regresiva que arrastra al desenfreno al hombre —a su vez
ansioso de ser seducido—, cosas muy universales. La sirena se va
dotando de características que robustecen el mito. Obviamente la
vinculación al agua, el que sea medio pez, da mucha mayor fuerza, nos
remite al mundo del subconsciente. El líquido está muy unido a la idea
del placer”.
El estudioso recalca que hay muchas cosas de las sirenas que rechinan
o no están claras. “No sabemos si en el mundo griego te devoraban o es
que con su canto conseguían que te olvidarás de todo hasta morir y los
huesos que blanqueaban su isla no eran de viajeros comidos sino
consumidos por el tiempo en su estupefacta inacción”.
Antes que a Ulises atrajeron a los argonautas. Si el primero logró
salvarse gracias a los consejos de Circe —la cera en los oídos de los
remeros y él atado al mástil—, Jasón y su equipo de superhéroes se
libraron merced a la contraofensiva musical de uno de ellos, Orfeo,
intérprete más formidable que dejó a las chicas gallináceas a la altura
de teloneras. Según algunas contradictorias tradiciones, despechadas,
las sirenas se mataron. En diferentes ciudades de la antigüedad, como la
actual Nápoles, se acreditaba la existencia de una tumba de sirena.
¿Tienen futuro las sirenas? “En la civilización moderna los encantos
femeninos ya no son lo que eran. Si la moral es represiva el encanto de
la sexualidad es mayor y se desborda en la imaginación. Sin embargo
siempre hay espacio para un símbolo de la llamada del placer que te
tienta a desviarte del deber. Es un tema de enorme atractivo”.
García Gual, pese a toda su sabiduría y conocimiento de las sirenas,
parece muy vulnerable (¡y quién no!) al encanto de las tan románticas
pintadas por Draper o los prerrafaelitas como Burne-Jones y Waterhouse
que remiten a amores, ay, imposibles y nostálgicos. “Son algunas de mis
representaciones favoritas”, suspira, y parece oírse de fondo, como el
murmullo de la espuma, un canto indescifrable, sobre el que se imponen
finalmente los versos de José Emilio Pacheco (Echando de menos a las sirenas), que el clasicista cita en su libro: “Lo único malo es que no existen / Lo realmente funesto es que sean imposibles”.