En verano somos más indulgentes, menos atentos. Es la hora de leer sin reloj
Los lectores transforman los libros según sus circunstancias. / Iain Sarjeant./elpais.com |
Las lecturas de verano son diferentes de las lecturas de invierno,
como las de día lo son de las que hacemos por la noche. Algo en el aire y
la luz que nos rodea afecta al texto y su comprehensión, y todo lector
sabe que no es lo mismo leer una novela que nos deleita tendido en el
pasto, al sol, que leerla acurrucado bajo una manta en la penumbra de un
cuarto invernal. En verano, la relación con un libro se hace íntima,
táctil, cariñosa, las páginas se contagian de la humedad de los dedos,
adquieren el olor de un cuerpo, la textura de la piel humana. En cambio,
bajo un cielo gris, un lector es más severo, recatado: la lectura se
hace lenta, respetuosa, reflexiva. Hasta la mala literatura cambia con
las estaciones: en verano, somos más indulgentes, menos atentos, y,
mientras que en invierno nos mostraríamos implacables con un libro que comienza
“Jacques Saunière, el famoso conservador, caminaba con dificultad por
los pasillos del Museo del Louvre”, embobados por el calor y contentos
como lagartos, continuamos leyendo, demasiado letárgicos para detenernos
en las asombrosas faltas gramaticales y en las imbecilidades de la
historia.
Poco sabemos de las lecturas estivales de nuestros antepasados. Una
tarde de verano, Sócrates propuso a Fedro que fueran a sentarse a la
sombra de un plátano donde el joven le leería el discurso de un tal
Licio, del que Fedro había hablado con entusiasmo, pero quizás esa
lectura singular no sea un ejemplo fidedigno de las preferencias
veraniegas del filósofo. Tres siglos más tarde, Cicerón le escribe a su
amigo Ático que, aunque éste encuentre un amante por más apasionado que
aquel sea, no le prometa su biblioteca, puesto que está destinada a
nadie más que al mismo Cicerón. Por “biblioteca”, dicen los clasicistas,
Cicerón entendía “colección de obras griegas” que el escritor romano
leería durante los veranos, en su proyectado retiro en su villa del
Lacio.
A pesar de que los ricos romanos tenían villas estivales y los
emperadores chinos palacios de verano, el concepto de un periodo de ocio
en los meses de calor no se oficializó hasta el siglo XIX. Hasta
entonces, sólo la aristocracia pasaba una parte del año (la más fría) en
la ciudad y otra parte (la tórrida) en el campo. Pero después de las
transformaciones sociales que siguieron a la Revolución Francesa, la
burguesía empezó a imitar las costumbres de los aristócratas y
estableció la moda de la villègiature, o temporada en las
provincias. Cuando en 1936 los obreros franceses obtienen el derecho a
vacaciones pagadas se le da un sello oficial a la noción de reposo y
entretenimiento que hoy asociamos con el periodo estival.
Una vez establecido el verano como un momento de ocio y distracción,
ciertas lecturas adquieren una calidad particular, reposada y divertida,
y los editores empiezan a lanzar colecciones destinadas a un público
que busca entretenerse en el tren, en la playa, en la montaña. Aparecen
así las primeras series de romans de gare en Francia, los precursores de Corín Tellado en España, la pulp fiction en Estados Unidos, las series policiacas en Inglaterra.
Con la nueva literatura estival aparece otra categoría de lectores:
el lector-turista. En el título de uno de sus libros, Stendhal usa la
palabra “turista” para diferenciar a los que podían pagarse las
vacaciones de quienes no podían hacerlo. Un contemporáneo de Stendhal,
el reverendo padre Francis Kilvert, anotó en su diario el 5 de abril de
1870: “De todos los animales nocivos, el más nocivo es el turista. Y de
todos los turistas, el más vulgar, malcriado, ofensivo y repugnante es
el turista inglés”. Sin embargo, fue gracias a esos turistas que una
suerte de literatura universal echó precarias raíces alrededor del
mundo. Los maltrechos volúmenes que los turistas han dejado detrás de sí
en sus casuales peregrinaciones constituyen una prueba fehaciente de la
generosa variedad del placer de la lectura. Yo mismo, en mis demasiados
viajes, he encontrado abandonados en playas lejanas y en hoteles, que
no merecen ser recordados, libros que hoy reposan, sanos y salvos, en mi
biblioteca: El enigma de X, de Ellery Queen; Tren de Estambul, de Graham Greene; Espérame en Siberia, vida mía, de Jardiel Poncela; El jardín de los Finzi Contini, de Giorgio Bassani; Soy leyenda, de Olaf Stapeldon; Las sandalias del pescador,
de Morris West…, y muchos más. No todos son memorables, no todos son
queridos, pero todos, sin excepción, fueron por unos días camaradas de
algún lector distraído, perdido en un tiempo sin relojes y en un lugar
sin mapas que llamamos vacaciones de verano.
Por cierto, los libros de nuestras vacaciones llevan consigo, quizás
más que cualquier otro, trazas de memoria: de amistades perdidas, de
juegos extraños, de adultos que en el recuerdo son inconcebiblemente
jóvenes, de habitaciones que no eran nuestras. Sobre todo, memorias de
olores y perfumes: de hierba recién cortada, helado de vainilla, loción a
leche coco, aire salado, sudor limpio en sábanas recién planchadas,
fresas silvestres tibias, cloro, salchichas asadas, zumo de limón,
juguetes de caucho que han estado demasiado tiempo al sol. Y sobre todo,
el olor del papel barato de los libros de bolsillo, leídos al sol y
salpicados de agua de mar.
Stendhal usa la palabra “turista”
para diferenciar a los que podían pagarse las vacaciones de quienes
no podían hacerlo
Las lecturas de verano de hoy tienen sus prestigiosos precursores. Como lectura de playa, Robinson Crusoe eligió la Biblia,
aunque esa decisión se debió quizás al hecho de que en la biblioteca
del navío naufragado no hubiera más que obras en portugués, lengua que,
como buen caballero inglés, Robinson se enorgullecía de ignorar. Durante
los chubascos del verano japonés, el joven príncipe Genji se deleita
leyendo correspondencia femenina, “sobre todo”, dice su secretario, “las
que fueron escritas en un arrebato de cólera, o durante el crepúsculo,
esperando ansiosamente el regreso de su amante”. En el sofocante verano
de La Mancha, cuando era tiempo de siega, los segadores (cuenta el
ventero en la primera parte de el Quijote) se reunían para escuchar leer, “con tanto gusto que nos quita mil canas”, novelas de caballería como Don Cirongilio de Tracia o Felixmarte de Hircania,
obras que el ventero posee y el cura quiere quemar. Para disipar la
“melancolía del estío” de la que sufría su pudibunda mujer, Diderot le
recomendaba “tres dosis diarias de Gil Blas, una a la mañana, otra a la tarde y una última por la noche”. Para después del Gil Blas, El diablo cojuelo y El bachiller de Salamanca.
Quizás el verano convenga a la lectura porque se presta, no sé por
qué, a contar cuentos. Muchas de nuestras ficciones más conocidas
transcurren en verano: Crimen y castigo, de Dostoievski,
empieza “una agobiante tarde de principios de julio”; la peste amenaza a
los novios de Manzoni durante un atroz verano lombardo del siglo
diecisiete; en la novela de Oscar Wilde, Lord Henry se encuentra con el
apuesto Dorian Gray “cuando una leve brisa estival removía las copas de
los árboles del jardín”; Cien años de soledad,
de García Márquez, se abre en el mes de marzo, a fines de un húmedo
estío colombiano; la pequeña Nell y su abuelo escapan de las garras del
malvado Quilp a través de la campiña estival inglesa en El almacén de curiosidades,
de Dickens; el profesor Ashenbach de Thomas Mann persigue la imagen del
hermoso efebo por los callejones húmedos y sofocantes de Venecia en
verano; y en verano también el joven tuberculoso Hans Castorp llega a la
clínica de Davos, en lo alto de la Montaña Mágica; el memorioso Ireneo
Funes de Borges sufre su prolongado insomnio durante un caluroso estío
uruguayo; Elizabeth Bennett concede el sí al bello Darcy bajo un sol
radiante y británico, dando un final feliz a tanto orgullo y prejuicio;
es durante el verano que Poirot investiga los casos Muerte sobre el Nilo, El asesinato de Roger Ackroyd, Maldad bajo el sol, y tantos otros crímenes febriles.
Quizás el verano convenga a la lectura porque se
presta a contar cuentos. Muchas de nuestras ficciones más conocidas
transcurren en verano
Sin embargo, no todos aprueban de las lecturas estivales. En el
verano de 1826, en lugar de vigilar el aserradero de su padre, el
adolescente Julien Sorel se pone a leer el Memorial de Santa Elena,
de Las Cases. Su padre lo sorprende, lanza el libro al arroyo de un
puñetazo y con otro apuntado a la cabeza de su hijo, lo trata de haragán
y de bestia. A juicio del padre de Julien, en el verano no se lee, se
trabaja. No piensa así la señora Bovary. En la modorra de su aldea, Emma
pasa sus tardes leyendo a Eugène Sue (autor de Los misterios de París),
a Balzac y a George Sand, para saber cómo se visten las parisienses y
cómo amueblan sus casas. Más recatada, Doña Perfecta, en cambio, opina
que la lectura “enferma de la cabeza” y quiere poner tasa a los
doctos volúmenes que el joven Jacinto se divierte en consultar en la
atmósfera bochornosa de Villahorrenda, para escribir, nos dice Galdós,
su Influencia de la mujer en la sociedad cristiana. No
conocemos el título del libro que leía la hermana de Alicia una cierta
tarde dorada de julio a orillas del Támesis, sólo que no tenía ni
diálogos ni ilustraciones, y (como bien acota Alicia) “¿para qué sirve
un libro sin diálogos ni ilustraciones?”. El 16 de junio, en el día más
célebre de toda la literatura moderna, Molly Bloom lee en la cama Ruby, orgullo del rey y El baño de la ninfa: su autor favorito es Paul de Kock. Las lecturas de verano son generosamente eclécticas.
¿Qué recomendar a un lector para el verano? Los ejemplos precedentes
muestran que no hay parámetros. Quizás no sean los libros mismos los que
poseen calidades propias a una atmósfera estival, o incluso a una
atmósfera cualquiera. Somos nosotros, lectores, quienes transformamos el
libro según nuestras circunstancias y deseos, haciendo de el Quijote o de Viaje al centro de la Tierra
un libro de viajes, una crónica de aventuras, una novela psicológica,
una historia de violencia o de humor. A cada cual su libro de verano, y
sólo podemos desear a los lectores que no les toque en suerte el destino
de Tony Last, quien, perdido en el eterno verano del Amazonas, como
cuenta Evelyn Waugh, es retenido en la jungla por un mulato amoroso de
Dickens, quien le obliga a leerle, volumen tras volumen, las obras
completas del autor de Oliver Twist, una y otra vez, para siempre.