Un oblicuo libro de memorias, una nueva traducción de Solaris, un juego borgeano de falsas reseñas, una colección de inéditos: Stanislaw Lem llena las librerías con una obra que nunca se conformó con ser ciencia ficción
Stanislaw Lem, autor polaco de Solaris./pagina12.com.ar |
Sesgados por la
filosofía, la literatura y una cierta crueldad, cuatro libros que
construyen un laberinto profético, moral y más que placentero para
perderse.
Para un
chico que ni ha entrado en la preadolescencia, la puerta cerrada del
estudio del padre es una invitación obligada a la trasgresión. Más si el
padre, un reconocido otorrinolaringólogo de la acomodada burguesía
polaca previa a la guerra, guarda bajo doble llave en la cajonera de su
escritorio el talismán más extraño de todos, la recompensa por el
trabajo realizado: un hueso humano. El único hijo del matrimonio Lem
tenía fascinación por ese hueso y, claro, por ese cuarto donde podía
meterse por horas cuando su padre no estaba en casa, entre láminas
vetustas del cuerpo humano, volúmenes sobre enfermedades venéreas
(alimento crucial para un hipocondríaco temprano y declarado) y demás
objetos que despertaron la imaginación del pequeño Stanislaw a niveles
estelares.
Esa imaginación, casi ochenta años después, es la que le juega una
mala pasada al devenido exitoso escritor de ciencia ficción cuando se
sienta a evocar, a buscar situaciones y decorados para sus recuerdos.
Esa imaginación que le permitió crear congresos de futurología, inventar
planetas con mares mentales que dan vida a recuerdos, represiones y
culpas, fabricar sueños invencibles de cibernética hard, generar
hipótesis sobre las más diversas formas de vida cósmica, desarrollar una
descomunal enciclopedia universal con las biografías más ilustres de la
cultura intergaláctica que formarían la Biblioteca del Siglo XXI (desde
mediados del XX), encontrar memorias perdidas en una bañera, buscar
muertos vivos. En fin, esa poderosa imaginación contenida en un simple
cerebro humano es la que no puede darle una dimensión de verdad a los
recuerdos de niñez, la que lo obligará a torcer los hechos para darle
una espesura que quizá no tuvieron. Stanislaw Lem se lamenta en el
prólogo de su autobiografía El castillo alto (Funambulista), publicada
en 2006, poco antes de morir de un paro cardíaco: “Me veo en la
embarazosa posición de alguien que no puede alcanzar una bolsa llena de
hechos, por muy caótica que resulte la mezcla de esos hechos, y lo que
hago es arrastrarlos, como a la fuerza, desde las estructuras en las que
habían adoptado una apariencia de realidad”. En parte, el prólogo es
una justificación que no deja de ser la contrapartida de un humilde
capricho.
Esta autobiografía de Lem es realmente extraña. Muy extraña. No por
su forma o estructura, ni por su concepción. Tampoco por las reflexiones
metaliterarias que hace sobre el propio ejercicio de recordar y de
narrar el recuerdo (poner en duda la memoria voluntaria es ya una
convención de género), sino por sus vericuetos y sus omisiones, por sus
dilaciones y erráticas preferencias. El castillo alto es –digámoslo mal y
pronto– un mcguffin narrativo donde Lem se ocupa mayormente de su
infancia, una bastante feliz, bastante normal, bastante convencional.
Lem nació en 1921 en Lwow, una pequeña ciudad de Polonia que hoy
pertenece a Ucrania. De ascendencia judía, recibió una educación
católica para convertirse finalmente al ateísmo. Su niñez ocupa una gran
parte de sus memorias, y está narrada sin golpes de efecto épicos ni
añoranzas: “El niño que era me interesa y me alarma”. Un chico con
tendencia al sobrepeso –hay muchas referencias gastronómicas en el
libro–, fanático de las enciclopedias de su tío, terror de cuanto
juguete cayera en sus manos.
Lem parecía obsesionado no con el funcionamiento de los juguetes
sino con las posibilidades de su destrucción, vocación creativa que
terminó volcada en la construcción de aparatos eléctricos incongruentes.
Más tarde, poco antes de cumplir los trece, la creatividad volvió en
otra confección más diplomática: con parsimonia y destreza, el joven Lem
inventaba y cosía pasaportes, credenciales, poderes, sellos, tratados,
salvoconductos, que organizaba en distintos protocolos de seis
habitaciones vacías de la casa paterna. Habilidad que de algún modo le
permitió –cree, imagina el lector– sortear en un futuro la invasión
alemana y posteriormente el stalinismo.
Decimos “imagina el lector” porque el espacio que Lem le da a su
experiencia durante la ocupación es más bien poca. Se sabe que la
familia Lem se salvó por un pelo de ser enviada a las cámaras de gas,
que el joven Stanislaw llegó a poner en práctica su manía por
confeccionar pasaportes falsos para poner a salvo su vida y logró hacer
volar por el aire camiones nazis con bombas molotov caseras, que trabajó
como mecánico y soldador sin tener la habilidad que tuvo en sus tareas
de sabotaje de la resistencia.
Ya durante el stalinismo dio mal su examen de medicina para no
convertirse en médico militar y la censura cayó sobre su primera novela,
El hospital de la transfiguración, por lo que pudo publicarla sólo tres
años después. Todos estos detalles jugosos para un aspirante a biógrafo
apenas aparecen hacia el final de sus memorias y son, en cambio,
narrados elípticamente desde la simple descripción de objetos perdidos y
abandonados (como el Mano de El Eternauta hablando antes de morir de
una cafetera como un objeto artístico): “Los cochecitos de los niños y
las palanganas abandonadas de las barricadas, los anteojos que no tenían
a quién mirar, los montones de cartas pisoteadas. Las calles un buen
día quedaron desiertas, con las ventanas abiertas y las cortinas
ondeando al viento”. El chico que para crearse mundos paralelos
inventaba burocracias y objetos en lugar de personajes y acciones sólo
podía observar cómo esos objetos abandonados quedaban ahora a merced de
su propia lógica. Y durante los años posteriores, ya devenido escritor,
intentó desentrañar en forma de narraciones esa lógica imaginaria.
EL BAILE DE LAS MASCARAS
Máscara. Impedimenta 417 páginas
Como en una lluvia de meteoritos, nos caen de golpe distintas
traducciones de Stanislaw Lem. La editorial española Funambulista editó
la autobiografía y también Provocación, mientras que Impedimenta, desde
hace algunos años, viene retraduciendo directamente desde el polaco una
gran parte de su obra editada hace ya más de treinta años por Bruguera y
Alianza. Edhasa (Argentina), por su parte, sacó una tercera traducción
de Solaris, del polaco al rioplatense, algo que la querida Minotauro en
su momento había hecho del francés.
Entre todas estas novedades, está Máscara, trece cuentos y relatos
largos (algunos se acercan, por extensión y estructura, a la nouvelle)
que nunca habían sido editados en conjunto. Lem tenía una manía por
agrupar sus relatos por temáticas. Los viajes interestelares y las
hipótesis sobre vidas extraterrestres de Ciberiada no se condicen con
las biografías imaginarias a la Borges/Schwob de Vacío Perfecto, ni con
la novela El invencible donde la inminente computación brindaba
conexiones insospechadas para nuevas formas biotecnológicas. A lo largo
de sus años, Lem no dejó de publicar ocasionalmente relatos que quedaron
por fuera de estas manías temáticas. Esos textos componen el nuevo
volumen de Impedimenta y se conectan con su obra como un organismo
multicelular voraz, de 1957 hasta mediados de los noventa.
Este libro casi póstumo, podríamos decir, se convierte en una puerta
de ingreso a las obsesiones más recurrentes de Lem. Sus profecías
morales sobre la biotecnología, las invasiones extraterrestres (con
cierto tono humorístico y paródico, algo que cultivó muy bien), la
pregunta por la existencia de vida más allá de nuestro planetita que se
transforma en la pregunta espejo por la propia existencia humana, la
manipulación de la misma Naturaleza sobre sus propias formas de vida
para deformarlas y crear nuevos seres, su obsesión mecánica por la
fisonomía de las computadoras (sorprende leer un cuento como “El amigo”,
donde parece adelantarse a la película ultra indie Her de Spike Jonze),
trece relatos cuyas formas se despliegan con la maestría de la prosa de
Lem. Da gusto perderse ahí. Creer que de golpe unas pelotas pueden caer
del cielo, extraños huevos con sustancias protoplasmática, y copiar las
formas de vida, y eso derivar en una reflexión sobre las posibilidades
de la vida en otros planetas, posibilidades que nos resulta imposible no
concebirlas desde nuestro antropocentrismo en el cuento “Invasión”, que
tiene mucha relación con Solaris. Creer que dos astronautas terminan
perdidos en un laberinto que vive, es decir, perderse en un laberinto
orgánico como en una enorme ballena extraterrestres. Creer que una
enamorada no correspondida se convierte en una mantis religiosa
mecánica, con un aguijón a ser clavado en el amado. Creer que el moho se
puede convertir en un arma más letal que la bomba atómica, que viajar
más rápido que la luz puede tener consecuencias psicológicas
trascendentales, que un tipo encerrado en un neuropisquiátrico guarda la
verdad sobre una película hecha con plasma (¿alguien pensó que se
podían sacar imágenes de los plasmas?). Creer que las computadoras
tienen siempre alguna respuesta a los solipsismos que ellas mismas
generan.
Es un placer perderse en el laberinto de una imaginación que
atravesó tangencialmente la última mitad del siglo XX, cuando la carrera
por el espacio era tema de primera plana y la evolución de las
computadoras ponía en peligro la razón humana. Una inteligencia que no
parece conocer límites o por ser consciente de sus propios límites se
permite ser ilimitada.
EL SOL DETRAS DEL SOL
Solaris. Edhasa 318 páginas
Los años ’60 son buenos tiempos para la ciencia ficción y nos dan
obras que consideramos nuestros clásicos. Son tiempos de renovación y,
como toda renovación literaria, va acompañada de un nombre que funciona
como slogan; la New Wave. Agrupados en la revista británica New Worlds,
cuando Michael Moorcock tomó la posta de la edición y dio un giro
inesperado al género, surgieron nombres nuevos que dieron un aire
literario nuevo a un género tan vapuleado por las space oddities y las
invasiones rojas. Thomas Disch en su ensayo The Stuff Our Dreams are
Made of señala que estos escritores de clase media baja y alta,
consumidores nativos de ciencia ficción mutante y pulp, llegaron con ese
bagaje a la universidad, donde lo combinaron con Genet, Beckett, Joyce y
los grandes escritores del alto modernismo. En esa combinación fatal
surgieron nombres como Ursula K. Le Guin, Ballard, el propio Disch,
tipos que buscaron reformular los códigos del género forzando sus
límites hacia la alta cultura.
Pero Lem... era polaco. Con un origen como escritor serio, satírico
sí, pero serio, más cercano a Dostoievski que a Brian Aldiss. Sin
embargo, quizá por algún error de cálculo, después de su primera novela
Lem canalizó sus obsesiones en la ciencia ficción. Pero no sólo desdeñó
el género sino también a casi todos los escritores norteamericanos y
británicos a quienes tildó de charlatanes responsables de una literatura
chabacana, comercial y baja en recursos. Menos, eso sí, Phillip K.
Dick, que al recibir la noticia de las flores que Lem le mandaba del
otro lado de la cortina de hierro puso en funcionamiento su aparato
paranoico para llegar a la conclusión de que “nuestro hombre en Polonia”
tenía alguna relación con Nixon para planificar la invasión comunista
en los Estados Unidos.
Eso es lo primero que sorprende al leer hoy Solaris, después de 53
años: su textura literaria, su aliento clásico, su verosimilitud. Lem es
a la ciencia ficción lo que Joseph Conrad a la literatura inglesa, un
renovador de los códigos literarios con una fuerte impronta erudita, un
lenguaje objetivo que pretende traspasar los límites del género. A
diferencia de Disch o cualquiera de los de la New Wave, Lem no tuvo que
pararse en un lugar de escritor culto infiltrado en una literatura
popular. Era consciente, es decir, se hacía cargo de la “baja calidad”
del género y por eso mismo no le pidió más de lo que le daba. Y al no
pedir más, logró una mayor libertad de acción.
¿Qué es Solaris? Se lo pregunta Kris Kelvin mientras viaja hacia el
planeta cubierto por un océano dotado de una vida extraña, un extenso
manto líquido protoplasmático, primario, pero con una inteligencia muy
superior a la humana que ha provocado estragos psicológicos en los tres
astronautas humanos que lo estudian desde una base. “Solaris es una
novela de ciencia ficción extraordinariamente interesante y sofisticada,
que elabora la noción de un Dios imperfecto, omnipotente pero no
omnisciente, y plantea el problema de comunicación entre esa extraña
entidad y un grupo de humanos”, señala (un poco básico) Sam Lundwall en
su Science Fiction: What Is It All about. El pensador y crítico Frederic
Jameson, no obstante, en su Arqueologies of the Future dice lo
contrario: ante la pregunta por la existencia de Dios, Lem ofrece una
mirada desencantada, agnóstica y por eso mismo más humana. El mar
protoplasmático pone en espejo a los humanos que sólo pueden convivir
con sus fantasmas del pasado que, al volver en carne y hueso, no saben
cómo vivir si no están pegados a la angustia de sus creadores. En
cambio, Slavov Zizek propone en Lacrimae Rerum, a los gritos en su
mumblecore característico, que el mar de Solaris es un nuevo ejemplo de
la Cosa lacaniana como “Gelatina Obscena”, una máquina que materializa
en la realidad el objeto último que no podemos obtener de ella. Menos
intrincado que el esloveno, el francés Jacques Sadoul en su Historia de
la ciencia ficción moderna dice sencillamente que su tema no es nuevo en
el género, y que trata sobre la imposibilidad de comunicarse con una
entidad de otro planeta.
Podríamos estar así por años, arrastrados hacia el interior de ese
mar de acertijos, atrapados por sus mimoides, sus simetríadas y
asimetríadas, enceguecidos y persuadidos por sus fantasmas (nuestros
fantasmas), por su literatura solarística, sus parábolas filosóficas, su
enorme encandilamiento que nos tendría encadenados como liebres,
buscando más y más interpretaciones sobre qué es Solaris. Y posiblemente
lleguemos justamente al nudo de su desorden; que ese mar que vuelve
locos a los tripulantes genera el mismo efecto interpretativo en quienes
lo leen. Una masa enorme de nada que crea modelos interpretativos
varios y dispares aunque igual de válidos todos entre sí. Es posible que
si Kris Klein volviera a viajar a Solaris nuevamente en algún
hipotético futuro encontrara en la base de estudios terrícola a Zizek,
Jameson, Sadoul y tantos otros críticos sacando conjeturas sobre qué es
eso que Lem denomina Solaris y que nosotros no podemos nombrar ni
entender.
LA HISTORIA ABSOLUTA
El castillo alto. Funambulista 218 páginas
En 1972, cuando Lem empezaba a gozar de prestigio y popularidad
gracias al éxito de Solaris y la adaptación cinematográfica
ultraintelectual de Andrei Tarkovski, y cuando su vida ascética en la
Polonia soviética había alcanzado niveles mitológicos, la revista Nurt
lo entrevistó para un dossier sobre su obra. Allí habló borgeanamente y,
como era de esperar en un escritor de ciencia ficción, sobre su
fascinación por lo Absoluto, por las afirmaciones eternamente válidas,
por los valores morales primarios, en definitiva, por cierto enlace
entre la filosofía y la literatura (el género está esencialmente basado
en la exposición de ideas y conceptos). También asumió sus limitaciones,
su permeabilidad histórica y la erosión de sus hipótesis: “Tengo la
convicción profunda de que lo Absoluto no existe, de que todo es
histórico y de que es imposible separarse de la Historia. Entiendo que
esta sed, este deseo de eternidad, es insaciable e irrealizable. Aquí
hay una contradicción. Deseamos una cosa pero tenemos la otra. La
primera pertenece al alma y al corazón, sobre la otra nos instruye la
razón y la experiencia vital, histórica. No hay forma de unir lo uno con
lo otro. Nos ha tocado vivir tiempos en los que esta alterabilidad se
intensifica todavía más”.
Casi diez años después, Lem intentó buscarle una forma a eso que
parecía una contradicción imposible de unificar: la Historia con lo
Absoluto. Quizá porque el Holocausto guarda hoy en día una negación
imposible de admitir –más que el porqué la pregunta es cómo pudo pasar
una cosa así– quizá porque Polonia durante todo el siglo XX fue casi un
centro de experimentación, el lugar donde el nazismo llevó a cabo al
máximo la práctica de la racionalidad humana al servicio del exterminio,
y posteriormente el stalinismo lo usó como barrera fría de contención
para operar con sus diplomacias y protocolos, o por otras razones
desconocidas, Lem publicó a mediados de los ochenta Provocación. Juego
metaliterario digno de Borges, Wilcock o Nabokov, el texto funciona como
una extensa coda a las biografías imaginarias del siglo XXI que
desarrolló en Vacío perfecto, Magnitud imaginaria y Golem XIV. Lem creó
biografías sobre personajes con cualidades extrañas: inteligencias
artificiales capaces de crear obras clásicas como Dostoievski sin
pensarlo demasiado, bacterias que se comunican con sus científicos
mediante el código Morse y pueden predecir el futuro (parodia del
Ferdydurke que, según Lem, fue escrito por “ese terrateniente convertido
a la hermenéutica que es Witold Gombrowicz”), artistas que usan rayos X
para hacer pornografía, etc. Las ideas fuerza son geniales, pero la
forma que Lem reformula es lo provocativo; prólogos encontrados,
historias clínicas, pliegos de muestra, folletos de enciclopedias, hasta
portadas de libros. Todos esos restos que parecen bordear al sistema
literario.
En Provocación es el arte de la reseña literaria, que lleva al
extremo de la parodia hasta convertirla en un ensayo sobre la propia
reseña. Los libros a comentar son El genocida, de Horst Aspernicus, y Un
minuto humano, de J. Johnson y S. Jonson, que al publicarse el libro
hicieron creer a varios comentaristas que se trataba de obras reales. El
primero es un ensayo sobre el Holocausto que, si bien puede resultar
bastante poco controversial a esta altura de los análisis del tema,
propone algunas extrañas ideas. La más audaz es la lectura del genocidio
como una imitación de los grandes imperios por un lado y una
reinvención kitsch del cristianismo. Para Aspernicus, tras la matanza de
un pueblo entero se abre el camino para una nueva era, mesiánica, con
el pueblo ario como conductor y el Juicio Final como liberación humana
(Aspernicus, es decir, Lem, señala que antes de ser ingresadas a la
cámara de gas las víctimas eran desnudadas del mismo modo en que se
representa pictóricamente ese pasaje de la Biblia). Luego del
desmantelamiento del simulacro, sólo queda la maqueta del Mal, esa
brecha buscada por los dirigentes nazis, si bien incongruente en su
concepción (y antieconómica), logró proliferar en todos los holocaustos
que la Historia nos legó: Nagasaki, Vietnam, la guerra el Golfo, los
Balcanes y un largo etcétera. La pregunta que se hace Aspernicus es cómo
logramos convencernos de un argumento vacío cuyo desenlace ya
conocemos.
Provocación. Funambulista 157 páginas
Un minuto humano, de J. Johnson y S. Johnson, en cambio, propone una
estadística mundial de todo lo que puede hacer un humano en un minuto, y
a cada acción busca un equivalente. Una idea –una reescritura– de “El
Aleph” de Borges, pero con un tono corrosivo y triste, donde la fealdad y
la belleza de la naturaleza humana nunca encuentran un equilibrio.
Abundan la cantidad de muertes en todas sus formas posibles; tortura,
suicidio, asesinato. También las diversas maneras de realizar crímenes,
sean fraudes, chantajes, robos o extorsiones. Todo lo que parece quedar
afuera de la bella descripción de “El Aleph” ante un azorado Borges y un
desbocado Carlos Argentino Daneri es vertido en este Libro Guinness del
asco y la miseria humana. Su reseñista señala: “El libro sólo puede
deprimir a los que todavía se hacen ilusiones sobre la naturaleza
humana”. Este Aleph descarnado llega más lejos y empieza a medir y a
desmenuzar en porcentajes y estadísticas lo que el cuerpo humano produce
y desecha. Mierda, meo, semen, litros y litros de sangre, mucosidades,
menstruaciones, para llegar a comparaciones y cifras infernales. Por
ejemplo, que todo el semen que se derrama en un minuto alcanza los
45.000 litros y toda la sangre de todos los seres humanos es suficiente
para llenar los cinco océanos del mundo. Los datos son siempre tristes;
la forma de medirlos, determinista, recuerda a los datos inexactos
establecidos sobre la cantidad de muertes realizadas en el Holocausto,
que Lem vincula de un modo diametral y siniestro. Lo que impacta de los
datos termina siendo la comparación, la simple idea de cantidad, más
allá de que el rastro que dejamos en el mundo es irrisoriamente
mensurable entre otros datos. Rastros perdidos en un libro sobre otros
datos que apenas nos dicen algo de lo que somos. Por eso, lo primero que
sorprende en el Museo del Holocausto en Cracovia es la cantidad de pelo
humano expuesto detrás de una larga vidriera similar a una vidriera de
ropa. Una masa homogénea cargada de genoma humano, aparentemente muerto,
pero vivo como fantasmas en su proyección histórica.