En el centenario de la Primera Guerra Mundial, el francés Pierre Lemaitre sacudió Francia con Nos vemos allá arriba, su primera novela fuera del policial, género que venía cultivando hasta el momento. Nos vemos allá arriba, que ganó el premio Goncourt y vendió medio millón de ejemplares, es una épica picaresca sobre los estertores de la guerra y sus consecuencias, una historia de supervivencia y amistad tan ambiciosa como relevante
Portada Nos vemos allá arriba, novela superventas Premio Goncourt. |
En Johnny
Got His Gun (1939), merecedora de uno de los primeros National Book
Awards, el joven soldado estadounidense Joe Bonham (o lo poco que
quedaba de él) despertaba, luego de servir en la Gran Guerra, en una
aislada habitación de hospital como consecuencia de una explosión que
sólo había dejado indemnes su tronco y una parte ínfima de su cara.
Totalmente consciente, percibía desesperado cada paso del tratamiento
médico hasta manifestar, con muchísima angustia y mediante código morse,
su intención de ser exhibido en público con el objetivo de propagar un
monstruoso y eficaz mensaje antibélico. Algo que, por supuesto, iba
contra todos los intereses. Una vez que le niegan semejante voluntad, el
soldado sólo pide morir.
Su autor Dalton Trumbo –que también se encargaría de dirigir la
película estrenada recién en 1971– puso en práctica una idea notable: la
mejor forma de referirse a la guerra es de forma retrospectiva, ya que
su cruenta complejidad puede explicarse menos por sus causas que a
partir de sus múltiples consecuencias.
Con una propuesta similar y la misma guerra en mente –de la cual
este año se cumplió el Centenario–, hacia el final de la novela que nos
ocupa se lee lo siguiente: “La guerra había sido una prueba terrible,
pero no era nada comparada con aquellos dos años de paz, que en
determinados momentos adquirían visos de descenso a los infiernos”. La
frase corresponde a la extraordinaria novela Nos vemos allá arriba, de
Pierre Lemaitre, que acaba de publicarse en español luego de ganar el
último Goncourt, por lejos, el premio literario más importante de
Francia. Y si bien es cierto que una de las características de este
galardón que premió a los autores franceses más relevantes de todos los
tiempos –Proust, Malraux, Troyat, Beauvoir, Duras, Gracq, Echenoz y
Houellebecq, entre muchos otros–, es asegurar un piso de ventas de
alrededor de 250.000 unidades, esta novela cuadruplicó esas
expectativas, a tal punto que, sólo en Francia, ya superó el medio
millón de ejemplares vendidos.
El de su autor, Pierre Lemaitre, es un caso curioso. No sólo porque
empezó a escribir relativamente tarde (publicó su novela con más de
cincuenta años de edad) sino también porque realizó una trayectoria
inversa a la de muchos escritores de hoy, cuyos orígenes más diversos
parecen confluir, casi sin excepción, en alguna variante del policial.
Lemaitre, por el contrario, se inició en la novela negra y dio un
volantazo fenomenal que lo catapultó a la gloria literaria con este
libro que ofrece una historia urgente de los finales de la Primera
Guerra Mundial, que tiene muchísimo en común con Almas muertas de Gogol y
que él mismo definió como una novela picaresca que abreva, sobre todo,
en El lazarillo de Tormes.
En los estertores de la guerra, en noviembre de 1918, la suerte ya
estaba echada y el armisticio alemán a punto de caer. Sin embargo, el
inefable teniente francés d’Aulnay-Pradelle decide acorralar aun más a
los boches (así llamaban los franceses a los alemanes): con el objetivo
de confirmar la rendición alemana envía primero a dos soldados que caen
en cuestión de minutos. Pero lejos de replegarse, redobla la apuesta:
elige a otros dos hombres para llevar a cabo la ofensiva –Albert
Maillard y Edouard Péricourt– que, luego de un suceso que a codazos
busca un lugar en la antología literaria bélica francesa, sellarán para
siempre su destino, también junto al responsable de mandarlos al muere:
Albert queda enterrado vivo con la única compañía de un cadáver de
caballo, al que intenta sacarle algo de su pútrido aliento, y Edouard
consigue salvarle a último momento la vida a riesgo de perder la suya,
en una hazaña que le cuesta la mandíbula inferior.
Dando la razón a aquella frase según la cual en la guerra no hay
ganadores, una vez concluido el conflicto bélico, el país cae en una
profunda depresión anímica y económica, y los sobrevivientes en una
paradoja de lo más hostil: “Sin dejar de abrazarlo, Albert se dice que
durante toda la guerra Edouard no ha pensado más que en sobrevivir, como
todos, y ahora que la guerra ha acabado y está vivo, lo único en lo que
piensa es en desaparecer”.
Entre abrazos y reflexiones tan extremas, Albert se compromete con
su salvador y descubre entre sus pertenencias un talento artístico
notable que lo conmueve hasta las lágrimas. Quizá por eso le respeta su
extraña voluntad de no volver a casa, cometiendo el delito de hacerlo
pasar por un soldado muerto. Mientras el moribundo Edouard atraviesa un
calvario similar al de Joe Bonham, en Francia se empieza a poner en
marcha el nefasto negocio fúnebre de los caídos que también protagoniza
el ambicioso teniente Pradelle, carente de todo escrúpulo.
A pesar de que probablemente le sobren varias escenas y
descripciones (crítica que, por otro lado, se podría aplicar a casi
todos los grandes novelones decimonónicos) Nos vemos allá arriba es de
esos libros que piden a gritos una versión cinematográfica: menos quizá
por su potencia visual (que la tiene y en altísimo grado) que por las
ganas de seguir en contacto con su notable sensibilidad. La relación
entre Albert y Edouard se torna fascinante porque, debido a la magistral
construcción de los personajes, puede ir absolutamente para cualquier
lado, y toda resolución parece resultar verosímil.
Incluso la bizarra modalidad a partir de la cual los dos se vengan
de sus pasados: una empresa fantasma que, al mejor estilo Chíchikov
(inolvidable protagonista de Almas muertas) se propone vender
inexistentes monumentos a sus propios compañeros que perecieron en la
guerra.
El amor, la amistad, las relaciones filiales (sobre todo el doloroso
vínculo entre Edouard y su padre) se fusionan y se ponen en crisis en
esta ametralladora literaria que parece no dejar nada en pie,
confundiendo cualquier categoría moral y dejando a los lectores casi a
la intemperie, sedientos de nuevas respuestas para abordar una de las
mayores cicatrices del siglo XX.