Jorge Amado
La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua
I
Hasta hoy persiste cierta confusión en torno de la muerte de Quincas
Berro Dágua. Dudas porexplicar, detalles absurdos, contradicciones en
las declaraciones de los testigos. lagunas diversas. No hay claridad
sobrehora, lugar y últimas palabras. La familia, apoyada por vecinos y
conocidos, se mantiene intransigentemente en la versión de la tranquila
muerte matinal, sin testigos, sin boato y sin palabras, acaecida veinte
horasantes de aquella otra propalada y comentada muerte en la agonía
de la noche, cuando la Luna se deshizo sobre el mar y acontecimientos
misteriosos ocurrieron en los muelles de Bahía.
Escuchadas, sin embargo, por testigos idóneos, ampliamente comentadas
en las laderas y en las callejuelas recónditas, las últimas palabras,
repetidas de boca en boca, representaron, en la opinión de aquella
gente, más queuna simple despedida del mundo un testimonio profético, un
mensaje de profundo contenido (como escribiría algún joven autor de
nuestro tiempo).
Hubo testigos idóneos, comoMestre Manuel y Quitéria Ojo Asombrado,
mujer de palabra; y a pesar de eso hay quien niega toda autenticidad no
sólo a la admirada frasepóstumasino también a todos los acontecimientos
de aquella noche memorable, cuando en hora dudosa y condiciones
discutibles, Quincas Berro Dágua se zambulló en el mar de Bahía y partió
paranunca más volver. Así es el mundo, poblado de escepticos y
pesimistas, atados, como el buey al yugo, al orden y a la ley, a los
procedimientos habituales, al papel sellado. Ellos exhiben,
victoriosamente, el certificado de defunción firmado por el médico casi a
mediodía, y con ese meropapel -sólo porque contiene letra impresa y
estampillas- pretenden borrar las horas intensamente vividas por
Quincas Berro Dágua hasta su partida, por libre y espontánea voluntad,
como declaró en alto y buen tono, a los amigos y otras personas
presentes.
La familia del muerto-su respetable hija y su circunspecto yerno,
empleado público de promisoria carrera; tía Marocas y su hermano menor,
comerciante de modesto crédito bancario- afirma que toda la historia no
pasa de ser un grosero embuste de borrachos inveterados, de atorrantes
al margen de la ley y de la sociedad, sinvergüenzas cuyo paisaje
debieran ser las rejas de la cárcel y no la libertad de las calles, el
puerto de Bahía, las playas de arena blanca, la noche inmensa.
Cometiendo una injusticia, atribuyen a esos amigos de Quincas toda la
responsabilidad por la desdichada existencia que éste vivió en sus
últimos años, después de haberse convertido en disgusto y vergüenza de
la familia. A tal punto, que no se pronunciaba su nombre ni se
comentaban sus andanzas en presencia de los inocentes niños, para los
cuales el abuelo Joaquim, de nostalgiosa memoria, había muerto hacía ya
mucho tiempo, decentemente rodeado por la estima y el respeto de todos.
Lo cual nos lleva a comprobar que hubo una primera muerte, si bien no
física por lo menos moral fechada años antes; y que las muertes habrían
sido en total tres, lo que hace de Quincas un recordman de la muerte, un
campeón del fallecimiento, dándonos derecho a pensar que los
acontecimientos posteriores desde el certificado de defunción hasta la
zambullida en el mar- fueron una farsa montada por él mismo con la
intención de amargar la vida de los parientes y arruinarles la
existencia, hundiéndolos en la vergüenza y la maledicencia callejera. No
era él hombre respetable y correcto, a pesar del respeto que profesaban
sus compañeros de juego a un jugador de suerte tan envidiada, a un
bebedor de aguardiente tan larga y conversada.
No sé si el misterio de la muerte (o de las sucesivas muertes) de
Quincas Berro Dágua puede ser completamente descifrado. Pero lo
intentaré, como él mismo aconsejaba, pues lo importante es intentar,
aun lo imposible.
II
Según la familia, los atorrantes que contaban, por calles y laderas,
frente al Mercado y en la Feria de Agua de los Niños, los últimos
momentos de Quincas (hasta el repentista Cuíca de Santo Amaro (1)
compuso una obra en versos de pie quebrado, un folleto que se vendió
muchísimo) ofendían la memoria del muerto.
(1) Improvisador; cantante popular, que improvisa coplas y las canta acompañándose con la guitarra.
Y memoria de muerto, como todos saben, es cosa sagrada, no es algo
para andar en la boca poco limpia de borrachines, jugadores y
traficantes de marihuana. Ni para servir de rima pobre a cantantes
populares en la entrada del Elevador Lacerda, por donde pasa tanta gente
de bien, incluso compañeros de trabajo de Leonardo Barreto, el
humillado yerno de Quincas. Cuando un hombre muere, se reintegra a su
más auténtica respetabilidad, aunque haya cometido locuras en su vida.
La muerte borra, con su mano de ausencia, las manchas del pasado; la
memoria del muerto brilla como un diamante. He aquí la tesis de la
familia, aplaudida por vecinos y amigos.
Según ellos, Quincas Berro Dágua, al morir, había vuelto a ser aquel
antiguo y respetable Joaquim Soares da Cunha, de buena familia,
funcionario ejemplar de la Dirección de Rentas de la Provincia, de paso
mesurado, barba rasurada, saco negro de alpaca y portafolio bajo el
brazo, escuchado con respeto por los vecinos, opinando sobre el tiempo y
la política, jamás visto en un bar, hombre de aguardiente casera y
moderada. En realidad, en un esfuerzo digno de aplauso, la familia
había conseguido que así brillase sin tacha la memoria de Quincas desde
algunos años antes, cuando lo decretaron muerto para la sociedad. Si,
obligados por las circunstancias, se referían a él, hablaban en pasado.
Pero lamentablemente, de vez en cuando algún vecino, un colega de
Leonardo o una amiga habladora de Vanda (la hija avergonzada)
encontraba a Quincas o llegaba a saber algo de él por intermedio de
terceros. Era como si un muerto se levantase de la tumba para manchar la
propia memoria: Quincas borracho, tendido al sol en plena mañana, en
las inmediaciones de la rampa del Mercado, o sucio y harapiento,
inclinado sobre los naipes grasientos en el atrio de la Iglesia del
Pilar; o cantando con voz enronquecida en la Ladera de San Miguel,
abrazado con negras y mulatas de mala vida. ¡Un horror!
Cuando finalmente, aquella mañana, un santero establecido en la
Ladera del Tablón llegó afligido a la pequeña pero bien arreglada casa
de la familia Burreto, y comunicó a la hija Vanda y al yerno Leonardo
que Quincas había definitivamente estirado la pata, había muerto en su
pocilga miserable, un suspiro de alivio se escapó al unísono del pecho
de los esposos. De allí en adelante, la memoria del jubilado de la
Dirección de Rentas de la Provincia ya no se vería perturbada y
arrastrada en el fango por los actos irresponsables del vagabundo en
que se había transformado al final de la vida. Había llegado el tiempo
del merecido descanso. Ya podrían hablar libremente de Joaquim Soares
da Cunha, elogiar su conducta de funcionario, de esposo y padre, de
ciudadano, señalar sus virtudes como ejemplo para los niños, enseñarles a
amar la memoria del abuelo, sin recelo de cualquier sobresalto.
El santero, un viejo flaco de pelo crespo y canoso, se extendía en
detalles: una negra, vendedora de mingau (papilla de mandioca), acarajé
(bollitos de poroto fritos em aceite de dendé,com salsa de camarón),
abará (similar al anterior) y otros manjares, tenía un importante asunto
que tratar con Quincas aquella mañana. Él le había prometido conseguir
ciertas hierbas difíciles de hallar e imprescindibles para los rituales
del candomblé (Rito religioso afro-católico). La negra había acudido a
buscar las hierbas, era urgente tenerlas, estaban en la época sagrada
de las fiestas de Xangó. (divinidad relacionada com el rayo y el fuego)
Como siempre, la puerta del cuarto, en lo alto de la empinada
escalera, estaba abierta. Hacía mucho que Quincas había perdido la llave
centenaria. Además, se sabía que en realidad la había vendido a unos
turistas, en un día de mala suerte en el juego, atribuyéndole una
historia llena de fechas y detalles y promoviéndola a llave bendita de
iglesia. La negra llamó y no obtuvo respuesta; pensó que todavía dormía y
empujó la puerta. Tendido en el catre, sobre la sábana negra de
suciedad y con una colcha rasgada cubriéndole las piernas, Quincas
sonreía. Era su habitual sonrisa acogedora, ella no se dio cuenta de
nada. Preguntó por las hierbas prometidas, y él sonreía sin responder.
El dedo grande del pie derecho salía por un agujero de la media, los
zapatos rotos estaban en el piso. La negra, afectuosa y acostumbrada a
las bromas de Quincas, se sentó en la cama y le dijo que estaba apurada.
Se admiró entonces de que él no extendiese la mano libertina,
acostumbrada a los pellizcones y toqueteos.
Observó una vez más el dedo grande del pie derecho y lo encontró
extraño. Tocó el cuerpo de Quincas. Se levantó, alarmada, y le tomó la
mano: estaba fría. Bajó las escaleras corriendo y desparramó la noticia.
Hija y yerno oían sin ningún placer aquellos detalles de negra y
hierbas, toqueteos y candomblé. Meneaban la cabeza y apuraban al
santero, hombre calmo, amigo de narrar una historia con todos los
detalles. Sólo él conocía la existencia de los parientes de Quincas,
revelada en una noche de gran borrachera, y por eso había acudido.
Adoptaba una fisonomía compungida para presentar “su sentido pésame”.
Era hora de que Leonardo fuese a la Repartición. Le dijo a la esposa:
-Es mejor que vayas primero. Yo pasaré por la Repartición y no tardaré en llegar. Tengo que firmar. Hablo con el jefe…
Invitaron a entrar al santero y le ofrecieron una silla en la sala.
Vanda fue a cambiarse de ropa. El santero empezó a hablar de Quincas,
decía que en la Ladera del Tablón todos lo querían. ¿Por qué se habría
entregado él -hombre de buena familia y posición, como el santero podía
constatar al tener el placer de trabar conocimiento con su hija y su
yerno- a aquella vida de vagabundo? ¿Algún disgusto? Así debía ser, sin
duda. Tal vez la esposa le ponía los cuernos, eso sucedía muchas veces. Y
el santero se ponía los dos índices en la cabeza, con expresión
interrogante y licenciosa.
-¡Doña Otacília, mi suegra, era una santa mujer! El santero se
rascaba la barbilla, pensativo. ¿Por qué sería, entonces? Pero Leonardo
no respondió, fue a atender a Vanda, que lo llamaba desde el dormitorio.
-Hay que avisar…
- ¿Avisar? ¿A quién? ¿Para qué?
-A tía Marocas y a tío Eduardo.. A los vecinos… Invitar al entierro…
-¿Para qué avisar tan pronto a los vecinos? Avisaremos después. Si no, va a ser un chismorreo endemoniado.
-Pero tía Marocas…
-Yo hablo con ella y con Eduardo, después de pasar por la
Repartición. Y es mejor que te apures, antes de quo ese Fulano que vino a
traer la noticia salga por ahí desparramándola.
-Quién diría… Morir así, sin nadie…
-¿Quién tuvo la culpa? Él mismo, por loco.
En la sala, el santero admiraba un retrato en coloreo de Quincas; era
un retrato antiguo, de unos quince años atrás, de un señor apuesto, de
cuello duro, corbata negra bigotes em punta, cabello lustroso y mejillas
rosadas. Al lado, en un marco idéntico, con la mirada acusadora y la
boca de expresión dura, estaba Doña Otacília, con un vestido de encaje
negro. El santero estudió la agria fisonomía
-No tiene cara de mujer que engaña al marido. En compensación, debe de haber sido un hueso duro de pelar, ¿Santa mujer? No creo.
III
Unas pocas personas, gente de la Ladera, espiaban el cadáver cuando Vanda llegó. El santero informaba en voz baja:
-Ésa es la hija. Tenía hija, yerno, hermanos. Gente distinguida. El
yerno es funcionario, vive en Itapagipe, en una casa de primera.
Se apartaron para dejarla pasar, esperando verla abalanzarse sobre
el cadáver, abrazarlo deshecha en lágrimas, quizá sollozando. En el
catre, Quincas Berro Dágua, con sus pantalones viejos y remendados, la
camisa rotosa y un enorme chaleco grasiento, sonreía como si se
divirtiese. Vanda se quedó inmóvil, contemplando el rostro sin afeitar,
las manos sucias, el dedo grande del pie saliendo por el agujero de la
media. Ya no tenía lágrimas para llorar ni sollozos para llenar el
cuarto; había desperdiciado unas y otros en los primeros tiempos de la
locura de Quincas, cuando ella había hecho reiteradas tentativas para
llevarlo de vuelta a la casa abandonada. En ese momento se limitaba a
mirarlo con el rostro ruborizado de vergüenza.
Era un muerto poco presentable, cadáver de vagabundo fallecido por
casualidad, sin decencia en la muerte, sin respeto, riéndose
cínicamente, riéndose de ella y sin duda también de Leonardo y del resto
de la familia. Cadáver para la morgue, para ser llevado en el furgón de
la policía, servir después a los alumnos de la Facultad de Medicina en
las clases prácticas y ser finalmente enterrado en la fosa común, sin
cruz y sin inscripciones. Era el cadáver de Quincas Berro Dágua,
borrachín, descarado y jugador, sin familia, sin hogar, sin flores y sin
rezos. No era Joaquim Soares da Cunha, correcto funcionario de la
Dirección de Rentas de la Provincia, jubilado después de veinticinco
años de buen y leal servicio, esposo modelo ante quien todos se sacaban
el sombrero para estrecharle la mano. ¿Cómo puede un hombre, a los
cincuenta años, abandonar la familia, la casa, los hábitos de toda una
vida, los antiguos conocidos, para vagabundear por las calles, beber en
los bares baratos, frecuentar el burdel, vivir sucio y barbudo, en una
infame pocilga, dormir en un catre miserable?
Vanda no encontraba una explicación válida. Muchas veces de noche,
después de la muerte de Otacília (ni siquiera en aquella solemne ocasión
Quincas había aceptado volver con los suyos) había discutido el asunto
con su marido. Locura no era, por lo menos locura de hospicio; la
opinión de los médicos había sido unánime. ¿Cómo explicarlo entonces?
Pero en ese momento todo aquello había terminado, aquella pesadilla
de años, aquella mancha en la dignidad de la familia. Vanda había
heredado de su madre cierto sentido práctico, cierta capacidad para
tomar decisiones rápidamente, y ejecutarlas. Mientras miraba al muerto,
desagradable caricatura del que fuera su padre, iba resolviendo lo que
había que hacer. Primero llamar al médico, para conseguir el
certificado de defunción. Después vestir decentemente el cadáver,
transportarlo a casa, enterrarlo al lado de Otacília, con un entierro
que no fuese demasiado caro, porque los tiempos eran difíciles, pero que
tampoco los dejase mal parados ante los conocidos, los vecinos, los
compañeros de trabajo de Leonardo. Tía Marocas y tío Eduardo
ayudarían. Y pensando en eso, con los ojos fijos en la cara sonriente de
Quincas, Vanda pensó en la jubilación del padre. ¿Ellos la heredarían, o
sólo recibirían el seguro?
Se volvió hacia los curiosos que la observaban: era aquella gentuza
del Tablón, la ralea en cuya compañía se complacía Quincas. ¿Qué hacían
allí? ¿No entendían que Quincas Berro Dágua había desaparecido al
exhalar el último suspiro? ¿Que aquel sujeto había sido apenas una
invención del diablo, un mal sueño, una pesadilla? A partir de ese
momento Joaquim Soares da Cunha volvería y permanecería un poco entre
los suyos, en la tranquilidad de una casa honesta, reintegrado a su
respetabilidad. Había llegado la hora del regreso, y esta vez Quincas no
podría reírse en la cara de la hija y del yerno, mandarlos al diablo,
hacerles un saludito irónico y salir silbando. Estaba tendido en el
catre, inmóvil. Quincas Berro Dágua había muerto. Vanda levantó la
cabeza, paseó una mirada victoriosa por los presentes y ordenó, con
aquella voz de Otacília:
-¿Esperan algo? Si no, pueden ir saliendo.
Después se dirigió al santero:
-Usted, ¿podría hacerme el favor de llamar un médico? Para que extienda el certificado de defunción.
El santero asintió con la cabeza; estaba impresionado. Los otros
empezaron a retirarse. Vanda quedó a solas con el cadáver. Quincas Berro
Dágua sonreía y el dedo grande del pie parecía crecer en el agujero de
la media.
IV
Buscó donde sentarse. Lo único que había, además del catre, era una
lata de querosén, vacía. Vanda la enderezó, la sopló para quitarle el
polvo, y se sentó. ¿Cuánto tiempo demoraría el médico en llegar? ¿Y
Leonardo? Imaginó a su marido en la Repartición, confundido,
explicándole al jefe la inesperada muerte del suegro. El jefe de
Leonardo había conocido a Joaquim en los buenos tiempos de la Dirección
de Rentas. ¿Y quién no lo conocía entonces, quién no lo respetaba, quién
podría haber imaginado su destino? Para Leonardo serían momentos
difíciles, comentando con el jefe las locuras del viejo y tratando de
explicarlas. Lo peor sería que la noticia se difundiera entre los
compañeros de trabajo, comentada de mesa en mesa, llenando las bocas de
risitas mal intencionadas, bromas groseras, comentarios de mal gusto.
Era una cruz aquel padre; había transformado sus vidas en un calvario,
pero en ese momento estaban en la cima de la montaña, sólo había que
tener un poco más de paciencia. Con el rabillo del ojo, Vanda espió al
muerto. Allí estaba, sonriendo, encontrando todo muy gracioso.
… Es pecado tenerle rabia a un muerto, y más aún si ese muerto es el
padre de uno. Vanda se contuvo, era una persona religiosa, frecuentaba
la Iglesia de Bonfim, y también era un poco espiritista, creía en la
reencarnación. Además, ya poco importaba la sonrisa de Quincas.
Finalmente era ella quien mandaba, y dentro de poco él volvería a ser el
bueno de Joaquim Soares da Cunha, irreprochable ciudadano.
El santero entró con el médico, un muchacho joven, sin duda recién
recibido, porque todavía se tomaba el trabajo de representar el papel
de profesional competente. El santero señaló al muerto, el médico saludó
a Vanda y abrió la valija de cuero brillante. Vanda se levantó,
apartando la lata de querosén.
-¿De qué murió?
Fue el santero quien explicó:
-Fue encontrado muerto, tal como está.
-¿Padecía de alguna dolencia?
-No sé, doctor. Hace unos diez años que lo conozco, siempre fuerte como un toro. A menos que…
-¿Cómo dice?
-…se pueda llamar enfermedad al aguardiente. Tomaba muchísimo, era de buen trago.
Vanda tosió, con aire de reproche. El médico se dirigió a ella:
-¿Era empleado suyo?
Se hizo un silencio breve y pesado. La voz de Vanda llegó como de lejos:
-Era mi padre.
Médico joven, todavía sin experiencia de la vida. Contempló a Vanda,
su vestido dominguero, su limpieza, los zapatos de tacos altos. Miró
después de reojo al muerto paupérrimo, consideró la miseria absoluta del
cuarto.
-¿Y él vivía aquí?
-Hicimos todo lo posible para que volviese a casa. Él era…
-¿Loco?
Vanda abrió los brazos; tenía ganas de llorar. El médico no
insistió. Se sentó en el borde de la cama y empezó a examinarlo.
Sosteniéndole la cabeza, dijo:
-Mire cómo se ríe. ¡Qué cara de desvergonzado!
Vanda cerró los ojos y apretó los puños, tenía la cara roja de vergüenza.
V
El consejo de familia no duró mucho. Discutieron en la mesa de un
restaurante en la Bajada del Zapatero. Por la concurrida calle pasaba
la multitud, alegre y apresurada. En la vereda de enfrente había un
cine. El cadáver había quedado confiado a los cuidados de una empresa
funeraria, propiedad de un amigo de tío Eduardo. Veinte por ciento de
descuento.
Tío Eduardo explicaba:
-Lo más caro es el cajón. Y los automóviles, si hay mucha gente. Una fortuna. Hoy en día ya no se puede ni morir.
En las inmediaciones habían comprado un traje nuevo, negro (la tela
no era gran cosa pero, como decía Eduardo, para que se la comieran los
gusanos, hasta era demasiado buena), un par de zapatos también negros,
camisa blanca, corbata, un par de medias. Calzoncillo, no era
necesario. Eduardo anotaba todos los gastos en un cuadernito. Experto
en finanzas, su negocio prosperaba.
En las hábiles manos de los especialistas de la agencia funeraria,
Quincas Berro Dágua volvía a ser Joaquim Soares da Cunha, mientras los
parientes comían cazuela de pescado en el restaurante y discutían el
entierro. Pero discusión, propiamente dicha, sólo hubo en torno de un
detalle: de dónde saldría el cajón.
Vanda pensaba llevar el cadáver a su casa y hacer el velatorio en la
sala, ofreciendo café, licor y masas a los presentes, durante la noche.
Llamar al padre Roque para que bendijese el cuerpo. Realizar el
entierro por la mañana bien temprano, de modo que pudiese asistir mucha
gente, compañeros de la Repartición, viejos conocidos, amigos de la
familia. Leonardo se opuso. ¿Para qué llevar el difunto a casa? ¿Para
qué invitar a vecinos y amigos, molestar a un montón de gente? ¿Sólo
para que todos se pusiesen a recordar las locuras del finado, su
inconfesable vida de los últimos años, exponiendo así la vergüenza de
la familia a los ojos de todo el mundo? Como había sucedido aquella
mañana en la Repartición. No se había hablado de otra cosa. Cada uno
sabía una historia de Quincas y la contaba entre carcajadas. El mismo,
Leonardo, nunca habría imaginado que su suegro hubiese hecho tantas y de
tal calibre. Cosas de poner la piel de gallina. Sin tener en cuenta que
muchas de aquellas personas creían que Quincas estaba muerto y
enterrado, o que vivía en el interior de la provincia. ¿Y los chicos?
Veneraban la memoria de un abuelo ejemplar, que descansaba en la santa
paz del Señor, y de pronto llegarían los padres con el cadáver de un
vagabundo bajo el brazo y lo arrojarían a la cara de los inocentes. Para
no hablar del trabajo y de los gastos que tendrían, como si no bastase
con el entierro, la ropa nueva, el par de zapatos. Él, Leonardo, estaba
necesitando um par de zapatos, y sin embargo les había hecho poner
media suela a unos viejísimos, para economizar. Y en ese momento, con
aquel despilfarro de dinero, ¿cuándo podría pensar en comprarse zapatos?
Tía Marocas, gordísima, saboreaba la cazuela del restaurante y explicaba que ella era de la misma opinión:
-Lo mejor es hacer correr la noticia de que murió en el interior, que
recibimos un telegrama. Después invitamos a la misa del séptimo día.
Asisten los que quieren, y no tenemos que contratar coches.
Vanda, con el tenedor en la mano, dijo:
-A pesar de todas las molestias, es mi padre. No quiero que sea
enterrado como un vagabundo. Si fuera tu padre, Leonardo, ¿te gustaría?
Tío Eduardo era poco sentimental:
-¿Y qué era sino un vagabundo? Y de los peores de Bahía. Ni porque sea mi hermano puedo negar…
Tía Marocas eructó, el buche lleno y el corazón también:
-Pobre Joaquim… Tenía buen carácter. No hacía las cosas con mala
intención. Le gustaba esa vida, es el destino de cada uno. Desde chico
fue así. Una vez ¿te acuerdas, Eduardo? quiso huir con un circo. Le
dieron una buena paliza. -Dio una palmada en el muslo de Vanda, como
disculpándose. -Y tu madre, querida, era bastante mandona. Un día,
Joaquim vino a verme y me dijo que quería ser libre, como un pájaro. La
verdad es que era simpático.
El comentario no le hizo gracia a nadie. Vanda, con gesto adusto, se obstinaba:
-No lo estoy defendiendo. Bien que nos hizo sufrir, a mí y a mi
madre, que era una mujer honesta. Y también a Leonardo. Pero ni siquiera
por eso quiero que se lo entierre como a un perro sin dueño. ¿Qué
diría todo el mundo cuando se supiese? Antes de enloquecerse fue una
persona de bien. Entonces hay que enterrarlo como corresponde. Leonardo
la miró, suplicante. Sabía que no valía la pena discutir con Vanda; ella
siempre terminaba por imponer sus opiniones y sus deseos. También
había sido así en tiempos de Joaquim y Otacília, sólo que un buen día
Joaquim abandonó todo y se largó por el mundo. ¡Qué se le iba a hacer!
Habría que llevar el cadáver a la casa, salir a avisar a conocidos y
amigos, invitar gente por teléfono, pasar la noche en vela oyendo hablar
de Quincas, aguantar las risas contenidas, los guiños, hasta que
saliera el cortejo. Semejante suegro le había amargado la vida, le
había dado los mayores disgustos. Leonardo vivía temiendo que hiciese
“otras de las suyas”, temiendo abrir el diario y darse con la noticia de
su prisión por vagancia, como sucediera una vez. No quería ni acordarse
de aquel día cuando, a instancias de Vanda, anduvo de comisaría en
comisaría hasta encontrar a Quincas en el calabozo de la Central,
descalzo y en calzoncillos, jugando tranquilamente a las cartas con
ladrones y estafadores. Y después de todo aquello, cuando pensaba que
por fin podría respirar tranquilo, todavía tenía que soportar aquel
cadáver todo un día y una noche, y en su propia casa…
Pero Eduardo tampoco estaba de acuerdo y la suya era una opinión de
peso, ya que el comerciante había aceptado dividir los gastos del
entierro:
-Todo eso está muy bien, Vanda. Que se lo entierre como a un
cristiano. Con cura, de traje nuevo, con corona de flores. No merecía
nada de eso, pero al fin de cuentas es tu padre y mi hermano. Todo eso
está bien. Pero ¿por qué meter al difunto en casa…?
-¿Por qué? -repitió Leonardo como un eco.
-…molestar a medio mundo, tener que alquilar seis u ocho automóviles
para el cortejo fúnebre? ¿Sabes cuánto cuesta cada uno? ¿Y el transporte
del cadáver desde el Tablón hasta Itapagipe? Una fortuna. ¿Por qué no
hacemos salir el entierro desde aquí mismo? Vamos nosotros de cortejo.
Basta con un coche. Después, si ustedes insisten, invitamos a la misa
del séptimo día.
-Avisa que murió en el interior. -Tía Marocas no abandonaba su propuesta.
-Puede ser. ¿Por qué no?
-¿Y quién lo velaría? -Nosotros. ¿Para qué más?
Vanda terminó por ceder. En realidad -pensó- la idea de llevar el
cadáver a la casa era una exageración. Sólo acarrearía gastos, trabajo y
molestias. Lo mejor era enterrar a Quincas lo más discretamente
posible, comunicar después el hecho a los amigos e invitarlos para la
misa del séptimo día. Así quedó convenido. Pidieron el postre. Un
altoparlante bramaba cerca, anunciando las excelencias del plan de
ventas de una compañía inmobiliaria.
VI
Tío Eduardo había regresado al almacén, no podía dejar solos a los
empleados, unos sujetos inútiles. Tía Marocas había prometido volver más
tarde para el velatorio, necesitaba pasar por su casa, había dejado
todo a la buena de Dios, con la prisa por saber las novedades. Leonardo,
por consejo de la propia Vanda, aprovecharía la tarde sin Repartición
para ir a la compañía inmobiliaria a cerrar el negocio por un terreno
que estaban comprando a plazos. Algún día, si Dios los ayudaba,
tendrían su casa propia.
Habían establecido una especie de guardia: Vanda y Marocas por la
tarde, Leonardo y tío Eduardo a la noche. La Ladera del Tablón no era
lugar adecuado para que una señora se hiciese ver de noche; ladera de
mala fama, llena de malandrines y mujeres de la vida. A la mañana
siguiente toda la familia se reuniría para el entierro.
Fue así que Vanda, a la tarde, se encontró a solas con el cadáver de
su padre. Los ruidos de una vida pobre e intensa, que subían por la
ladera, apenas llegaban al tercer piso de la casa de pensión donde el
muerto Quincas reposaba después del cansancio del cambio de ropa. Los
hombres de la empresa funeraria habían hecho un buen trabajo, eran
experimentados y capaces. Como dijo el santero, que pasó para ver cómo
iban las cosas, “no parecía el mismo muerto”. Peinado, afeitado,
vestido de negro, camisa blanquísima y corbata, zapatos lustrosos, era
realmente Joaquim Soares da Cunha quien descansaba en el féretro, un
espléndido cajón (comprobó, satisfecha, Vanda) de manijas doradas, -con
volados en los bordes. Habían improvisado con tablas y caballetes una
especie de mesa, sobre la cual, noble y severo, elevábase el ataúd. Dos
velas enormes -sirios de altar mayor, se vanagloriaba Vanda ardían con
débil llama, porque la luz de Bahía entraba por la ventana, llenando de
claridad el cuarto. Tanta luz del sol, tanta alegre claridad, le
parecieron a Vanda una desconsideración para con la muerte, tornaban
inútiles las velas, les quitaban su brillo augusto. Por un momento
pensó en apagarlas, como medida de economía. Pero como sin duda la
empresa cobraría lo mismo si gastaban dos velas o diez, decidió cerrar
la ventana. La penumbra invadió el cuarto y las llamas benditas se
elevaron como lenguas de fuego. Vanda se sentó en una silla (prestada
por el santero); se sentía satisfecha. No era la simple satisfacción
del deber filial cumplido, sino algo más profundo.
Un suspiro de triunfo se le escapó del pecho. Se alisó los cabellos
castaños con la mano, era como si finalmente hubiese domado a Quincas,
como si de nuevo le hubiera puesto las riendas, las mismas que él
arrancara un día de las manos fuertes de Otacília, riéndosele en la
cara. La sombra de una sonrisa afloró en los labios de Vanda, que
habrían sido bellos y deseables si no fuese por cierta rígida dureza
que los desfiguraba. Se sentía vengada de todo lo que Quincas había
hecho sufrir a la familia, sobre todo a ella y a Otacília. Había sido
una humillación de años. Durante diez años había llevado Joaquim esa
vida absurda. “Rey de los vagabundos de Bahía”, escribían sobre él en
las secciones policiales de los periódicos, tipo de la calle citado en
crónicas de literatos ávidos de un pintoresquismo fácil, diez años
avergonzando a la familia, salpicándola con el fango de aquella
inconfesable celebridad. El “mayor bebedor de aguardiente de San
Salvador”, el “filósofo harapiento de la rampa del Mercado”, el “senador
de los bailongos”, Quincas Berro Dágua, el “vagabundo por excelencia”;
así lo trataban en los diarios, donde a veces hasta aparecía su
sórdida fotografía. ¡Dios mío! Cuánto puede sufrir una hija en el mundo
cuando el destino le ha reservado la cruz de cargar con un padre sin
conciencia de sus deberes.
Pero en ese momento estaba contenta, mirando el cadáver en el cajón
casi lujoso, de traje negro y manos cruzadas en el pecho, en actitud de
devota compunción. Las llamas de las velas se elevaban, hacían brillar
los zapatos nuevos. Todo decente, menos el cuarto, es claro. Un consuelo
para quien tanto se había mortificado. Vanda pensó que Otacília debía
de sentirse feliz en el distante círculo del universo donde estuviese.
Porque finalmente se imponía su voluntad, la hija devota había
recuperado a Joaquim Soares da Cunha, aquel esposo y padre bueno, tímido
y obediente.
Bastaba levantar la voz y adoptar un gesto adusto para verlo
juicioso y conciliador. Allí estaba, con las manos cruzadas sobre el
pecho. Había desaparecido para siempre el vagabundo, el “rey del
bailongo”, “patriarca del bajo fondo”.
Lástima que estuviese muerto y no pudiera verse en el espejo, y reconocer la victoria de su hija, de la digna familia ultrajada.
En aquella hora de íntima satisfacción, de impoluta victoria, Vanda
había querido ser generosa y buena, olvidar los últimos diez años, como
si los competentes empleados de la funeraria los hubieran purificado
con el mismo trapo jabonoso con que habían quitado la suciedad del
cuerpo de Quincas. Recordar sólo la infancia, la adolescencia, el
noviazgo, el casamiento y la figura mansa de Joaquim Soares da Cunha,
medio escondido en una silla de lona, leyendo los diarios,
estremeciéndose cuando la voz de Otacília lo llamaba, amenazadora:
-¡Quincas!
Así lo apreciaba, sentía ternura por él, de ese padre tenía
nostalgia, con un poco más de esfuerzo sería capaz de conmoverse, de
sentirse una huérfana infeliz y desolada.
El calor aumentaba en el cuarto. Con la ventana cerrada, la brisa
marina no hallaba por dónde entrar. Ni Vanda quería que entrase: el
mar, el puerto y la brisa, las laderas de la montaña, los ruidos de la
calle, todo formaba parte de aquella existencia de infame desvarío, que
había acabado. Allí sólo debían estar ella, el padre muerto -e1 añorado
Joaquim Soares da Cunha- y los recuerdos más queridos que dejara. Vanda
arrancaba del fondo de la memoria escenas olvidadas. El padre
acompañándola a la función y después a andar en los caballitos de un
circo instalado en la Ribera, en ocasión de una fiesta de Bonfim. Nunca
lo había visto tan alegre, tamaño hombrón despatarrado en la cabalgadura
para chicos, riendo a carcajadas, él que rara vez sonreía. Recordaba
también el homenaje que amigos y compañeros de trabajo le habían
rendido, cuando lo ascendieron en la Dirección de Rentas. La casa llena
de gente, Vanda era jovencita, empezaba a noviar. Aquel día la que
estallaba de contento era Otacília, en medio del grupo formado en la
sala, con discursos, cerveza y una lapicera ofrecida al funcionario.
Parecía que la homenajeada fuese ella. Joaquim escuchaba los discursos
frotándose las manos, recibía la lapicera sin demostrar el menor
entusiasmo, como si todo aquello lo aburriese y no tuviese coraje para
decirlo.
Recordaba también la expresión del padre cuando ella le comunicó la
inminente visita de Leonardo, resuelto finalmente a pedir su mano. Bajó
la cabeza, murmurando:
-Pobre infeliz…
Vanda no admitía críticas a su novio:
-¿Por qué pobre infeliz? Es de buena familia, tiene un buen empleo, no bebe ni trasnocha…
-Ya sé, ya sé. Estaba pensando en otra cosa.
Era curioso, pero no se acordaba de muchos pormenores referentes al
padre, como si él no participase activamente de la vida de la casa. En
cambio, podía pasar horas recordando a Otacília, escenas, hechos,
frases, acontecimientos donde la madre estaba presente. La verdad era
que Joaquim sólo había empezado a contar en sus vidas cuando, aquel día
absurdo, después de haber tratado a Leonardo de “mala bestia”, las miró,
a ella y a Otacília, y les espetó en la cara, inesperadamente:
-¡Víboras!
Y, con la mayor tranquilidad del mundo, como si estuviese realizando el más banal de los actos, se fue y no volvió nunca más.
En eso, sin embargo, Vanda no quería pensar. Regresó de nuevo a la
infancia, era allí donde veía con mayor precisión la figura de Joaquim.
Por ejemplo, cuando ella, una niñita de cinco años, con la cabeza llena
de rizos y el llanto fácil, había tenido aquella fiebre alta, tan
alarmante.
Joaquim no abandonó el cuarto; permaneció sentado junto al lecho de
la enfermita, tomándola de la mano, dándole los remedios. Era un buen
padre y un buen esposo. Con ese último recuerdo, Vanda se sintió
suficientemente conmovida y, si hubiese habido más personas en el
velatorio, hasta habría sido capaz de llorar un poco, como es
obligación de toda buena hija.
Con aire compungido, contempló el cadáver. Zapatos lustrosos que
reflejaban la luz de las velas, pantalón de corte perfecto, saco negro y
elegante, manos devotas cruzadas en el pecho. Posó los ojos sobre el
rostro afeitado.
Y sintió un sobresalto, el primero.
Vio la sonrisa. Sonrisa cínica, inmoral, de persona que se divierte.
La sonrisa no había cambiado, contra ella nada pudieron hacer los
especialistas de la funeraria. Pero también ella. Vanda, se había
olvidado de recomendarles, de pedirles una expresión más adecuada, más
de acuerdo con la solemnidad de la muerte.
La sonrisa de Quincas Berro Dágua había permanecido intacta y,
delante de semejante sonrisa de mofa y de gozo ¿de qué servían los
zapatos nuevos? Nuevos, mientras el pobre Leonardo tenía que mandar
los suyos a ponerles la segunda media suela. ¿De que servían el traje
negro, la camisa blanca, la cara afeitada, el cabello engominado, las
manos en actitud de orar?
Porque Quincas se reía de todo aquello, con una risa que se iba
ampliando, ensanchando, que poco a poco empezaba a resonar en la
pocilga inmunda. Reía con los labios y con los ojos, mirando el montón
de ropa sucia y remendada que los hombres de la funeraría habían
olvidado en un rincón.
Era la sonrisa de Quincas Berro Dágua.
Y entonces Vanda oyó las sílabas pronunciadas con nitidez insultante en el silencio fúnebre:
-¡Víbora!
Vanda se asustó, sus ojos relampaguearon como los de Otacília, pero
el rostro se le puso pálido. Era la palabra que él usaba, como una
escupida, cuando al comienzo de aquella locura, ella y Otacília trataban
de llevarlo de vuelta al abrigo de la casa, a los hábitos
establecidos, a la perdida decencia.
Ni aun en ese momento, muerto y estirado en un cajón, con velas a los
pies, vestido con buena ropa, Quincas se rendía. Reía con la boca y con
los ojos, no se habría sorprendido si hubiese empezado a silbar. Y
además, uno de los pulgares -el de la mano izquierda- no estaba
debidamente cruzado sobre el otro, sino que se elevaba en el aire,
anárquico y burlón.
-¡Víbora! -dijo de nuevo, y silbó maliciosamente.
Vanda se estremeció, se pasó la mano por la cara. “¿Será que me estoy
volviendo loca?” Sintió que le faltaba el aire, el calor se hacía
insoportable, la cabeza le daba vueltas. Oyó una respiración jadeante
en la escalera: tía Marocas, meneando su gordura, entraba en el cuarto.
Vio a su sobrina en la silla, pálida, con el rostro desencajado y los
ojos clavados en la boca del muerto.
-Estás descompuesta, nena. También, ¡con el calor que hace en este cuartucho!
La sonrisa canallesca de Quincas se hizo más amplia al divisar la
monumental figura de su hermana. Vanda sintió deseos de taparse los
oídos; sabía, por experiencia, con qué palabras le gustaba a él definir a
Marocas, pero ¿de qué sirven las manos en las orejas para contener la
voz de un muerto?
Oyó:
-¡Bolsa de pedos!
Marocas, más descansada después de la subida, sin siquiera mirar el cadáver, entreabrió la ventana:
-¿Le pusieron perfume? Hay un olor que marea.
Por la ventana abierta entró el ruido de la calle, múltiple y
alegre, la brisa de mar apagó las velas y fue a besar la cara de
Quincas, la claridad lo cubrió, azul y festiva. Con una sonrisa
victoriosa en los labios, Quincas se acomodó mejor en el cajón.
VII
Para entonces, la noticia de la inesperada muerte de Quincas Berro
Dágua circulaba por las calles de Bahía. Es cierto que los pequeños
comerciantes del Mercado no cerraron sus puertas en señal de duelo; pero
en compensación, y para homenajear al muerto, aumentaron inmediatamente
los precios de los collares, las bolsas de paja y las esculturas de
barro que vendían a los turistas. Hubo en las inmediaciones del Mercado
reuniones precipitadas, parecían comicios relámpago, gente que andaba
de un lado a otro mientras la noticia estaba en el aire, subía en el
Elevador Lacerda, viajaba en tranvía a la Calçada, iba en ómnibus a la
Feria de Santana. La agraciada negra Paula se deshizo en lágrimas ante
su bandeja de bollitos de tapioca. Ya no vendría Berro Dágua a decirle
galanterías rebuscadas, espiarle los senos opulentos y proponerle
indecencias, haciéndola reír.
En los barquitos pesqueros de velas arriadas, los hombres del reino
de Iemanjá (Divinidad femenina del mar), los bronceados marineros, no
escondían su decepcionada sorpresa. ¿Cómo había podido ocurrir esa
muerte en un cuarto del Tablón, cómo había ido el “viejo marinero” a
morir en una casa? ¿Acaso Quincas Berro Dágua no había proclamado tantas
veces perentoriamente, con voz y tono capaces de convencer al más
incrédulo, que jamás moriría en tierra, que sólo había un túmulo digno
de un atorrante como él: el mar bañado por la luna, las aguas sin fin?
Cuando, invitado de honor, se encontraba en la popa de un barco
pesquero, ante una cazuela sensacional, mientras las cacerolas de barro
dejaban escapar una humareda perfumada y la botella de aguardiente
pasaba de mano en mano, había siempre un instante, cuando se empezaba a
rasguear las guitarras, en que sus instintos marítimos despertaban. Se
ponía de pie, contoneándose –e1 aguardiente le daba aquel vacilante
equilibrio de los hombres de mar- y declaraba su condición de “viejo
marinero”. Viejo marinero sin barco y sin mar, desacreditado en tierra,
pero no por su culpa. Porque él había nacido para el mar, para izar las
velas y comandar el timón, para domar las olas en noches de temporal.
Su destino había sido truncado, él que podría haber llegado a capitán de
navío, con su uniforme azul y la pipa en la boca. Pero ni aun así
dejaba de.ser marinero; para eso había nacido de su madre Magdalena, nieta de comandante de barco.
Él, Quincas, era hombre de mar desde su bisabuelo, y si le entregaban
aquel barco pesquero sería capaz de conducirlo mar adentro, no hacia
Maragogipe o Cachoeria, allí cerquita, sino hacia las distantes costas
de África, a pesar de no haber navegado jamás. Llevaba la navegación en
la sangre y nada necesitaba aprender; había nacido sabiendo. Y si
alguien, entre la distinguida concurrencia, tenía dudas, que lo dijese.
Empinaba la botella, bebía a grandes sorbos. Los marineros no dudaban,
bien podía ser verdad. En el muelle y en las playas los niños nacían
sabiendo las cosas del mar, no valía la pena buscar explicaciones para
tales misterios. Entonces Quincas Berro Dágua hacía su solemne
juramento: reservaba al mar el honor de recibir su hora póstuma, su
momento final. No habrían de encerrarlo en siete palmos de tierra, eso
sí que no. Exigiría, cuando llegase la hora, la libertad del mar, los
viajes que no hiciera en vida, las travesías más osadas, las hazañas
sin precedentes.
Mestre Manuel, el más valiente de los pescadores, que no parecía
tener nervios ni edad, sacudía la cabeza en señal de aprobación. Los
demás, a quienes la vida había enseñado a no dudar de nada, también
asentían, mientras tomaban otro trago de aguardiente. Los marineros
tocaban las guitarras, cantaban la magia del mar, la seducción fatal de
Janaína (Iemanjá) Y el “viejo marinero” cantaba más alto que nadie.
¿Cómo había podido entonces ir a morirse en un cuarto de la Ladera
del Tablón? Era cosa de no creer; los marineros escuchaban la noticia
sin darle totalmente crédito. Quincas Berro Dágua era dado a las
mistificaciones, más de una vez había engañado a medio mundo.
Los jugadores de tute, de ronda y de siete y medio suspendían las
emocionantes partidas, perdido al interés por las ganancias, alelados.
¿Acaso Berro Dágua no era su jefe indiscutido? Caía sobre ellos la
sombra de la tarde como luto pesado. En los bares, las fondas, los
mostradores de los almacenes, dondequiera que se bebiese aguardiente,
reinó la tristeza, y la consumición era una indignada protesta por la
irreparable pérdida. ¿Quién sabía beber mejor que él, jamás
completamente alterado, tanto más lúcido y brillante cuanto más
aguardiente tomaba? Capaz como nadie de adivinar la marca, la
procedencia de los aguardientes más diversos, conocía todos los matices
de color, de gusto y de aroma. ¿Cuántos años hacía que no bebía agua?
Desde aquel día en que pasó a ser llamado Quincas Berro Dágua.
No es que la historia sea un hecho memorable, pero vale la pena
contarla, porque fue a partir de ese distante día que el apodo “berro
dágua”(Grito de agua) se incorporó definitivamente al nombre de Quincas.
Había entrado él al almacén situado en la parte externa del Mercado y
propiedad de López, un simpático español. Cliente habitual, había
conquistado el derecho de servirse sin llamar al empleado. Quincas vio
sobre el mostrador una botella colmada de un aguardiente límpido,
transparente, perfecto. Llenó un vaso, escupió para limpiarse la boca, y
lo bebió de un trago. Y un alarido inhumano cortó la placidez de la
mañana en el Mercado, estremeciendo al propio Elevador Lacerda en sus
profundos cimientos. El grito de un animal herido de muerte, de un
hombre infeliz y traicionado:
-¡Aaaaaaguuua!¡Español inmundo, asqueroso, de mala fama!
Empezó a acudir gente de todas partes; sin duda estaban asesinando a
alguien. Los parroquianos del almacén se reían a carcajadas. El “grito
de agua” de Quincas se divulgó muy pronto, como anécdota, desde el
Mercado al Pelourinho (Barrio de Bahía), del Largo de las Siete Puertas
al Dique, de la Calçada a Itapoá. Y Quincas Berro Dágua se llamó
desde entonces, y Quitéria Ojo Asombrado, en los momentos de mayor
ternura, le decía “Berrito” por entre los dientes mordedores.
También en las casas pobres de las mujeres más baratas, donde
vagabundos y malandrines, pequeños contrabandistas y marineros recién
llegados encontraban un hogar, una familia y amor en las altas horas de
la noche, después del triste comercio del sexo, cuando las fatigadas
mujeres ansiaban un poco de ternura, la noticia de la muerte de Quincas
Berro Dágua fue una desolación e hizo correr las lágrimas más tristes.
Las mujeres lloraban como si hubieran perdido a un pariente cercano y
se sentían de pronto desamparadas en su miseria. Algunas juntaron sus
econonías y resolvieron comprar las flores más bellas de Bahía, para el
muerto. Quitéria Ojo Asombrado, rodeada por la compungida dedicación de
las compañeras de casa, se lamentaba y sus gritos atravesaban el
barrio de un extremo a otro; partían el corazón. Sólo encontró consuelo
en la bebida, exaltando, entre tragos y sollozos, la memoria de aquel
amante inolvidable, el más tierno y loco, el más alegre y sabio.
Se recordaron hechos, detalles y frases capaces de dar la justa
medida de Quincas. Fue él quien cuidó, durante más de veinte días, del
hijo de tres meses de Benedita, cuando ella tuvo que internarse en el
hospital. Sólo faltaba que lo amamantase. Todo lo demás, lo había hecho:
cambiaba pañales, limpiaba la colita del infante, lo bañaba, le daba
la mamadera.
¿Acaso no había salido él, hacía pocos días, viejo y ebrio, como un
campeón sin miedo en defensa de Clara Boa, cuando dos muchachos
degenerados, hijos de puta de las mejores familias, quisieron darle una
paliza en una juerga en el burdel de Viviana? Y qué huésped más
agradable en la gran mesa del comedor, a la hora del almuerzo… ¿Quién
sabía las historias más divertidas, quién consolaba mejor las penas de
amor, quién era como un padre o como un hermano mayor? Al promediar la
tarde, Quitéria Ojo Asombrado se deslizó de la silla, fue llevada al
lecho y allí se adormeció con sus recuerdos. Varias mujeres decidieron
no buscar ni recibir a ningún hombre aquella noche; estaban de luto.
Como si fuese Jueves o Viernes Santo.
VIII
Hacia el final de la tarde, cuando las luces se encendían en la
ciudad y los hombres salían del trabajo, los cuatro amigos más íntimos
de Quincas Berro Dágua -Churrinche, el Negro Flequillo, Cabo Martin y
Ventarrón-descendían la Ladera del Tablón, rumbo al cuarto del muerto.
Es necesario decir que, en rigor de verdad, todavía no estaban ebrios.
Habían tomado sus tragos, sin duda, en la conmoción de la noticia, pero
los ojos enrojecidos eran consecuencia de las lágrimas derramadas, del
dolor sin medida, y lo mismo puede afirmarse de la voz pastosa y el
paso vacilante. ¿Cómo conservarse completamente lúcido cuando muere un
amigo de tantos años, el mejor compañero, el más completo vagabundo de
Bahía? En cuanto a la botella que el Cabo Martim tendría escondida bajo
la camisa, nunca se pudo probar nada.
En aquella hora del crepúsculo, del misterioso comienzo de la noche,
el muerto parecía un tanto cansado. Vanda se daba cuenta. Y no era para
menos: se había pasado la tarde riendo, murmurando nombres feos,
haciendo muecas burlonas. Ni siquiera cuando llegaron Leonardo y el tío
Eduardo, alrededor de las cinco, Quincas descansó. Insultaba a Leonardo:
“¡paparulo!”, se reía de Eduardo. Pero cuando las sombras de la noche
descendieron sobre la ciudad, Quincas empezó a inquietarse. Como si
esperase algo que tardaba en llegar.
Vanda, para olvidar y engañarse, conversaba animadamente con su
marido y los tíos, evitando mirar al muerto. Su único deseo era volver a
su casa, descansar, tomar una pastilla que la ayudase a dormir. ¿Por
qué sería que los ojos de Quincas se volvían ya hacia la ventana, ya
hacia la puerta?
La noticia no había llegado a los cuatro amigos al mismo tiempo. El
primero en saberlo fue Churrinche. Éste empleaba sus múltiples
habilidades en hacer la propaganda de las tiendas de la Bajada del
Zapatero. Vestido con un frac viejo y gastado, con la cara
pintarrajeada, se apostaba en la puerta de un negocio y, por una paga
mísera, elogiaba sus virtudes y sus precios, paraba a los transeúntes
haciéndoles bromas, los invitaba a entrar casi arrastrándolos por la
fuerza. De vez en cuando, cuando apretaba la sed -era un empleo maldito
para secar la garganta y el pecho-, se hacía una corrida hasta un bar
cercano y tomaba un trago para templar la voz. En una de esas idas y
venidas, la noticia le llegó brutalmente, como un puñetazo en el pecho,
dejándolo mudo. Volvió cabizbajo, entró en la tienda y le avisó al
sirio que no contase más con él aquella tarde. Churrinche todavía era
joven, las alegrías y las tristezas lo afectaban profundamente. No podía
soportar solo aquel golpe terrible. Necesitaba de la compañía de los
otros amigos íntimos, de la “barra”.
Siempre era numerosa la rueda que se formaba frente a la rampa de los
pescadores, en la feria nocturna de Agua de los Niños, los sábados, en
las Siete Puertas, en las exhibiciones de capoeira (lucha afro) en la
Estrada de la Libertad: marineros, pequeños comerciantes del Mercado,
babalaós, (sacerdotes de Ifá)capoeiristas, malandrines, participaban de
las largas conversaciones, de las aventuras, de las animadas partidas
de naipes, de la pesca bajo la luz de la luna, de las juergas del
barrio. Quincas Berro Dágua tenía muchos admiradores y amigos, pero
aquellos cuatro eran los inseparables. Durante años y años se habían
encontrado todos los días, habían pasado juntos todas las noches, con o
sin dinero, hartos de buena comida o muertos de hambre, dividiendo la
bebida, unidos en la alegría y en la tristeza. Sólo en aquel momento
percibió Churrinche hasta qué punto estaba ligado al amigo; la muerte
de Quincas le parecía una amputación, como si le hubiesen cortado un
brazo o una pierna, como si le hubiesen arrancado un ojo. El ojo del
corazón del que hablaba la madre-de-santo (Sacerdotisa del candomblé o
macumba) Senhora, dueña de toda la sabiduría. Juntos, los cuatro, pensó
Churrinche, debían presentarse ante el cadáver de Quincas.
Salió en busca del Negro Flequillo, que a aquellas horas estaría sin
duda en el Largo de las Siete Puertas, ayudando a algún quinielero
conocido para conseguir unos pesos para el aguardiente de la noche. El
Negro Flequillo medía casi dos metros, cuando sacaba pecho parecía un
monumento, tan grande y fuerte era. Nadie podía con el negro cuando se
enojaba. Lo que felizmente rara vez acontecía, porque el Negro Flequillo
era por naturaleza alegre y bonachón.
Lo encontró en el Largo de las Siete Puertas, como había calculado.
Allí estaba, sentado en la vereda del pequeño mercado, deshecho en
lágrimas y abrazado a una botella casi vacía. A su lado, solidarios en
el dolor y en el aguardiente, vagabundos diversos hacían coro a sus
lamentos y suspiros. Al ver la escena, Churrinche se dio cuenta que ya
se había enterado de la noticia. El Negro Flequillo empinaba la
botella, se enjugaba una lágrima y bramaba, desesperado:
-Ha muerto nuestro padre…
-…nuestro padre… -gemían los otros.
Circulaba la botella consoladora, fluían las lágrimas de los ojos del Negro, crecía su agudo sufrir:
-Ha muerto el hombre bueno…
-…hombre bueno…
De vez en cuando, un nuevo personaje se incorporaba a la rueda, a
veces sin saber de qué se trataba. El Negro Flequillo le ofrecía la
botella y soltaba su grito de apuñalado:
-Era bueno…
-…era bueno… -repetían los demás, menos el novato, que estaba a la
espera de una explicación para los tristes lamentos y el aguardiente
gratis.
-Repite, desgraciado… -el Negro Flequillo, sin levantarse, extendía
el poderoso brazo y sacudía al recién llegado, con un brillo amenazador
en los ojos. -¿O crees que era malo?
Alguien se apresuraba a explicar, antes de que las cosas pasasen a mayores:
-Ha muerto Quincas Berro Dágua.
-¿Quincas?… era bueno… -decía el nuevo miembro del coro, ahora que estaba convencido y aterrorizado.
-¡Otra botella! -reclamaba, entre sollozos, el Negro Flequillo.
Un muchachón se levantaba ágilmente y se dirigía al almacén próximo:
-Flequillo quiere otra botella.
Adonde llegaba, la muerte de Quincas aumentaba el consumo de
aguardiente. Desde lejos, Churrinche observaba la escena. La noticia
había corrido más rápido que él. El Negro también lo vio, soltó un grito
espantoso, alzó los brazos al cielo, se levantó:
-Churrinche, hermanito, ha muerto nuestro padre.
-…nuestro padre… -repitió el coro.
-Cállense la boca, pestes. Déjenme abrazar a mi hermanito Churrinche.
Cumplíanse los ritos de gentileza del pueblo de Bahía, el más pobre y
el más civilizado. Todos se callaron. Los faldones del frac de
Churrinche flotaban en el viento, sobre su cara pintarrajeada empezaron a
correr las lágrimas. Tres veces se abrazaron, él y el Negro Flequillo,
confundiendo sus sollozos. Churrinche bebió de la nueva botella,
buscando allí consuelo. El Negro Flequillo no encontraba consuelo:
-Se apagó la luz de la noche…
-…la luz de la noche…
Churrinche propuso:
-Vamos a buscar a los otros para ir a visitarlo.
Cabo Martim podía estar en tres o cuatro lugares. O bien durmiendo en
casa de Carmela, cansado aún de la noche anterior, o jugando en la
Feria de Agua de los Niños. Sólo a esas tres ocupaciones se dedicaba
Martim desde que saliera del Ejército, unos quince años antes: el amor,
la
conversación y el juego. Jamás se le había conocido otro oficio; las
mujeres y los tontos le daban lo suficiente para vivir. Trabajar,
después de haber vestido el glorioso uniforme, le parecía a Cabo Martim
una humillación evidente. Su altivez de mulato bien parecido y la
agilidad de sus manos con la baraja lo hacían una persona respetada.
Para no hablar de sus dotes de guitarrero.
Estaba ejerciendo sus habilidades con los naipes en la Feria de Agua
de los Niños. Al hacerlo con tanta simplicidad, contribuía a la alegría
espiritual de algunos choferes de ómnibus y de camión, colaboraba en la
educación de dos muchachos que iniciaban su aprendizaje práctico de la
vida, y ayudaba a unos cuantos feriantes a gastar las ganancias
obtenidas en las ventas del día. Realizaba así una obra de las más
loables. No se explica, por lo tanto, que uno de los feriantes no
pareciese muy entusiasmado con su virtuosismo para ser banca, y
refunfuñase entre dientes que “tanta suerte olía a fullería”. El Cabo
Martim levantó hacia el apresurado crítico sus ojos de azul inocencia y
le ofreció el mazo de cartas para que fuera banca, si quería hacerlo y
poseía para ello la necesaria competencia. En cuanto a él, Cabo Martim,
prefería apostar contra la banca, hacerla saltar rápidamente, reducir
al banquero a la más negra miseria. Y no admitía insinuaciones sobre su
honestidad. Como ex militar, era particularmente sensible a cualquier
murmuración que implicase dudas acerca de su honradez. Era tan
sensible, que ante una nueva provocación se vería obligado a romperle
la cabeza a alguien. El entusiasmo de los muchachones aumentaba, los
choferes se restregaban las manos, excitados. Nada mejor que una buena
pelea, sobre todo gratuita e inesperada. En ese momento, cuando podría
haber pasado cualquier cosa, aparecieron Churrinche y el Negro
Flequillo, portadores de la trágica noticia y de una botella de
aguardiente con un restito en el fondo.
Desde lejos le gritaron al Cabo:
-¡Murió! ¡Murió!
El Cabo Martim los contempló con ojo avizor.
Demorándose en la botella en cálculos precisos, comentó para la
rueda:
-Ha sucedido algo muy importante para que ya hayan bebido una
botella. O bien el Negro Flequillo ganó a la quiniela o Churrinche se
puso de novio.
Porque Churrinche, que era un incurable romántico, se ponía de novio
con frecuencia, víctima de pasiones fulminantes. Cada noviazgo era
debidamente conmemorado, con alegría al iniciarse, con tristeza y
filosofía al terminar, poco tiempo después.
-Alguien ha muerto… dijo un chofer.
El Cabo Martim paró la oreja.
-¡Murió! ¡Murió!
Los dos amigos se acercaban, encorvados bajo el peso de la noticia.
Desde Siete Puertas a Agua de los Niños, pasando por la rampa de los
pescadores y por la casa de Carmela, habían dado la infausta nueva a
mucha gente. ¿Por qué cada persona, al saber del fallecimiento de
Quincas, inmediatamente destapaba una botella? No era culpa de ellos,
heraldos del dolor y del luto, si había tanta gente por el camino, si
Quincas tenía tantos conocidos y amigos. Aquel día se empezó a beber en
la ciudad de Bahía mucho antes de la hora habitual. No era para menos:
no todos los días muere un Quincas Berro Dágua.
El Cabo Martim, olvidado de la pelea, con la baraja en la mano, los
observaba cada vez más curioso. Estaban llorando, de eso ya él no tenía
dudas. La voz del Negro Flequillo sonaba en ese momento como
estrangulada:
-Ha muerto nuestro padre…
-¿Jesucristo o el Gobernador? -preguntó uno de los muchachones con
vocación de bromista. La mano del negro lo levantó en el aire y lo
arrojó al suelo.
Todos comprendieron que el asunto era serio. Churrinche levantó la botella y dijo:
-¡Murió Berro Dágua!
Los naipes cayeron de la mano de Martim. El feriante desconfiado vio
confirmadas sus peores sospechas: ases y damas, las cartas de triunfo de
la banca, se desparramaron en cantidad. Pero como él también había oído
el nombre de Quincas, resolvió no discutir. El Cabo Martim le quitó la
botella a Churrinche, acabó de vaciarla y la tiró con desprecio.
Contempló largamente la feria, los camiones y ómnibus en la calle, las
canoas en el mar, la gente yendo y viniendo. Tuvo la sensación de un
súbito vacío, ni siquiera oía los pájaros en las jaulas próximas, en el
puesto de un feriante.
Él no era hombre de llorar; un militar no llora ni siquiera después
de haber dejado el uniforme. Pero sus ojos se humedecieron, su voz
cambió, perdió el aire fanfarrón. Era casi una voz de niño la que
preguntó:
-¿Cómo pudo suceder?
Después de recoger los naipes, se unió a los otros: todavía faltaba
encontrar a Ventarrón. Éste no tenía lugar seguro, a no ser los jueves y
domigos por la tarde, cuando invariablemente se divertía en la rueda
de capoeira de Valdemar, en la Estrada de la Libertad. Cazaba ratas y
sapos para venderlos a los laboratorios de exámenes médicos y
experiencias científicas, lo que hacía de Ventarrón una figura admirada
y respetada. ¿Acaso no era casi un científico, no conversaba con
doctores, no sabía palabras difíciles?
Después de mucho andar, y de tomar varios tragos, dieron con él,
enfundado en su enorme chaqueta, como si sintiese frío, y refunfuñando
solo. Se había enterado de la noticia por otras vías y también buscaba a
los amigos. Al encontrarlos, metió la mano en uno de sus bolsillos.
Para sacar el pañuelo y enjugarse las lágrimas, pensó Churrinche. Pero
de las profundidades del bolsillo, Ventarrón extrajo una ranita verde,
bruñida esmeralda.
-La había guardado para Quincas; nunca encontré una tan linda.
IX
Cuando aparecieron en la puerta del cuarto, Ventarrón adelantó la
mano en cuya palma extendida estaba posada la ranita de ojos saltones.
Se quedaron parados en la puerta, amontonados. El Negro Flequillo
estiraba la cabezota para ver mejor. Ventarrón, avergonzado, guardó el
animal en el bolsillo.
La familia suspendió la animada conversación, cuatro pares de ojos
hostiles contemplaron al indecente grupo. “Es lo único que faltaba”,
pensó Vanda. El Cabo Martim, que en materia de educación sólo era
superado por Quincas, retiró de su cabeza el gastado sombrero, y saludó
a los presentes:
-Buenas tardes, damas y caballeros. Queríamos verlo…
Dio un paso hacia adentro, los otros lo acompasaron. La familia se
apartó, ellos rodearon el cajón. Churrinche llegó a pensar en una
equivocación, aquel muerto no era Quincas Berro Dágua. Sólo lo reconoció
por la sonrisa. Los cuatro estaban sorprendidos; nunca habrían podido
imaginar a Quincas tan limpio y elegante, tan bien vestido. Por un
momento perdieron la seguridad, la borrachera se les pasó como por
encanto. La presencia de la familia -sobre todo de las mujeres-, los
dejaba amedrentados y tímidos, sin saber cómo actuar, dónde poner las
manos, cómo comportarse ante el muerto.
Churrinche, ridículo con su rostro pintarrajeado de rojo y su frac
desteñido, miró a los otros tres, pidiéndoles con la mirada que se
fuesen de allí lo antes posible. Cabo Martim vacilaba, como un general
en vísperas de la batalla, estudiando el poderío enemigo. Ventarrón
llegó a dar un paso en dirección a la puerta. Sólo el Negro Flequillo,
siempre detrás de los otros, con la cabeza estirada para ver mejor, no
vaciló un segundo. Quincas le sonreía y el negro también sonrió. No
habría fuerza humana capaz de sacarlo de allí, del lado del padrecito
Quincas. Agarró del brazo a Ventarrón, respondiendo con los ojos al
pedido de Churrinche. Cabo Martim entendió: un militar no huye del campo
de batalla.
Los cuatro se apartaron del cajón, hacia el fondo del cuarto.
Se quedaron allí en silencio: de un lado la familia de Joaquim Soares
da Cunha, hija, yerno y hermanos; y del otro, los amigos de Quincas
Berro Dágua. Ventarrón metía la mano en el bolsillo y acariciaba a la
ranita asustada, ¡cómo le gustaría mostrársela a Quincas! Como si todos
ejecutasen un movimiento de ballet, al apartarse del cajón los amigos,
se aproximaron los parientes. Vanda lanzaba miradas de desprecio y
reproche a su padre. Hasta después de muerto, prefería la compañía de
aquellos harapientos.
Era a ellos a quienes Quincas había estado esperando, su inquietud de
la tarde se debía sólo a la demora, al atraso de la llegada de los
vagabundos. Cuando Vanda empezaba a considerar vencido a su padre,
dispuesto finalmente a entregarse, a silenciar los labios de
palabrotas, derrotado por la resistencia silenciosa y llena de dignidad
opuesta por ella a todas sus provocaciones, volvía a resplandecer la
sonrisa en la cara del muerto; más que nunca el cadáver que tenía frente
a sí era el cadáver de Quincas Berro Dágua. Si no fuese por el recuerdo
ultrajado de Otacília, ella abandonaría la lucha, dejaría en el Tablón
el cuerpo indigno, devolvería el ataúd casi sin uso a la empresa
funeraria y vendería las ropas nuevas por la mitad del precio a un
vendedor ambulante cualquiera.
El silencio se hacía insoportable…
Leonardo se dirigió a la esposa y la tía:
-Creo que es hora de que se vayan. Dentro de poco se hará de noche.
Minutos antes, lo único que Vanda deseaba era irse a su casa a
descansar; pero apretó los dientes-no era mujer de dejarse vencer- y
respondió:
-Nos quedaremos un poco más.
Negro Flequillo se sentó en el piso, apoyó la cabeza contra la pared.
Ventarrón lo tocó con el pie, no quedaba bien acomodarse así delante de
la familia del muerto. Churrinche quería retirarse, el Cabo Martim
miraba reprobadoramente al Negro. Pero Flequillo empujó con la mano el
pie indiscreto del amigo, sollozando:
-¡Era nuestro padre! Padrecito Quincas…
Fue como si hubiese dado un golpe en el pecho de Vanda, abofeteado a
Leonardo, escupido a Eduardo. Sólo tía Marocas rió, sacudiendo las
grasas, sentada en la única y disputada silla.
-¡Qué gracioso!
El Negro Flequillo pasó del llanto a la risa, encantado con Marocas.
Más aterradores aún que sus sollozos eran las carcajadas del Negro. Fue
un trueno en el cuarto, mientras Vanda oía otra risa por detrás de la
risa de Flequillo: Quincas estaba muy divertido.
-¿Qué falta de respeto es ésa? -su voz seca deshizo aquel principio de cordialidad.
Ante la reprimenda, tía Marocas se levantó y dio unos pasos por el
cuarto, siempre acompañada por la simpatía del Negro Flequillo, que la
examinaba de pies a cabeza, hallándola una mujer muy de su gusto, un
tanto envejecida sin duda, pero gránde y gorda como él prefería. No le
gustaban esas flaquitas cuya cintura uno no puede ni apretar. Si se
encontrase con esa señora en la playa, pensaba, ¡qué de cosas no harían
los dos!; bastaba verla para apreciar su calidad. Tía Marocas empezó a
expresar su deseo de retirarse, se sentía cansada y nerviosa. Vanda,
que había ocupado su lugar en la silla, junto al féretro, no respondía,
parecía un guardián cuidando un tesoro.
-Cansados estamos todos -dijo Eduardo.
-Es mejor que se vayan… -Leonardo temía a la Ladera del Tablón más
tarde, cuando hubiese cesado completamente el movimiento del comercio y
las prostitutas y los malandrines la ocupasen.
Educado como era, y queriendo colaborar, Cabo Martim propuso:
-Si los distinguidos familiares quieren ir a descansar, echar un sueñito, nosotros nos hacemos cargo.
Eduardo sabía que no estaría bien: no podían dejar el cuerpo con
aquella gente, sin ningún miembro de la familia. ¡Pero cómo le
hubiera gustado aceptar la propuesta! Todo el día en el almacén, andando
de un lado a otro, atendiendo a los clientes, dando órdenes a los
empleados, era extenuante para cualquiera. Eduardo se acostaba temprano
y se levantaba al alba, era hombre de horarios rígidos. Al volver del
almacén, después del baño y la cena, se sentaba en una mecedora,
estiraba las piernas, se dormía enseguida. Su hermano Quincas sólo le
daba disgustos. Hacía diez años que no hacía otra cosa. Aquella noche lo
obligaba a estar aún en pie, habiendo comido apenas unos sandwiches.
¿Por qué no dejarlo con sus amigos, aquella caterva de vagabundos, la
gente con quien había convivido durante una década? ¿Qué hacían allí, en
aquella pocilga inmunda, en aquel nido de ratas, él y Marocas, Vanda y
Leonardo? No tenía coraje de exteriorizar sus pensamientos: Vanda era
grosera, capaz de recordarle las diversas ocasiones en que él, Eduardo,
que se iniciaba en la vida, había recurrido a la ayuda económica de
Quincas. Miró al Cabo Martim con cierta benevolencia.
Ventarrón, derrotado en sus tentativas de hacer levantar al Negro
Flequillo, se sentó. Tenía ganas de poner a la ranita en la palma de la
mano y jugar con ella. Nunca había visto una tan bonita. Churrinche,
cuya infancia había transcurrido en parte en un asilo de menores
dirigido por curas, buscaba en su embotada memoria una oración completa.
Siempre había oído decir que los muertos necesitan de oraciones. Y de
sacerdotes… ¿Ya habría venido el cura o vendría al día siguiente? Tenía
la pregunta en la punta de la lengua y no pudo resistir:
-¿El padre ya vino?
-Mañana por la mañana -respondió Marocas. Vanda la reprendió con la
mirada. ¿Por qué conversaba con semejante sinverguénza? Sin embargo,
habiendo restablecido el respeto en el cuarto, Vanda se sentía mejor.
Había expulsado a los vagabundos hacia un rincón, les había impuesto
silencio. Después de todo, no le sería posible pasar la noche allí. Ni
ella ni tía Marocas. Tuvo una vaga esperanza, al comienzo, de que los
indecentes amigos de Quincas no se quedasen en el velatorio; no había
bebida ni comida. No sabía por qué todavía estaban en el cuarto, no
debía de ser por amistad con el muerto, esa gente no sentía afecto por
nadie. De cualquier manera, ni siquiera la incómoda presencia de tales
amigos tenía importancia. Siempre que no acompañasen el entierro, al
día siguiente. Por la mañana, al volver para el funeral, ella, Vanda,
recuperaría el control de los acontecimientos, la familia estaría otra
vez a solas con el cadáver, enterrarían a Joaquim Soares da Cunha con
modestia y dignidad.
Se levantó de la silla y llamó a Marocas:
-Vamos.
-Y a Leonardo: -No te quedes hasta muy tarde, ya sabes que no puedes
trasnochar. Tío Eduardo ya dijo que se quedaría toda la noche.
Eduardo, apoderándose de la silla, asintió. Leonardo salió para
acompañar a las mujeres hasta el tranvía. El Cabo Martim arriesgó un
“buenas noches, señoras”, pero no obtuvo respuesta. Sólo la luz de las
velas iluminaba el cuarto. El Negro Flequillo dormía, emitiendo un
ronquido pavoroso.
X
A las diez de la noche, Leonardo se levantó de la lata de querosén,
se acercó a las velas y consultó su reloj. Despertó a Eduardo, que
dormía con la boca abierta, incómodo en la silla:
-Me voy. A las seis de la mañana estaré de vuelta para que tengas
tiempo de ir a tu casa a cambiarte de ropa. Eduardo estiró las piernas,
pensó en su cama. Le dolía el cuello. En un rincón, Churrinche,
Ventarrón y Cabo Martim conversaban en voz baja sobre un tema
apasionante: ¿cuál de ellos reemplazaría a Quincas en el corazón y en
el lecho de Quitéria Ojo Asombrado? El Cabo Martim, revelando un egoísmo
exasperante, no aceptaba ser tachado de la lista de herederos por el
hecho de poseer el corazón y el cuerpo esbelto de la negrita Carmela.
Eduardo, cuando el eco de los pasos de Leonardo se perdió en la
calle, miró al grupo. La discusión se interrumpió y el Cabo Martim
sonrió al comerciante. Éste miraba, envidioso, al Negro Flequillo sumido
en el más profundo sueño. Se acomodó nuevamente en la silla y puso los
pies sobre la lata de querosén. Le dolía el cuello. Ventarrón no
aguantó más, sacó la ranita del bolsillo y la colocó en el piso. El
gracioso animalito empezó a saltar, parecía un fantasma suelto en el
cuarto.
Eduardo no conseguía dormir. Miró al muerto, inmóvil en el cajón.
Era el único que estaba cómodamente acostado. ¿Por qué demonios estaba
él ahí, haciendo guardia? ¿No era suficiente con acudir al entierro?
¿Acaso no estaba pagando una parte de los gastos? Cumplía con sus
deberes de hermano demasiado bien, tratándose de un hermano como
Quincas, un estorbo escandaloso en su vida.
Se levantó, estiró brazos y piernas, bostezó abriendo mucho la boca.
Ventarrón escondía en la mano la ranita verde. Churrinche pensaba en
Quitéria Ojo Asombrado. Mujer y media… Eduardo se paró frente a ellos:
-Díganme una cosa…
Cabo Martim, psicólogo por vocación y necesidad, se cuadró:
-A sus órdenes, mi comandante.
Tal vez el comerciante iba a mandar comprar una botellita para ayudar a atravesar la larga noche.
-¿Ustedes se van a quedar toda la noche?
-¿Con él? Sí señor. Éramos amigos.
-Entonces me voy a casa a descansar un poco -metió la mano en el
bolsillo y sacó un billete. Los ojos del Cabo, de Churrinche y de
Ventarrón acompañaban sus gestos. -Aquí tienen, para comprar unos
sándwiches. Pero no lo dejen solo. Ni un minuto ¿eh?
-Vaya tranquilo, nosotros lo acompañamos.
Negro Flequillo se despertó cuando sintió olor a aguardiente. Antes
de empezar a beber, Churrinche y Ventarrón encendieron cigarrillos, y el
Cabo Martim uno de esos cigarros de cincuenta centavos, negros y
fuertes, que sólo los verdaderos fumadores son capaces de apreciar.
Exhalaron la poderosa humareda bajo las narices del negro, que ni así se
despertaba. Pero apenas destaparon la botella (la discutida primera
botella que, según la familia, el Cabo había llevado escondida bajo la
camisa) el negro abrió los ojos y reclamó su parte.
Los primeros tragos despertaron en los cuatro amigos un acentuado
espíritu crítico. La familia de Quincas, tan pedante, había demostrado
sin embargo ser mezquina y avarienta. Habían hecho todo mal. ¿Dónde
estaban las sillas para que se sentaran las visitas? ¿Dónde las comidas
y bebidas, habituales hasta en velorios pobres? El Cabo Martim había
asistido a muchos velatorios de difuntos y nunca había visto uno tan
desprovisto de animación.
Hasta en las casas más pobres servían un cafecito y un trago de aguardiente. Quincas no merecía semejante trato.
¿De qué servía darse importancia y dejar al muerto en aquella
humillación, sin nada para ofrecer a los amigos? Churrinche y
Ventarrón salieron en busca de asientos y víveres; el Cabo Martim
creía necesario organizar el velatorio por lo menos con un mínimo de
decencia. Sentado en la silla, daba órdenes: traer cajones y botellas.
El Negro Flequillo, que había ocupado la lata de querosén, aprobaba con
la cabeza.
Había que confesar que, en relación con el cadáver propiamente dicho,
la familia se había comportado bien. Traje nuevo, zapatos nuevos,
elegantísimo. Y velas bonitas, de iglesia. Pero se habían olvidado de
las
flores. ¿Dónde se ha visto, un cadáver sin flores?
-Está hecho un señor –elogió el Negro Flequillo.
-¡Un difunto buen mozo!
Quincas sonrió con el elogio, el negro le retribuyó la sonrisa:
-Padrecito… dijo, conmovido, dándole golpecitos en las costillas con
el dedo, como acostumbraba hacer al oír un buen chiste de Quincas.
Churrinche y Ventarrón volvieron con cajones, un pedazo de salame y
algunas botellas llenas. Hicieron un semicírculo en torno del muerto, y
entonces Churrinche propuso que rezasen todos juntos el Padre Nuestro.
Había conseguido, con un sorprendente esfuerzo de memoria, recordar la
oración casi completa. Los demás asintieron sin mucha convicción. No
les parecía tarea fácil. El Negro Flequillo conocía diversos himnos a
Oxum y Oxalá (Divinidades del candomblé) pero.su
cultura religiosa no iba mucho más lejos. Ventarrón no rezaba desde
hacía unos treinta años. El Cabo Martim consideraba a las oraciones y
las iglesias como flaquezas poco acordes con la vida militar. Pero aun
así, lo intentaron. Churrinche inició la oración y los otros respondían
como podían. Por último, Churrinche, que se había puesto de rodillas y
bajado la cabeza, contrito, se irritó:
-Sarta de burros…
-Falta de entrenamiento… -dijo el Cabo.
-Pero algo es algo. Mañana, el padre hace el resto.
Quincas parecía indiferente a los rezos, debía de sentir calor,
enfundado en aquella ropa calurosa. El Negro Flequillo examinó al
amigo, tenían que hacer algo por él, ya que la oración no había dado
resultado. ¿Tal vez entonar un cántico de candomblé? Algo debían hacer.
Le dijo a Ventarrón:
-¿Dónde está el sapo? Dáselo.
-No es sapo, es rana. Pero ahora ¿para qué le sirve?
-Tal vez le guste.
Ventarrón tomó delicadamente a la ranita y la colocó en las manos
cruzadas de Quincas. El animal saltó y se escondió en el fondo del
cajón. Cuando la luz oscilante de las velas daba en su cuerpo, fulgores
verdes recorrían el cadáver.
Entre el Cabo Martim y Churrinché se reinició la discusión sobre
Quitéria Ojo Asombrado. Con la bebida, Churrinche se ponía más
combativo, levantaba la voz en defensa de sus intereses. El Negro
Flequillo protestó:
-¿No tienen verguénza de disputarse la mujer de Quincas en su
presencia? El cadáver todavía caliente, y ustedes como cuervos en la carroña.
-El único que puede decidir es él -dijo Ventarrón. Tenía esperanzas
de ser elegido por Quincas para heredar a Quitéria, su único bien.
¿Acaso no le había llevado una ranita verde, la más hermosa que había
cazado nunca?
-¡Hum! -hizo el difunto.
-¿Ven? Esa conversación no le gusta -se irritó el Negro.
-Vamos a darle un trago a él también -propuso el Cabo, deseoso de congraciarse con el muerto.
Le abrieron la boca, derramaron aguardiente. La bebida se desparramó por el saco y la camisa.
-¡También!, nunca vi a nadie beber acostado.
-Es mejor sentarlo. Así puede vernos bien.
Sentaron a Quincas en el ataúd; la cabeza se balanceaba de un lado a
otro. Con el trago de aguardiente, la sonrisa se hizo más amplia.
-Buena chaqueta… -el Cabo Martim palpaba la tela-. ¡Qué estupidez!,
ponerle ropa nueva a un difunto. Murió, se acabó, se va bajo tierra.
Ropa nueva para que se la coman los gusanos, y tanta gente necesitada
por ahí…
Sabias palabras, pensaron los otros. Le dieron un trago más a
Quincas, que meneó la cabeza; era hombre capaz de darle la razón a quien
la tenía; evidentemente estaba de acuerdo con las observaciones de
Martim.
-Se está arruinando la ropa.
-Es mejor sacarle la chaqueta, para que no se ensucie.
Quincas pareció aliviado cuando la quitaron la chaqueta negra y
pesada, abrigadísima. Pero como continuaba escupiendo el aguardiente, le
sacaron también la camisa. Churrinche miraba codiciosamente los zapatos
lustrosos, los suyos estaban hechos pedazos. ¿Para qué quiere un muerto
zapatos nuevos? ¿No es cierto, Quincas?
-Justo mi número.
El Negro Flequillo recogió del rincón del cuarto las viejas ropas del amigo; lo vistieron con ellas y volvieron a reconocerlo:
-Ahora sí que es el viejo Quincas.
Estaban contentos. Quincas también parecía más alegre, libre de
aquellas incómodas vestiduras. Sobre todo parecía estar agradecido a
Churrinche, porque los zapatos le apretaban. El vendedor ambulante
aprovechó para poner la boca en el oído de Quincas y susurrarle algo
sobre Quitéria. ¡Para qué lo habrá hecho! Bien decía el Negro Flequillo
que aquella conversación sobre la muchacha irritaba a Quincas, que se
enojó y escupió una bocanada de aguardiente en el ojo de Churrinche.
Los otros se estremecieron, amedrentados.
-Se enojó. -¿No te dije?
Ventarrón se puso los pantalones nuevos; el Cabo Martim se quedó con
la chaqueta. A la camisa, el Negro Flequillo la cambiaría, en un boliche
conocido, por una botella de aguardiente. Lamentaron la falta de
calzoncillos.
Con mucha delicadeza, Cabo Martim le dijo a Quincas:
-No es por hablar mal, pero tu familia es un poco económica. Tu yerno se olvidó de comprar calzoncillos.
-Avaros… -precisó Quincas.
-Ya que lo reconoces, debo decir que es verdad. No queremos
ofenderlos, después de todo, son tus parientes. Pero ¡qué tacañería!,
¡qué avaricia… ! la bebida por cuenta de los invitados; ¿dónde se ha
visto semejante velorio?
-Ni una flor… -concordó Flequillo.
-Parientes como ésos, prefiero no tener.
-Los hombres, unas bestias. Las mujeres, unas víboras —definió Quincas, preciso.
-Mira, padrecito: la gordita vale la pena. Tiene unas ancas que da gusto.
-Una bolsa de pedos.
-No digas eso, padrecito. Está un poco arrugada pero no es para tanto desprecio. He visto cosas peores.
-Negro burro. Ni sabe lo que es mujer bonita.
Ventarrón, sin ningún sentido de la oportunidad, dijo: -Bonita es Quitéria ¿no, viejito? ¿Qué va a hacer ella ahora? Yo hasta…
-¡Cállate la boca, desgraciado! ¿No ves que se enoja?
Pero Quincas no oía. Inclinaba la cabeza hacia el lado del Cabo
Martim, que había pretendido robarle, en aquel momento, el trago que le
correspondía en la distribución de la bebida. Casi hace caer la botella
con el cabezazo.
-Dale aguardiente al padrecito -exigía el Negro Flequillo.
-Estaba desperdiciando -explicó el Cabo.
-Él bebe como quiere. Tiene derecho.
El Cabo Martim metía el cuello de la botella en la boca abierta de Quincas.
-Calma, compañero, no lo quise ofender. Beba tranquilo. La fiesta es suya.
Habían dejado de lado la discusión sobre Quitéria. Quincas tenía cara de no admitir ni que se tocase el tema.
-¡Buen aguardiente! -elogió Churrinche.
-¡Una porquería! -rectificó Quincas, buen conocedor.
-¡También! por el precio…
La ranita había saltado al pecho de Quincas. Él la admiró un momento
y no tardó en guardarla en el bolsillo de su vieja chaqueta mugrienta.
La luna crecía sobre la ciudad y las aguas; la luna de Bahía, en su
despliegue de plata, entró por la ventana. Con ella entró el viento del
mar y apagó las velas; ya no se veía el cajón. Rasguidos de guitarra
sonaban por la ladera, una voz de mujer cantaba penas de amor. Cabo
Martim también se puso a cantar.
-A él le encanta oír una cantiga…
Cantaban los cuatro; la voz de bajo del Negro Flequillo se perdía más
allá de la ladera, hacia el mar. Bebían y cantaban. Quincas no se
perdía un trago ni una canción, le gustaban las cantigas,
Cuando estuvieron hartos de tanto cantar, Churrinche preguntó:
-¿No era esta noche la comida de Mestre Manuel?
-Era hoy. Cazuela de raya -señaló Ventarrón.
-Nadie prepara una cazuela como María Clara afirmó el Cabo.
Quincas hizo chasquear la lengua. El Negro Flequillo rió:
-Se muere de ganas de comer cazuela.
-¿Y por qué no vamos? Mestre Manuel hasta es capaz de ofenderse si faltamos.
Se miraron entre ellos. Ya estaban un poco atrasados, porque todavía
tenían que ir a buscar a las mujeres. Churrinche expuso sus dudas:
-Prometimos no dejarlo solo.
-¿Sólo? Él va con nosotros.
-Estoy con hambre-dijo el Negro Flequillo.
Consultaron a Quincas:
-¿Quieres ir?
-¿Acaso estoy inválido, para quedarme aquí?
Tomaron un trago más, para vaciar la botella. Pusieron de pie a Quincas. El Negro Flequillo comentó:
-Está tan borracho que no puede estar parado. Con la edad está perdiendo el aguante para el aguardiente. Vamos, padrecito.
Churrinche y Ventarrón salieron adelante..
Quincas, encantado de la vida, con paso de danza, iba entre el
Negro Flequillo y Cabo Martim, del brazo de ambos.
XI
Por lo que se veía, sería una noche memorable, inolvidable. Quincas
Berro Dágua estaba en uno de sus mejores días. Un entusiasmo inusual se
había apoderado del grupo, se sentían dueños de aquella noche
fantástica, con la luna llena envolviendo el misterio de la ciudad de
Bahía. En la ladera del Pelourinho, las parejas se refugiaban en los
portales centenarios, los gatos maullaban en los tejados, las guitarras
gemían serenatas. Era una noche de encantamiento; a lo lejos resonaban
redobles de atabaques (tambores) el Pelourinho parecía un escenario
fantasmagórico.
Quincas Berro Dágua, divertidísimo, intentaba hacerles zancadillas
al Cabo y al Negro, les sacaba la lengua a los transeúntes; asomó la
cabeza por una puerta para espiar, malicioso, a una pareja de
enamorados; pretendía, a cada momento, acostarse en la calle. La prisa
había abandonado a los cinco amigos, era como si el tiempo les
perteneciese por entero, como si estuvieran más allá del calendario y la
noche mágica de Bahía debiese prolongarse por lo menos una semana.
Porque, según afirmaba el Negro Flequillo, el cumpleaños de Quincas
Berro Dágua no podía ser festejado en el corto plazo de algunas horas.
No negó Quincas que fuese su cumpleaños, aunque los otros no recordasen
haberlo festejado en años anteriores. Habían festejado, eso sí, los
múltiples noviazgos de Churrinche, los cumpleaños de Quitéria y de María
Clara, y cierta vez, el descubrimiento científico realizado por uno de
los clientes de Ventarrón. En la alegría del triunfo, el científico
había puesto en la mano de su “humilde colaborador” un billete de
quinientos cruceiros. Pero el cumpleaños de Quincas era la primera vez
que lo festejaban, y debían hacerlo convenientemente. Iban por la ladera
del Pelourinho, rumbo a la casa de Quitéria.
Cosa rara: no había el barullo habitual de los bares y las casas de
mujeres de San Miguel. Todo era diferente aquella noche. ¿Habría habido
una batida inesperada de la policía, con clausura de burdeles y bares?
¿Los inspectores se habrían llevado a Quitéria, Doralice, Carmela,
Ernestina, la gorda Margarida? ¿No irían a caer ellos mismos en una
celada? El Cabo Martim asumió el comando de las operaciones.
Churrinche fue a echar un vistazo.
-Tienes que explorar el terreno -aclaró el Cabo. Se sentaron en los
escalones de la Iglesia del Largo. Todavía quedaba algo en la botella.
Quincas se acostó en el suelo, miraba el cielo, sonreía bajo la luna.
Churrinche volvió acompañado por un grupo bullicioso, que daba vivas
y hurras. Al frente del grupo se destacaba la figura majestuosa de
Quitéria Ojo Asombrado, completamente vestida de negro, una mantilla en
la cabeza, viuda inconsolable, sostenida por dos mujeres.
-¿Dónde está? ¿Dónde está Quincas? -gritaba, exaltada.
Churrinche se adelantó, subió a lo alto de la escalinata -parecía un orador de comicio, con su gastado frac- y explicó:
-Había corrido la noticia de que Berro Dágua había había estirado la
pata, estabámos todos de luto. -Quincas y sus amigos rieron. -Pero él
está aquí, compañeros, y además es su cumpleaños; estamos festejando,
hay cazuela de raya en el barco de Mestre Manuel.
Quitéria Ojo Asombrado se liberó de los brazos solícitos de Doralice
y la gorda Margó, e intentó precipitarse en dirección de Quincas, que
ya se había sentado junto al Negro Flequillo en uno de los escalones de
la Iglesia. Pero, debido sin duda a la emoción de aquel momento
supremo, Quitéria se tambaleó y cayó sentada en las piedras.
Inmediatamente la levantaron y la ayudaron a aproximarse:
-¡Bandido! ¡Sinvergüenza! ¡Desgraciado! ¿Cómo se te ocurrió hacer creer que estabas muerto, darme semejante susto?
Se sentó al lado de Quincas que sonreía, le tomó la mano y la colocó
sobre su seno ampuloso, para que él sintiese el palpitar de su afligido
corazón:
-Casi me muero con la noticia, y tú de farra, desgraciado. ¿Quién te
aguanta Berrito?, demonio de hombre, siempre inventando alguna cosa. No
tienes compostura, Berrito, acabarás por matarme…
El grupo conversaba entre risas; en los bares recomenzaba el
barullo, la vida volvía a la ladera de San Miguel. Se pusieron en marcha
hacia la casa de Quitéria. Ella estaba hermosa, vestida de negro; jamás
la habían deseado tanto.
Mientras atravesaban la ladera de San Miguel, rumbo al prostíbulo,
eran objeto de agasajos diversos. En el bar “Flor de San Miguel”, el
alemán Hansen ofreció una vuelta de aguardiente. Más adelante, el
francés Verger distribuyó amuletos africanos entre las mujeres y explicó
que no podía acompañarlos porque todavía debía cumplir con ciertas
obligaciones religiosas aquella noche. Las puertas de los burdeles
volvieron a abrirse y las mujeres salieron a las ventanas y a las
veredas. Por donde pasaban, se oían vivas a Quincas, todo el mundo lo
saludaba. Él agradecía con inclinaciones de cabeza, como un rey de
vuelta a su reino. En casa de Quitéria todo era luto y tristeza. En el
dormitorio, sobre la cómoda, al lado de una imagen del Señor de Bonfim y
de una estatuita de barro del Caboclo Aroeira (mestizo de blanco con
indio), guía
espiritual de Quitéria, resplandecía un retrato de Quincas recortado
de un periódico –de una serie de reportajes de Giovanni Guimaraes sobre
“el submundo de la vida bahiana”-entre dos velas encendidas, y adornado
con una rosa roja.
Doralice, compañera de casa, se apresuró a abrir una botella y servir
el contenido en copas azules. Quitéria apagó las velas. Quincas se
recostó en la cama, los demás se dirigieron al comedor. Poco después
entraba Quitéria:
-El muy desgraciado se ha dormido.
-Tiene una curda fenomenal… -aclaró Ventarrón.
-Hay que dejarlo dormir un poquito -aconsejó el Negro Flequillo-. Hoy está imposible. ¡También!, tiene derecho.
Pero se les hacía tarde para la cazuela de Mestre Manuel, y poco después tuvieron que despertar a Quincas.
Quitéria, la negra Carmela y la gorda Margarida serían de la partida.
Doralice no aceptó la invitación; acababa de recibir un recado del
doctor Carmino: acudiría a la casa esa noche. Y el doctor Carmino, como
ellos muy bien sabían, pagaba por mes, era una garantía. No podía
ofenderlo.
Bajaron por la Ladera, de prisa. Quincas casi corría, tropezaba en
las piedras, arrastrando a Quitéria y al Negro Flequillo, con los cuales
iba abrazado. Esperaban llegar antes de que el pesquero hubiese salido.
Sin embargo, hicieron un alto en el camino, en el bar de Cazuza,
viejo amigo. Bar de mala clientela, no había noche en que no se armase
lío. Un grupo de fumadores de marihuana paraba allí todos los días.
Pero Cazuza era amable, siempre fiaba unos tragos, a veces hasta una
botella. Y como no podían llegar al pesquero con las manos vacías,
resolvieron tratar de convencer a Cazuza para que les diese unos tres
litros de aguardiente. Mientras el Cabo Martim, diplomático
irresistible, cuchicheaba en el mostrador con el propietario del bar,
que estaba estupefacto al ver a Quincas Berro Dágua en excelente estado
físico, los demás se sentaron para comer unos bocaditos y tomar un
aperitivo, todo por cuenta de la casa y en homenaje al que cumplía años.
El bar estaba lleno: una muchachada taciturna, marineros alegres,
mujeres en la última miseria, choferes de camión que salían para la
Feria de Santana aquella misma noche…
La pelea fue inesperada y bella.
Realmente, parece que el responsable fue Quincas. Se había sentado
con la cabeza reclinada en el pecho de Quitéria, las piernas
estiradas. Según consta, uno de los muchachos, al pasar, tropezó en las
piernas de Quincas, estuvo a punto de caer y protestó de mala manera.
Al Negro Flequillo no le gustó el aspecto del marihuanero. Esa noche,
Quincas tenía todos los derechos, incluso el de estirar las piernas
como le diese la gana. Y lo dijo. Como el muchacho no reaccionó, no
sucedió nada. Pero minutos después, otro, del mismo grupo de
marihuaneros, también quiso pasar. Le pidió a Quincas que apartase las
piernas. Quincas hizo como que no oía. Entonces, el flaquito lo empujó,
diciendo palabrotas. Quincas le dio un cabezazo, y se armó la gresca.
El Negro Flequillo agarró al muchacho, como era su costumbre, lo
levantó en vilo y lo arrojó sobre otra mesa. Los compañeros de marihuana
se pusieron hechos unas fieras, y avanzaron. De allí en adelante, es
imposible relatar los hechos. De vez en cuando se alcanzaba a divisar,
encima de una silla, a Quitéria la bella, botella en mano, haciendo
molinetes con el brazo.
El Cabo Martim asumió el comando.
Cuando terminó la refriega, con la total victoria de los amigos de
Quincas, a quienes se aliaran los choferes, Ventarrón tenía un ojo
negro y el frac de Churrinche lucía, perjuicio importante, uno de los
faldones rasgado. Quincas estaba tendido en el piso; había recibido
algunos golpes y había dado con la cabeza en una baldosa. Los
marihuaneros habían huido. Quitéria, inclinada sobre Quincas, intentaba
reanimarlo. Cazuza contemplaba filosóficamente el bar patas arriba, las
mesas tumbadas, los vasos rotos. Estaba acostumbrado, la noticia
aumentaría la fama y los clientes de la casa. Además, a él mismo no le
disgustaba una buena pelea.
Para reanimar a Quincas fue preciso darle un trago. Seguía bebiendo
de un modo extraño: escupiendo parte del aguardiente, un desperdicio. Si
no fuese porque era el día de su cumpleaños, el Cabo Martim le habría
llamado delicadamente la atención.
Se dirigieron al muelle.
Mestre Manuel ya no los esperaba, a aquellas horas.
Estaban terminando de comer allí mismo en la rampa, no iba a salir al
mar cuando los únicos comensales eran marineros. En el fondo, él nunca
había creído en la notícia de la muerte de Quincas, de modo que no se
sorprendió al verlo llegar, del brazo de Quitéria.
El viejo marinero no podía haber fallecido en tierra, en una cama.
-Hay cazuela para todo el mundo…
Izaron las velas del barquito, empujaron la enorme piedra que servía
de ancla. La luna hizo del mar un camino de plata; al fondo, se
recortaba contra la montaña la negra silueta de la ciudad de Bahía. El
barquito empezó a apartarse de la costa. La voz de María Clara entonó
una canción de marineros:
“En el fondo del mar te hallé
toda vestida de conchas”.
Se instalaron alrededor de la humeante cazuela. Los platos de barro
se llenaban. Perfumada la cazuela de raya, olorosa a pimienta y aceite
de dendé. Circulaba la botella de aguardiente. El Cabo Martim no perdía
jamás la perspectiva y la clara visión de las necesidades del momento.
Aun comandando la pelea, había conseguido escamotear unas botellas y
esconderlas bajo los vestidos de las mujeres. Sólo Quincas y Quitéria
no comían. En la popa del barco, recostados, escuchaban la canción de
María Clara. La bella de los ojos asombrados murmuraba palabras de amor
al oído del viejo marinero.
-¿Por qué me hiciste asustar, Berrito sinverguénza?
Sabes que tengo el corazón débil, el médico recomendó que no tenga
disgustos. ¡Se te ocurre cada cosa! ¿Cómo podría vivir sin ti, que
tienes trato con el diablo? Estoy acostumbrada a ti, a tus locuras, a
tu vejez sabia, tu viveza tan ingenua, tu aire bondadoso. ¿Por qué me
hiciste eso hoy? -y le acariciaba la cabeza herida en la pelea, le
besaba los ojos llenos de malicia.
Quincas no respondía, aspiraba el aire del mar, una de sus manos
rozaba el agua, abriendo un surco en las olas. Todo era tranquilidad en
el comienzo de la fiesta: la voz de María Clara, el sabor de la cazuela,
la brisa cada vez más fuerte, la luna en el cielo, el susurro de
Quitéria. Pero nubes inesperadas llegaron del sur, devorando la luna
llena. Las estrellas comenzaron a apagarse y el viento se fue tornando
frío y peligroso.
Maestre Manuel avisó:
-Va a ser noche de temporal. Es mejor volver.
El pescador pensó llevar el velero hasta el muelle antes de que se
desencadenase la tormenta. Pero la conversación era agradable, amable
el aguardiente; todavía quedaba mucha cazuela en la marmita de barro,
flotando en la dorada salsa de aceite de dendé, y la voz de María Clara
provocaba una tristeza, un deseo de demorarse en el mar. Además, ¿cómo
interrumpir el idilio de Quincas y Quitéria en aquella noche de fiesta?
Fue así que el temporal, el silbido del viento, las aguas encrespadas, los alcanzaron en pleno viaje.
Las luces de Bahía brillaban a la distancia, un rayo rasgó la oscuridad.
Empezó a llover.
Fumando su pipa, Mestre Manuel iba al timón.
Nadie sabe cómo Quincas se puso de pie, apoyado en la vela menor.
Quitéria no, sacaba los ojos apasionados de la figura del viejo
marinero, que sonreía ante las olas que barrían la cubierta, ante los
rayos que iluminaban la negrura de la noche.
Mujeres y hombres se aferraban a las cuerdas, se agarraban a los
bordes del velero, el viento zumbaba, la pequeña embarcación amenazaba
zozobrar a cada momento. La voz de Marfa Clara había cesado: ella estaba
junto a Mestre Manuel, su hombre, en la rueda del timón. Olas violentas
barrían el barco, el viento amenazaba rasgar las velas.
Sólo se percibían la luz de la pipa de Mestre Manuel y la figura de
Quincas, de pie, cercado por la tempestad, impasible y majestuoso.
El velero se aproximaba lenta y dificultosamente a las aguas mansas de la bahía. Un poco más y la fiesta volvería a empezar…
Fue entonces que cinco rayos se sucedieron en el cielo, el trueno
retumbó con un estruendo de fin del mundo, una ola gigante levantó al
velero. Se escaparon gritos de las bocas de las mujeres y los hombres.
La gorda Margarida exclamó:
-¡Dios nos ayude!
En medio del ruido, del mar enfurecido, del velero en peligro, a la
luz de los rayos vieron a Quincas arrojarse al mar y oyeron sus últimas
palabras.
El barquito entraba en las aguas calmas de la bahía, pero Quincas
había quedado en la tempestad, envuelto en mortaja de olas y espuma, por
su propia voluntad.
XII
No hubo manera de conseguir que la funeraria recibiese de vuelta el
ataúd, ni por la mitad del precio. Tuvieron que pagar, pero Vanda
aprovechó las velas que sobraron. El cajón está hasta el día de hoy en
el almacén de Eduardo, que aún espera venderlo para algún entierro de
segunda mano.
En cuanto a la frase póstuma, las versiones que corren son diversas.
Pero ¿quién podría oír bien en medio de semejante temporal? Según un
trovador del Mercado, las cosas ocurrieron así:
“Pero.en plena confusión se oyó a Quincas decir:
- "Me entierro como yo quiero y en la hora que resuelvo. Pueden
guardar su cajón para mejor ocasión, que no me dejo enterrar en
sepultura de tierra’. Y fue imposible escuchar el resto de su oración."
Jorge Amado (Itabuna, 10 de agosto de 1912 - Salvador de Bahía, 6 de agosto de 2001). Escritor brasileño.
Nació en la Hacienda de Auricídia, en el municipio de Itabuna, al sur del estado de Bahía. Su padre era dueño de la hacienda. Cuando tenía un año su familia se estableció en la población de Ilhéus, en el litoral de Bahía, donde Jorge pasó su infancia. Hizo los estudios secundarios en la ciudad de Salvador,
capital del estado. En este periodo comenzó a trabajar en periódicos y a
participar de la vida literaria y fue uno de los fundadores de la
llamada Academia de los Rebeldes.
Jorge publicó su primera novela, llamada El País del Carnaval, en 1931,
a los 18 años. Se casó con Matilde García Rosa dos años después, y con
ella tuvo una hija, Lila, que nació en 1933, año en que publicó su
segunda novela, Cacao.
Se graduó en la Faculdad Nacional de Derecho en Río de Janeiro en 1935. Militante comunista, fue obligado a exiliarse en Argentina y Uruguay entre los años de 1941 y 1942, período en que hizo un viaje por América Latina. Al regresar a Brasil se separó de Matilde García Rosa.
En 1945 fue electo miembro de la Asamblea Nacional Constituyente por
el Partido Comunista Brasileño (PCB), siendo el diputado más votado del estado de São Paulo.
Como diputado fue autor de la ley que asegura la libertad de culto
religioso. En este mismo año se casa con la también escritora Zélia
Gattai.
En 1947,
año en que nació João Jorge, su primer hijo con Zélia, el partido fue
declarado ilegal y sus miembros fueron perseguidos y apresados. Jorge
tuvo que exiliarse en Francia, donde se quedó hasta 1950. Su primera hija, Lila, murió en 1949. Entre 1950 y 1952 Amado residió en Checoslovaquia, donde nació su hija Paloma.
Al volver a Brasil, en 1955, Jorge Amado se distanció de la
militancia política, pero sin dejar el Partido Comunista. Se dedicó
desde entonces integralmente a la literatura. Fue electo el 6 de abril de 1961 a la Academia Brasileña de Letras. Recibió el título de Doctor Honoris Causa por diversas universidades. También recibió el título de Obá de Xangô en la religión Candomblé.
Su obra ha sido adaptada al cine, al teatro y a la televisión, y también ha sido tema de varios trabajos de escuelas de samba en el Carnaval brasileño. Sus libros están traducidos a 49 idiomas y publicados en 55 países. Existen también publicaciones en Braille y cintas de audio grabadas para ciegos.
En 1987 se inauguró en el Largo do Pelourinho, en la ciudad de Salvador de Bahía, la Fundación Casa de Jorge Amado,
que abriga y preserva su acervo para investigadores. La fundación
también ayuda el desarrollo de actividades culturales en el estado de
Bahía.
Jorge Amado murió en la ciudad de Salvador el 6 de agosto de 2001. Fue cremado y sus cenizas fueron enterradas en el jardín de su casa el día 10 de agosto, cuando cumpliría 89 años.
Premios y distinciones.
La obra literaria de Jorge Amado recibió diversos premios brasileños y extranjeros, sobresaliendo:
- Premio Stalin de Paz (Unión Soviética, 1951)
- Premio Jabuti, 1959
- Latinidad (Francia, 1971)
- Nonino (Italia, 1982)
- Dimitrov (Bulgaria, 1989)
- Pablo Neruda (Rusia, 1989)
- Premio Etruria de Literatura (Italia, 1989)
- Cino del Duca (Francia, 1990)
- Mediterráneo (Italia, 1990)
- Premio Luís de Camões (Brasil-Portugal, 1995)
- Ministério da Cultura (Brasil, 1997)
Recibió los títulos de Comendador y Grande Oficial de las órdenes de Argentina, Chile, España, Francia, Portugal y Venezuela. Recibió también títulos de Doctor Honoris Causa
de universidades de Brasil, Portugal, Italia, Israel y Francia. El
título francés fue el último que recibió personalmente, en 1998, cuando
ya estaba enfermo. Obra. Novelas. El país del Carnaval, 1931. Cacao, 1933. Sudor, 1934. Jubiabá, 1935. Mar Muerto, 1936. Capitanes de la arena 1937. Tierras del sin fin, 1943. San Jorge de los Ilheus, 1944. Seara roja, 1946. Los subterráneos de la libertad (3 volúmenes, 1954). Gabriela, clavo y canela, 1958. Los viejos marineros o El capitán de Ultramar, 1961. Los pastores de la noche, 1964. Doña Flor y sus dos maridos, 1966. Tienda de los milagros, 1969. Teresa Batista cansada de guerra, 1972.Tieta de Agreste, 1977. Uniforme, frac y camisón de dormir, 1979. Tocaia grande, 1984. La desaparición de la santa, 1988. De cómo los turcos descubrieron América, 1994. Relatos. La muerte y la muerte de Quincas Berro Dágua, 1961. Del reciente milagro de los pájaros, 1979. Libros para niños. El Gato Mallado y la golondrina Siñá, 1976. La pelota y el arquero, 1984. Biografia. El ABC de Castro Alves, 1941. El Caballero de la esperanza (biografía de Luís Carlos Prestes), 1942. Memorias. El niño grapiuna, 1982. Navegación de cabotaje, 19921.
Semblanza biográfica:Wikipedia.Texto: estoespurocuento.wordpress.com. Foto: Internet