El escritor israelí regresa en Entre amigos, un volumen de ocho relatos, a la vida en los kibutz de los años 50, donde la utopía del sionismo socialista arrinconaba la libertad individual. Fundador del movimiento Paz ahora en los 70, Oz reclama coraje a los políticos para terminar con el conflicto entre Israel y Palestina
Amos Oz. /Santi Cogolludo./elcultural.es |
Después
de casi tres décadas viviendo Arad, una ciudad de poco más de 20.000
habitantes enclavada en el desierto del Néguev, Amos Oz (Jerusalén,
1939) ha decidido instalarse definitivamente en Tel Aviv. "Es tiempo de
volver a estar cerca de los hijos", explica a El Cultural por teléfono,
desde su casa en la ciudad portuaria al norte de Israel. Al escritor le
gustaba madrugar (mucho: a las cinco de la madrugada, arriba) y
adentrarse cuando todo el mundo dormía en los páramos de pizarra que
rodean Arad. "El silencio del desierto no es comparable a ningún otro silencio, porque es absoluto".
Una inmejorable atmósfera para un contador de historias, que necesita
concentrarse para descender a los confines de su memoria (Oz ha tirado
más de ésta que de la imaginación a la hora de alzar su obra). Aunque
también ha debido soportar el rigor de un clima extremo, con
temperaturas cercanas a 50 grados y "temporales de viento en los que
parecía que el desierto iba a terminar comiéndose la ciudad".
A Amos Oz le resultó muy duro asentarse en Arad. Fue por una especie de imposición del destino. No le quedó otra opción: su hijo padecía asma y los médicos le aconsejaron parajes más secos. Lo que más le dolió fue dejar el kibutz de Hulda, adonde había llegado con tan sólo 15 años. "Estaba muy vinculado a aquella comunidad y nos costó muchísimo dejarla. Allí conocí a mi mujer y tuve a mis hijos. Tenía muchos amigos". Oz se refugió en este campamento productivo tras rebelarse contra los esquemas ideológicos y vitales de su familia, en particular de su padre: "No quería ser nada que fuese él: él era un erudito y yo me convertí en un conductor de tractores, él era un intelectual de derechas y yo me hice socialista, él era bajito y yo decidí ser un hombre alto...". Esta oposición frontal hacia todo lo que representaba su progenitor estalló en Amos Oz a los 12 años, al suicidarse su madre (barbitúricos), a quien dedicó un conmovedor recuerdo en Una historia de amor y oscuridad.
Ahora ha querido regresar a aquel espacio donde se hizo un hombre cargado de dudas y de empeños. Lo ha hecho a través de la escritura de Entre amigos, un libro formado por ocho relatos tan enlazados entre sí que parecen una novela: todas las historias transcurren en el kibutz Yikhat (nombre ficticio), los mismos personajes circulan de unas a otras, con mayor o menor protagonismo, y la narración sigue un orden cronológico: "La idea era aprovechar lo mejor de ambos géneros y fundirlos en un libro, que yo llamaría una novela de cuentos". Oz dice que sentía la necesidad de asomarse de nuevo a ese mundo, "con la perspectivas de todos las décadas que han pasado desde entonces". Desde la atalaya de sus 74 años aprecia mejor los claroscuros de la utopía que inspiró el levantamiento de los kibutzs, regidos por una peculiar combinación de ideales tomados del Talmud y de textos marxistas (el sionismo socialista). "Para los fundadores esa mezcla era viable. Yo no lo creo".
No es la única crítica que Amos Oz hace a aquel experimento que pretendía consolidar una sociedad igualitaria y autosuficiente en la tierra prometida. "Los kibutzs nacieron con unas pretensiones demasiado ambiciosas y por tanto demasiado ingenuas. Querían abolir la envidia, la codicia, las maledicencias, la egolatría... Nada menos. Pero la condición humana no cambia a través de las generaciones. Nunca cambiará, es algo que debemos aceptar". Aquellos campamentos estaban regidos por una profusa y estricta reglamentación. Sus miembros tenían muy limitada su libertad en aras de salvaguardar la igualdad. Un comité encarrilaba la vida de sus habitantes de acuerdo a criterios que privilegiaban a la colectividad sobre los deseos del individuo. Por ejemplo, les marcaban los estudios que debían cursar. "Recuerdo cuando yo revelé mi intención de ser escritor. No puede imaginarse el lío que se organizó, los debates que hubo para decidir si era lo apropiado o no... Al final acordaron que me podía reservar un día a la semana para dedicarlo íntegramente a la escritura".
Da grima escuchar anécdotas así. Pero Entre amigos está plagada de ellas: padres que no pueden acercarse a sus hijos porque teóricamente pertenecen a la comunidad; la endogamia de un grupo humano en el que la vida del vecino se conoce tan a fondo como la propia ("No había policía, no hacía falta: bastaban los cotillas"); la claustrofobia de los jóvenes que deben renunciar a la llamada de la aventura, vetada más allá del perímetro del campamento; mujeres enclaustradas en labores domésticas mientras sus maridos bracean en los campos...
- ¿Considera hoy, pasado el tiempo, los kibutz un fracaso?
- No lo son porque han sabido evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos. Yo vuelvo con frecuencia a mi kibutz y tiene poco que ver con el que describo en Entre amigos. Ahora son mucho más tolerantes y flexibles. Y, por suerte, ya no buscan mejorar la condición humana.
- Una de las paradojas más llamativas que evidencia el libro es la profunda soledad que padecen sus personajes, acentuada por el hecho de vivir en una sociedad que ensalza lo colectivo.
- Las utopías están llenas de paradojas. Un kibutz es un lugar donde supuestamente cada persona es miembro de una gran familia. En ese contexto la soledad puede resultar mucho más extrema. Igual sucede con la igualdad. El hecho de que no haya mujeres pobres y ricas hace que la diferencia entre mujeres que son atractivas y las que no lo son resulta todavía mucho más dolorosa. Un comité no puede solucionar esas diferencias.
- ¿En qué medida un kibutz es un microcosmos que representa a todo el Estado de Israel?
- Esa pregunta habría que hacérsela a un sociólogo. Yo no lo soy. Lo que he hecho ha sido escribir ocho historias sobre las cosas esenciales y eternas: la soledad, la muerte, la tristeza, la desesperación, el amor, el deseo...
Los israelíes asentados en kibutzs no representan hoy más que un 3% de la población del Estado. Pero juegan todavía un papel crucial en la producción agrícola del país. En su interior coinciden descendientes de rusos, italianos, españoles, polacos, ucranianos, que en su día, de vuelta tras la diáspora, tuvieron que echar mano del hebreo para poder entenderse los unos a los otros. Tuvieron que rescatar una lengua que había quedado relegada a las ceremonias religiosas y tratados morales para comprar el pan, flirtear, debatir en las asambleas... Entre amigos sumerge al lector en un ambiente claustrofóbico y opresivo en el que la violencia va incubando sus larvas. Y así una rencilla vecinal de poca monta puede desencadenarla con las más funestas consecuencias.
El libro de Oz evidencia en toda su crudeza las dificultades laberínticas que entraña la convivencia. Es decir, que un grupo humano comparta espacio y tiempo. Y lo haga sin acabar tirándose los trastos a la cabeza. En Palestina ese objetivo está muy lejos de ser una realidad. Y al autor de Mi querido Mijael, pionero en la fundación del movimiento Paz Ahora en 1978, le crispa la inoperancia de los responsables políticos a uno y otro lado de los muros de hormigón y el alambre de espino: "No hay otra alternativa más que la creación de dos Estados. La mayoría de israelíes y palestinos espera una amputación. Es algo doloroso pero lo tienen asumido. Lo que sucede es que los doctores no terminan de atreverse. Necesitamos líderes valientes para salir del atolladero pero no los tenemos".
-Esa incisión quirúrgica de la que habla sería especialmente delicada en Jerusalén. Quizá podría dejarse la ciudad bajo un estatus específico (tal vez controlada por la ONU) y que Ramala fuese la capital de Palestina y Tel Aviv la de Israel.
- No quiero parecer un profeta. En Israel es además muy complicado serlo: hay una gran competencia. Pero llegará el día en que existan una embajada palestina en Israel y otra israelí en Palestina. Y estarán a una distancia que podrá recorrerse tranquilamente a pie, porque la capital de Israel estará y en Jerusalén oeste y la de Palestina, en Jerusalén este. El plazo en que algo así se materialice puede ser largo para un hombre pero muy corto para la Historia.
Ojalá.
A Amos Oz le resultó muy duro asentarse en Arad. Fue por una especie de imposición del destino. No le quedó otra opción: su hijo padecía asma y los médicos le aconsejaron parajes más secos. Lo que más le dolió fue dejar el kibutz de Hulda, adonde había llegado con tan sólo 15 años. "Estaba muy vinculado a aquella comunidad y nos costó muchísimo dejarla. Allí conocí a mi mujer y tuve a mis hijos. Tenía muchos amigos". Oz se refugió en este campamento productivo tras rebelarse contra los esquemas ideológicos y vitales de su familia, en particular de su padre: "No quería ser nada que fuese él: él era un erudito y yo me convertí en un conductor de tractores, él era un intelectual de derechas y yo me hice socialista, él era bajito y yo decidí ser un hombre alto...". Esta oposición frontal hacia todo lo que representaba su progenitor estalló en Amos Oz a los 12 años, al suicidarse su madre (barbitúricos), a quien dedicó un conmovedor recuerdo en Una historia de amor y oscuridad.
Ahora ha querido regresar a aquel espacio donde se hizo un hombre cargado de dudas y de empeños. Lo ha hecho a través de la escritura de Entre amigos, un libro formado por ocho relatos tan enlazados entre sí que parecen una novela: todas las historias transcurren en el kibutz Yikhat (nombre ficticio), los mismos personajes circulan de unas a otras, con mayor o menor protagonismo, y la narración sigue un orden cronológico: "La idea era aprovechar lo mejor de ambos géneros y fundirlos en un libro, que yo llamaría una novela de cuentos". Oz dice que sentía la necesidad de asomarse de nuevo a ese mundo, "con la perspectivas de todos las décadas que han pasado desde entonces". Desde la atalaya de sus 74 años aprecia mejor los claroscuros de la utopía que inspiró el levantamiento de los kibutzs, regidos por una peculiar combinación de ideales tomados del Talmud y de textos marxistas (el sionismo socialista). "Para los fundadores esa mezcla era viable. Yo no lo creo".
No es la única crítica que Amos Oz hace a aquel experimento que pretendía consolidar una sociedad igualitaria y autosuficiente en la tierra prometida. "Los kibutzs nacieron con unas pretensiones demasiado ambiciosas y por tanto demasiado ingenuas. Querían abolir la envidia, la codicia, las maledicencias, la egolatría... Nada menos. Pero la condición humana no cambia a través de las generaciones. Nunca cambiará, es algo que debemos aceptar". Aquellos campamentos estaban regidos por una profusa y estricta reglamentación. Sus miembros tenían muy limitada su libertad en aras de salvaguardar la igualdad. Un comité encarrilaba la vida de sus habitantes de acuerdo a criterios que privilegiaban a la colectividad sobre los deseos del individuo. Por ejemplo, les marcaban los estudios que debían cursar. "Recuerdo cuando yo revelé mi intención de ser escritor. No puede imaginarse el lío que se organizó, los debates que hubo para decidir si era lo apropiado o no... Al final acordaron que me podía reservar un día a la semana para dedicarlo íntegramente a la escritura".
Da grima escuchar anécdotas así. Pero Entre amigos está plagada de ellas: padres que no pueden acercarse a sus hijos porque teóricamente pertenecen a la comunidad; la endogamia de un grupo humano en el que la vida del vecino se conoce tan a fondo como la propia ("No había policía, no hacía falta: bastaban los cotillas"); la claustrofobia de los jóvenes que deben renunciar a la llamada de la aventura, vetada más allá del perímetro del campamento; mujeres enclaustradas en labores domésticas mientras sus maridos bracean en los campos...
- ¿Considera hoy, pasado el tiempo, los kibutz un fracaso?
- No lo son porque han sabido evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos. Yo vuelvo con frecuencia a mi kibutz y tiene poco que ver con el que describo en Entre amigos. Ahora son mucho más tolerantes y flexibles. Y, por suerte, ya no buscan mejorar la condición humana.
- Una de las paradojas más llamativas que evidencia el libro es la profunda soledad que padecen sus personajes, acentuada por el hecho de vivir en una sociedad que ensalza lo colectivo.
- Las utopías están llenas de paradojas. Un kibutz es un lugar donde supuestamente cada persona es miembro de una gran familia. En ese contexto la soledad puede resultar mucho más extrema. Igual sucede con la igualdad. El hecho de que no haya mujeres pobres y ricas hace que la diferencia entre mujeres que son atractivas y las que no lo son resulta todavía mucho más dolorosa. Un comité no puede solucionar esas diferencias.
- ¿En qué medida un kibutz es un microcosmos que representa a todo el Estado de Israel?
- Esa pregunta habría que hacérsela a un sociólogo. Yo no lo soy. Lo que he hecho ha sido escribir ocho historias sobre las cosas esenciales y eternas: la soledad, la muerte, la tristeza, la desesperación, el amor, el deseo...
Los israelíes asentados en kibutzs no representan hoy más que un 3% de la población del Estado. Pero juegan todavía un papel crucial en la producción agrícola del país. En su interior coinciden descendientes de rusos, italianos, españoles, polacos, ucranianos, que en su día, de vuelta tras la diáspora, tuvieron que echar mano del hebreo para poder entenderse los unos a los otros. Tuvieron que rescatar una lengua que había quedado relegada a las ceremonias religiosas y tratados morales para comprar el pan, flirtear, debatir en las asambleas... Entre amigos sumerge al lector en un ambiente claustrofóbico y opresivo en el que la violencia va incubando sus larvas. Y así una rencilla vecinal de poca monta puede desencadenarla con las más funestas consecuencias.
El libro de Oz evidencia en toda su crudeza las dificultades laberínticas que entraña la convivencia. Es decir, que un grupo humano comparta espacio y tiempo. Y lo haga sin acabar tirándose los trastos a la cabeza. En Palestina ese objetivo está muy lejos de ser una realidad. Y al autor de Mi querido Mijael, pionero en la fundación del movimiento Paz Ahora en 1978, le crispa la inoperancia de los responsables políticos a uno y otro lado de los muros de hormigón y el alambre de espino: "No hay otra alternativa más que la creación de dos Estados. La mayoría de israelíes y palestinos espera una amputación. Es algo doloroso pero lo tienen asumido. Lo que sucede es que los doctores no terminan de atreverse. Necesitamos líderes valientes para salir del atolladero pero no los tenemos".
-Esa incisión quirúrgica de la que habla sería especialmente delicada en Jerusalén. Quizá podría dejarse la ciudad bajo un estatus específico (tal vez controlada por la ONU) y que Ramala fuese la capital de Palestina y Tel Aviv la de Israel.
- No quiero parecer un profeta. En Israel es además muy complicado serlo: hay una gran competencia. Pero llegará el día en que existan una embajada palestina en Israel y otra israelí en Palestina. Y estarán a una distancia que podrá recorrerse tranquilamente a pie, porque la capital de Israel estará y en Jerusalén oeste y la de Palestina, en Jerusalén este. El plazo en que algo así se materialice puede ser largo para un hombre pero muy corto para la Historia.
Ojalá.