¿Se puede rehacer la ruina o nos
recuerda que estamos condenados a la repetición? ¿Cuál es la incidencia
del pasado? ¿Nos damos cuenta de lo que sucede? ¿Queremos verlo
realmente? Como el ángel de la historia de Walter Benjamin,
que quiere examinar la catástrofe y el mal más de cerca, pero que se ve
obligado por el viento histórico a seguir el curso de los
acontecimientos, el cambio de milenio, con la promesa de la felicidad y
el progreso tecnológico, ha devenido en desorientación, melancolía,
violencia, infelicidad y toda una serie de aspectos que muestran, como
cuenta el escritor Alejandro Hermosilla:
“un espejo que, una vez destruido, era
lógicamente imposible recomponer. Devolver a su forma original. Algo
parecido a lo que le sucede al hombre contemporáneo. Incapaz de reunir
los fragmentos de su ser dispersos alrededor de los más incógnitos
parajes y regresar al Edén” (Martillo, p. 91).
La brújula sigue apuntando hacia el
Norte, pero la sociedad ha decidido, como algo intrínseco a su
naturaleza que se ha visto acrecentado en el último siglo, que la razón
no es el camino correcto, que es mejor destruir el mapa, promover el
sinsentido. Deslocalizados, pero decididos y presentes pese a todo, los
protagonistas de El anticuario, la primera novela de Gustavo Faverón,
editada por Candaya, se sumergen en los recovecos más profundos de la
existencia humana, a la vez que intentan responder, de manera críptica y
fragmentaria, algunas de las cuestiones más pertinentes de nuestro
tiempo, como la manera en que miramos a los demás con superioridad, la
importancia de lo callado, la incidencia del pasado en la construcción
del presente, o la intensa relación entre realidad y ficción, entre vida
y literatura.
El argumento nos sitúa junto a Gustavo,
trasunto del autor, recordando que “habían pasado tres años desde la
noche en que Daniel mató a Juliana y su voz en el teléfono sonó como la
voz de otra persona” (El anticuario, p. 10). Aunque había
estado evitando la situación, finalmente Gustavo decide visitar a su
amigo en el manicomio con el pretexto de ver cómo está, aunque más tarde
el lector pueda deducir que, probablemente, lo hizo para ver qué le
quedaba de humanidad después de cometer el asesinato. Sin embargo,
contra todo pronóstico, Daniel no sólo está en una de sus épocas más
lúcidas, sino que le acaba pidiendo ayuda para que demuestre su
inocencia en un nuevo asesinato, motor de fondo de la historia y de sus
constantes desajustes con la realidad, o con lo que creemos qué es.
En esta línea, Faverón compone un puzzle
a reconstruir por el hipotético lector compuesto por el desarrollo no
lineal de la historia, lleno de idas y venidas por el drama existencial
de sus protagonistas, por un lado, y la división tripartita de los
capítulos, dedicados respectivamente a Daniel, Gustavo y El Anticuario,
una especie de archivista consciente de su fracaso, que van actuando en
la lejanía para luego confluir cada vez más intensamente en el mismo
punto, “como se enrosca una serpiente” (p. 83), por otro. Todo esto,
además, se ve incrementado por el uso de un lenguaje metafórico rico en
matices, de fraseo largo, que da rienda suelta a párrafos plagados de
reflexiones que se van perdiendo por los monólogos interiores de los
personajes en un modo muy próximo al estilo de Thomas Bernhard, cercano a la locura, el genio y la obsesión.
Abundan, como resultado, las historias en su forma más variada: de un lado, como decía Paul Auster en La invención de la soledad,
los personajes cuentan historias por el mero hecho de salvar la vida,
superar el trauma, seguir hacia delante, mientras que de otro, las
historias aparecen como posibilidad de reconocimiento, como una
narración que sólo una vez pronunciada adquiere todo su significado:
“quise confesar los motivos ante ella, quizá porque creía que no
entendería, o tal vez suponiendo que sólo ella sería capaz de
comprender” (El anticuario, p. 64). Debido a esto, aunque los
personajes aparecen inmersos en su interioridad, en aquellas cosas que,
bajo su mirada, reconfiguran el mundo en algo abyecto, opresor y
extraño, al final necesitan a la comunidad como elemento indispensable
para manifestarse. Y aquí es donde cobra especial importancia uno de los
rasgos de la novela: el paso de lo individual (lo subjetivo) a la
creación de realidades específicas (la historia).
Al principio, de hecho, muchos aparecen
solos, desamparados (“se internó en un mundo de lectores impacientes y
febriles, que consumían volúmenes angustiosos con la voracidad de
bestias multicéfalas, y existían zambullidos en archivos y catálogos
centenarios”, p. 14), pero progresivamente buscan, y encuentran, un
grupo con el que identificarse, una audiencia que escuche la historia
aunque quede horrorizada:
“Desde entonces un puente vinculaba las
dos islas de terror en que vivían, y que un día, cómo saber, quizás, uno
de ellos sería capaz de atravesarlo” (El anticuario, p. 63).
Los personajes van configurando el
devenir de los acontecimientos y se terminan reconociendo en ello como
una suerte de consciencia histórica, de una recuperación de la memoria
como una vía de resistencia primordial frente al olvido. En definitiva,
existen para luchar contra la violencia silenciada, contra lo que no
está saldado, algo que queda representado en el anonimato de Huk (uno), que recuerda la desorientación y la fatalidad de los individuos de Kafka.
Pero, ¿por qué la memoria? Aunque
Faverón ha borrado referencias concretas, los acontecimientos se
relacionan estrechamente con la realidad, con las barbaridades cometidas
durante los años activos del Sendero Luminoso en Perú y toda la violencia innecesaria que eso trajo consigo, lo que hace pensar en el ser humano como el mismísimo corazón de las tinieblas, como el verdadero productor de esos hechos por mucho que se quiera hablar en abstracto o en fórmulas impersonales:
“el acontecimiento no es lo que ocurre
(accidente), es en lo que ocurre lo expresado mismo que nos hace seña y
nos espera (…) es lo que debe ser comprendido, lo que debe ser querido,
lo que debe ser representado en lo que ocurre” (G. Deleuze, Lógica del sentido, p. 175).
Quizá por esto último una de las
búsquedas más importantes en la novela sea la de escapar, la de
comunicar de la forma más directa posible lo incomunicable, pero vital
para el futuro:
“la palabra es primigenia: con ella sentía que volvía al origen, a un principio del que no tenía memoria” (El anticuario, p. 218).
Sin embargo, si tuviéramos que añadir algo a esta lista ya larga de por sí, diríamos que El anticuario es
también una novela sobre lo que significa leer: los personajes se
sumergen en la realidad gracias a la literatura y aprenden de ella como
método de descubrimiento, como lucha contra la injusticia, lo extraño,
el mal que se desconoce: “los libros son también los que aseguran la
tradición y la continuidad” (El anticuario, p. 109).
Faverón, finalmente, abre las costuras
de la literatura y deposita las palabras en la intersección entre la
ficción, la historia y la filosofía, creando un artefacto limpio,
contundente, un diario de la amenaza que se cierne sobre nosotros. ¿Qué
es verdad? ¿Qué es mentira? Nunca lo sabremos, pero eso es, en todo
caso, el síntoma de una buena historia, aquella en la que su realidad
nos invade como un jeroglífico y nos visita, por irresoluble, una y otra
vez.