El purgatorio de no dormir se transmuta sin esfuerzo en un paraíso de lectura
El insomnio en los viajes es también un buen momento para enfrentarse a un buen libro. /elpais.com |
En algunos viajes se sobrelleva el insomnio como una maleta muy
pesada; esa maleta que se ha subido y bajado por escaleras, que se ha
recogido de cintas transportadoras, que se ha ido volviendo una roma
compañía, que se ha levantado con dificultad para depositarla en el
portaequipajes de un taxi. De una noche a otra, el insomnio se ha ido
agravando, se ha adaptado a los sucesivos tamaños mezquinos de las
habitaciones de hotel, se ha dejado adivinar en la perspectiva de un
corredor vacío y en el dibujo de la moqueta. Al abrir la puerta con la
llave magnética, en la primera ojeada a la cama y a la luz recién
encendida en las mesas de noche, el insomnio es otro huésped fantasma
que se ha adelantado para ocupar su sitio. El insomnio es una criatura
de las habitaciones de hotel como el pulpo gigante lo es de las
profundidades submarinas. La presencia exagerada del televisor enfrente
de la cama ya anuncia las deshoras inevitables frente a la pantalla
encendida. Las cortinas en la ventana están de antemano ligeramente
separadas para permitir el paso de la primera claridad del día que
advertirán los ojos extenuados de permanecer abiertos.
El insomnio en los viajes, las noches en blanco del jet lag,
son el reino de las lecturas excesivas, de las lecturas febriles, del
hartazgo y el desagrado de leer, de la lectura que se disgrega en una
somnolencia agitada que no llega a la condensación plena del sueño, en
un duermevela de palabras escritas o como murmuradas al oído por una voz
monótona. Parece que los párpados pesan y lo recién leído se desliza
muy rápido en el sinsentido. Hay que apagar rápido la luz, que encogerse
de lado en la cama extraña, que apoyar la cara contra una almohada
demasiado grande o demasiado mullida y en cualquier caso misteriosamente
refractaria al descanso.
Algunos de los grandes libros de mi vida me afectaron más porque los leí sin interrupción en las noches de insomnio
Hay que encender la luz de nuevo. Hay que mirar la hora. Hay que
elegir entre quedarse en la oscuridad con los ojos muy abiertos o
apretando los párpados y capitular del todo al insomnio. En el extremo
del cansancio es posible alcanzar una serenidad resignada, y entonces la
privación del sueño se convierte en una conquista: horas por delante de
un silencio muy limpio, en las que será posible leer sin ninguna
interrupción, oyendo si acaso, cuando se acerque el amanecer, un canto
solitario de mirlo. El purgatorio del no dormir se transmuta sin
esfuerzo en un paraíso de lectura. Algunos de los grandes libros de mi
vida me afectaron más porque los leí sin interrupción en rachas de
varias horas, en las noches sucesivas de insomnio tras el regreso de un
viaje, después de esa noche escamoteada del vuelo entre Nueva York y
Madrid, cuando a la una de la madrugada azafatas amables y despóticas
deciden que son las siete y que ha llegado la hora de cambiar de golpe
la oscuridad por una luz de clínica y de tomar un arbitrario desayuno.
Así leí Vida y destino, de Vasili Grossman, sus muchos centenares de páginas devoradas en unas cuantas noches de jet lag. En otro regreso las noches sin dormir me las consumió una meticulosa biografía de Emily Dickinson, Lives Like Loaded Guns,
de Lyndall Gordon. La concentración excesiva, la ofuscación mental de
insomnio, exageraban la claustrofobia y el miedo de los personajes de
Grossman bajo la sombra de Stalin en la misma medida en la que lo
volvían a uno más sensible a toda la virulencia de las pasiones secretas
que podían cruzarse y alimentarse entre sí en el mundo estrecho y
cerrado en el que se movía Emily Dickinson.
En sus noches de insomnio, en el cuarto cerrado del que acabó por no
salir nunca cuando había visitas, Emily Dickinson corregía de manera
incesante poemas y escribía cartas a la luz de una vela. En estas noches
mías de no dormir yo he leído sobre todo las cartas que escribía
Gustave Flaubert, también a deshoras, también en un cuarto de solterón y
solitario, muchas de ellas después de haber trabajado todo el día en la
escritura de Madame Bovary. Cartas de insomnio en el insomnio:
las de Emily Dickinson, oraculares y concisas, caben en un libro; las
de Flaubert ocupan cinco volúmenes y varios miles de páginas en la
edición de La Pléiade. De ese océano de palabras se pueden extraer
riquezas que no parece que puedan agotarlo nunca. Siruela publicó hace
unos años las cartas dirigidas a Louise Colet en una traducción de
Ignacio Malaxecheverría. En mi viaje de insomnio yo he llevado conmigo
esta vez una selección de ochocientas páginas muy tupidas de texto, muy
bien presentadas y anotadas por Bernard Masson, en una de esas ediciones
de bolsillo atractivas y baratas que son la gloria de las librerías
francesas.
Uno de los atractivos de la correspondencia de Flaubert es seguir la escritura lentísima de 'Madame Bovary'
En Madame Bovary Flaubert quiso lograr lo que nadie había
imaginado antes que él, una prosa que tuviera un grado máximo de control
e intensidad, al mismo tiempo limpia y flexible, tan objetiva como un
informe científico, tan soberana y completa en su significado como una
ecuación matemática. En una carta dice que una metáfora ha de aspirar a
la precisión de la geometría. En la generación anterior a la suya,
Balzac y Stendhal habían escrito novelas atropelladas de peripecias en
las que la narración quedaba interrumpida casi a cada párrafo por los
comentarios en primera persona del autor. En una carta Flaubert explica,
célebremente, su ideal inverso: que el autor sea tan omnipresente pero
tan invisible entre sus personajes como Dios entre sus criaturas. Balzac
y Stendhal podían escribir una novela completa en unas semanas, a la
velocidad risueña a la que componían Mozart o Rossini. Uno de los
atractivos casi perversos de la correspondencia de Flaubert es seguir
paso a paso la escritura lentísima de Madame Bovary, que se
prolonga a lo largo de cinco años y centenares de cartas. No existe otro
monumento como ese al oficio de la literatura: la soledad de cada día,
la paciencia obstinada, la vigilancia cuidadosa de cada palabra, el
corregir y tachar, copiar de nuevo, volver sobre lo escrito, sin
permitirse ninguna indulgencia, prefiriendo, dice Flaubert, “rabiar como
un perro” antes que dar por hecha una frase apresurada, antes de que un
párrafo alcance su plena maduración.
Pero cada día, después del trabajo “deliciosamente atroz” en la
novela, a las dos o a las tres de la madrugada, después de pasarse diez
horas midiendo milimétricamente cada palabra, Flaubert, con una
fortaleza física e intelectual inexplicables, en un estado de
estimulación que hace imposible el sueño, Flaubert se pone a escribirle a
un amigo o a su amante de París. Y entonces la escritura misma es el
desmentido de todos sus principios, porque ahora se deja llevar sin
control alguno por lo que se le pasa por la cabeza, se entrega a la
desmesura de contar, inventar, divagar, reírse con una risa como de
Cervantes o de Rabelais, a la confesión impúdica, al chisme y al
escarnio, a todo lo que no se permite en la novela. Y esa carta
larguísima escrita a toda velocidad en una madrugada de insomnio es tan
admirable como una página de Madame Bovary que costó una semana entera.
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