Barthes sabía que a la novela que hubiera querido escribir le había pasado la hora en la segunda mitad del siglo XX, después de La náusea de Sartre, La era de la sospecha de Nathalie Sarraute y La celosía
de Robbe-Grillet. Sabía, porque escribió sobre Brecht, que la
representación profunda de una subjetividad se había agotado, por lo
menos para la literatura culta. La novela que deseaba era En busca del tiempo perdido
, pero en uno de sus seminarios sostuvo, con coherencia y quizá con
nostalgia, que asistíamos a “una extenuación trágica de la literatura”.
No habrá otra novela de Proust.
Con un tono que recuerda a Adorno, ya había escrito en El placer del texto
, de 1973: “Lo Nuevo no es una moda, sino un valor... Para escapar a la
alienación de la sociedad actual sólo queda la huida hacia adelante”.
Pese a todo, se sabe que Barthes, pocos años después, quiere escribir
una novela. Insiste en dos de sus últimos seminarios, desde 1978 a 1980,
publicados después de su muerte con el título “La preparación de la
novela”. Barthes desea un imposible.
El pliego de fotografías de Roland Barthes por Roland Barthes
es lo que nos ha quedado de esa novela: imágenes de lo que ella podría
haber sido. En la primera, una mujer joven, vestida de blanco, mangas
cortas y cinturón oscuro, camina por la playa. Es la madre de Barthes
que aparece en la apertura del libro, como está la madre del narrador en
las primeras páginas de Proust. Una foto de época que, sin embargo, no
tiene aire arcaico ni ese hosco anacronismo que a veces afea a las
mujeres hermosas cuando miramos sus viejas fotos.
Dos páginas
después, la madre de nuevo, abrazando a un Barthes niño, con zapatones,
medias a la rodilla, ropa oscura, pelo casi rubio y unos ojos tan
grandes como los de ella e igualmente melancólicos. Ninguno sonríe. El
niño es demasiado crecido para estar en brazos de su madre. Su lugar
“normal” en esa foto tomada durante un paseo sería al lado de la mujer
joven, quizá de la mano o mirándola. El mismo chico, quizá la misma
tarde, está sentado, piernas abiertas y manos laxas, sobre una barranca
cubierta de pasto y flores. El centro de la foto son sus ojos tristes,
que Barthes adulto comenta en un epígrafe como si fuera la anotación
para un personaje de novela: “De chico me aburría mucho y con
frecuencia. Eso comenzó muy temprano y continuó toda mi vida… Un
aburrimiento pánico, que llega a la desesperación: como el que
experimento en conferencias, coloquios, las veladas en el extranjero,
las diversiones de grupo. ¿Será el aburrimiento mi forma de la
histeria?” Enfrentada con esta foto, otra de Barthes en una mesa
redonda, con la mirada opaca al sesgo, velada por el aburrimiento. En
primera persona, apuntes para una novela futura que no fue.
Después
vienen fotografías perfectamente “proustianas”: un pueblo, Bayona, del
que Barthes afirma en el epígrafe “ciudad perfecta, fluvial, aérea y sin
embargo encerrada, ciudad de novela: Proust, Balzac, Plassans.
Imaginario primordial de la infancia: la provincia como espectáculo, la
Historia como olor, la burguesía como discurso”. Enseguida otras
mujeres: una mucama vieja, de vestido negro y rodete en lo alto de la
cabeza, que posa con un gato; sus dos abuelas, las portadoras del
discurso familiar y de una lengua francesa de sabor arcaico; una pareja
de comienzos del siglo XX, tomando el té en el jardín; inmediatamente
debajo, Barthes tomando el té con su madre ya anciana.
Una sola
foto del padre, que el chico no conoció porque murió durante la Primera
Guerra, una muerte por la Patria que a Barthes le incomodaba cuando el
profesor de historia del liceo obligaba a los alumnos a decir en público
quién de ellos tenía en su familia combatientes de esa guerra. Ese
padre, vestido con uniforme de marino, era demasiado lejano, casi un
extranjero en la apretada unidad que formaban la señora Barthes y su
hijo. La razón de esta unión de dos, esta pareja de madre e hijo, la da
el epígrafe de otra foto, “La familia sin el familialismo”: Barthes casi
adolescente y su madre, sentados en la arena, esta vez sonríen. Sus
hombros se tocan, están cómodos, como si nadie pudiera cortar esa
intimidad suprema. La cabeza de la madre se apoya en el hombro del hijo,
sus caras están muy cerca; el brazo de la madre se hunde en el muslo de
Roland, buscando un equilibrio. Felicidad de una novela de infancia en
provincia: “Cuando aprendía a caminar, Proust todavía estaba vivo y
terminaba su novela”. Puntuación de las simultaneidades que sólo se
reconocen décadas más tarde.
Toda su vida, Barthes merodeó esta novela imaginaria. Cuando murió su madre, al parecer creyó que había llegado el momento. En La cámara lúcida
, cuenta una escena posterior a esa muerte. Deambula por el
departamento de su madre, tratando de recordar una imagen completa (por
lo tanto imposible) de esa mujer: “Me debatía entre imágenes
parcialmente verdaderas y, en consecuencia, totalmente falsas”. En las
fotografías que revisa sólo la encuentra a medias, como si una “casi”
semejanza estuviera tan cerca de lo falso como de lo auténtico. Sin
embargo, los ojos (como nos sucede con las fotos del mismo Barthes) son
el punto que condensa al personaje: la mirada clara y luminosa de una
mujer que se entregaba, dócil, a la cámara. La búsqueda entre esos
restos continúa, hasta que encuentra una foto de la señora Barthes niña,
es decir la imagen de alguien que su hijo no pudo conocer. En esa
“desconocida”, Barthes, finalmente, reconoce a su madre muerta en un
lejano tiempo perdido, anterior a su nacimiento. Y significativamente,
concluye: “La foto me produjo un sentimiento tan seguro como el que
experimentó Proust aquella vez que inclinándose para descalzarse
percibió de repente el rostro verdadero de su abuela”.
No hace
falta más: Barthes encontró en una fotografía, cuando ya desesperaba de
que el rostro de su madre volviera a su memoria enteramente, la imagen
de un pasado que, como él dice, es testimonio de que nuestros recuerdos
no son invenciones: “La fotografía tiene algo que ver con la
resurrección”. No posee el mágico poder de que una mujer vuelva al
presente, pero, por lo menos, asegura que ella no fue una invención ni
un sueño.
Personas de un relato
Sabemos, por supuesto,
que Barthes murió de una muerte casual, consecuencia de un accidente
callejero. Sabemos también que el último seminario “La preparación de la
novela” era un gesto que podía anunciar una ficción. En notas
publicadas después de su muerte había escrito: “¿Todo esto significa que
voy a escribir una novela? No sé. No sé si será posible llamar novela a
la obra que quiero escribir y que deseo que rompa con la naturaleza
intelectual de mis textos anteriores”. Barthes supo que una novela era
introducir un corte con lo que había escrito durante más de treinta
años. Nos hemos quedado sin la novela proustiana de Barthes. Tampoco
sabremos si la hubiera escrito.
Sin embargo, en el mismo libro
donde se publican las fotografías, Barthes abre una puerta a nuestra
fantasía de esa novela, aunque los fragmentos que lo componen sean tan
personales como discretos. Barthes es nuestra celebrity y se niega a
alimentar la voracidad de lo privado, pero de algún modo se cuenta a sí
mismo, con datos preciosos de una vida de escritor, sus rutinas y sus
manías. Se trata de algo propiamente novelístico.
Roland Barthes por Roland Barthes
(RB por RB) forma parte de una colección de la editorial Seuil, en la
que cada libro está dedicado a un escritor, ensayista, historiador,
filósofo que es representado por otro a través de sus propios textos de
modo tal que se alcance un efecto de autorretrato: “X por él mismo”.
Barthes tomó a su cargo el tomito que le corresponde a Michelet (alguien
sobre quien quiso hacer su nunca terminada tesis de doctorado). Cuando
la editorial se propone encargar un “Barthes”, es él quien decide ser su
propio “autor”: Barthes en el espejo de Barthes, una tarea de
superposición, de reflejo, de autorretrato, de confesión moderada por el
secreto. Encara ese proyecto, quizá porque creía que sus diarios
personales nunca serían publicados. Un gesto de modestia, ya que los
diarios y libretas de Barthes fueron a la imprenta como los de André
Gide, en cuyas páginas Barthes había experimentado por primera vez el
“deseo de escribir”.
RB por RB es un libro que obedece
(tanto como un libro muy personal puede hacerlo) al plan de su autor.
Sobre todo no hablará de sí mismo en primera persona, excepto en los
epígrafes de las fotografías. En el texto, integrado por decenas de
fragmentos, Barthes habla de Barthes en tercera persona, como si fuera
una novela. Más concretamente, habla en la misma tercera persona de En busca del tiempo perdido
: la que causa la impresión de estar muy próxima a la primera, como si
el lector fuera testigo de un deslizamiento que no está en los
pronombres (Yo/El) sino en la interioridad del punto de vista.
Hay, por cierto, excepciones a la tercera persona, cuando el fragmento
se acerca mucho al registro de una sensación, como si fuera un monólogo
interior (estoy paralizado, por ejemplo); o se hace una pregunta sobre
el proyecto mismo del libro que está escribiendo: “Producción de mis
fragmentos. Contemplación de mis fragmentos. Contemplación de mis
restos”. De todos modos, la primera persona es realmente esporádica como
si el nombre de Barthes, que aparece dos veces en el título ( RB por RB ), probara la división entre el yo narrado y quien lo narra.
En cambio, Barthes como crítico nunca eludió la primera persona, que sostiene lo que el texto afirma. Pero en los fragmentos de RB por RB
experimenta con la tercera porque está, quizá sin saberlo o no
confesándolo, en el camino de su novela futura, la no escrita. En uno de
sus últimos seminarios se preguntó cuál es para cada escritor el libro
“donde va a ponerse por entero: el Todo de su vida, de sus sufrimientos,
de sus dichas y, por ende, el todo de su mundo y quizás el todo del
mundo”. Avanza con la idea, difícilmente discutible, de que hoy ese
libro es imposible. Pero ¿cuál fue el último posible? Y responde: como
farsa, fue Bouvard y Pécuchet de Flaubert; y “como suma del saber”
psicológico, mundano, amoroso y erótico, estético, como “libro-suma” y
libro de iniciación (porque es la historia de una iniciación), fue la
novela de Proust.
Cuando Barthes comienza como crítico tiene la
convicción de que trae una perspectiva nueva. Sobre el “sentido común”,
que llama Doxa, escribe los breves textos de Mitologías . Sobre
el “método” trabaja todo su período estructuralista, desde los más duros
“Introducción al análisis estructural de los relatos” y Sistema de la moda hasta el más original de sus textos de esa época, S/Z . Cuando la pregunta es sobre la escritura y el deseo de quien escribe y de quien lee, da su clase inaugural sobre El placer del texto . Sobre la representación del deseo en el discurso escribe Fragmentos de un discurso amoroso ; sobre la ideología como sistema, Sade, Fourier, Loyola .
Todos estos libros hacen girar la crítica y el ensayo. Barthes llega
primero, abre un camino, lo abandona cuando su deseo crítico ya no
encuentra allí su objeto. Pero Proust había escrito su novela. Si hay
algo trágico en una vida intelectualmente plena es este desfasaje: la
novela deseada ya existía y, además, no podía volver a escribirse.
Barthes
vivió en dos tiempos: absolutamente contemporáneo de su presente, jefe
de escuela que nunca quiso reconocerse y por eso giraba, cambiaba el
paso y el rumbo, descolocaba a quienes lo seguían. Y otro tiempo
melancólico en que la literatura amada ya no era posible porque él
mismo, como crítico, había trazado el itinerario de su agotamiento.
Imitado al mismo tiempo que inalcanzable como crítico, maestro del matiz
en cada una de sus lecturas, sorprendente siempre, Barthes, el Maestro,
tocaba el agotamiento de su gusto más antiguo y profundo. Podrá
decirse: no sabemos cómo hubiera sido la novela de Barthes si una muerte
accidental no lo hubiera golpeado a los 65 años. Me arriesgo a decir
que ese tilt que buscaba Barthes, ese brote que prendiera y
creciera en un relato, ya se había agotado no para él, sino precisamente
por todo lo que él había enseñado.
Beatriz Sarlo es ensayista. En 2014 publicó “Viajes: De la Amazonia a Malvinas”.