Seis meses después de recibir el Nobel, Patrick Modiano publica Para que no te pierdas por el barrio, donde indaga en la experiencia traumática de su abandono cuando era niño
|
El escritor francés Patrick Modiano, en su apartamento parisiense. / Lea Crespi./elpais.com |
“Un escritor, o por lo menos un novelista, tiene a menudo una
relación difícil con la palabra. En la distinción escolar entre oral y
escrito, está más a gusto con lo segundo”, aseguró Patrick Modiano
(Boulogne-Billancourt, 1945) al recibir el premio Nobel de Literatura, hace seis meses.
La frase viene a la memoria cuando el escritor abre la puerta de su
apartamento parisino, pegado a los Jardines de Luxemburgo, y se sienta a
conversar, no sin gran esfuerzo, en el sofá rojo de su biblioteca, que
bien podría pasar por un diván. Modiano habla con un balbuceo impropio
de un hombre de su edad y de un escritor de su estatura. Pero, a la vez,
sus frases encierran una profundidad estremecedora, disimulada entre
risas nerviosas, oraciones inacabadas y titubeos de pudor.
Reacio a las entrevistas, el autor ha hecho una excepción para presentar su última novela, Para que no te pierdas en el barrio (Anagrama). La protagoniza Jean Daragane, un escritor solitario –clarísimo alter ego
del autor– que recibe la llamada de un desconocido que ha encontrado su
agenda en un vagón de tren. El insistente interés de ese individuo por
uno de los nombres escritos en esa vieja libreta, al que Daragane ni
siquiera recuerda, obligarán a este amnésico selectivo a rastrear su
pasado para rememorar un episodio que marcó su infancia: su madre lo
dejó al cuidado de una amiga en una mansión de las afueras de la que
entraban y salían misteriosos desconocidos. El libro, publicado en
Francia pocos días antes de la concesión del Nobel, se inspira en la
propia biografía de su autor. Modiano, hijo de un judío italiano que
luego hizo negocios con los nazis y de una actriz flamenca “con el
corazón seco”, fue repetidamente abandonado junto a su hermano en casas
ajenas. No volvió a verlos tras cumplir los 17 años. Convertido en detective de la memoria, el escritor pone ahora orden a ese traumático episodio.
¿Qué ha cambiado para usted desde el 9 de octubre de 2014, cuando le concedieron el Nobel de Literatura?
Al principio me quedé atónito. Sentí como
un desdoblamiento de mi persona, como si le estuvieran dando el premio a
otro que se llamaba igual que yo. Cuando se piensa en los escritores
que han recibido este premio, uno tiene la sensación de sumarse a la
lista como en un allanamiento de morada. Lo único que me preocupó
realmente fue no volver a escribir. Creo que fue Faulkner quien dijo que
un premio como el Nobel marca un punto y final, que luego uno nunca
vuelve a escribir igual que antes.
¿Y es así?
No, por suerte. Me he dado cuenta de que debo
seguir escribiendo. No me queda otro remedio, porque sigo sintiendo una
insatisfacción. Cuando termino una novela, siempre tengo el sentimiento
de no haber escrito lo que me hubiera gustado. Esa sensación me obliga a
intentar hacerlo mejor en un nuevo libro, como en una eterna huida
hacia adelante. Eso no ha cambiado.
¿Ha transformado el Nobel su relación con los demás? ¿Se siente cómodo con la fama que le ha dado?
Me reconocen más por la calle, pero supongo que
será pasajero. La gente es bastante amable, pero a veces se me hace
difícil. Siempre tengo la impresión de no estar a la altura de lo que
los demás esperan de mí. Tengo la sensación de que voy a decepcionarles.
Los franceses que recibieron el premio antes que yo fueron escritores,
pero también grandes intelectuales. Por ejemplo, Anatole France, Romain
Rolland, Jean-Paul Sartre o incluso André Gide y Albert Camus fueron
líderes de opinión y guías del pensamiento, que participaban sin cesar
en el debate público. Yo no soy nada de todo eso. Solo soy un novelista.
No me queda otro remedio que seguir escribiendo.
Sigo sintiendo una insatisfacción. He de intentar hacerlo mejor en el
próximo libro”
Otros premiados, como J. M. Coetzee o Elfriede
Jelinek, conocidos por su fobia social, fueron incapaces de disfrutar de
este reconocimiento súbito. Conociendo su extrema timidez y discreción,
¿se ha dicho alguna vez que hubiera sido mejor que no se lo dieran?
Mi caso ha sido algo distinto al de esos
escritores, aunque puedo entender su sentimiento. Me dije que el destino
lo había querido y que había que aceptarlo. El Nobel ha sido motivo de
más felicidad que de angustia. En el fondo, el instante en que te
colocan bajo los focos acaba siendo muy breve. Además, existe algo
irreal en esa ceremonia. Me lo tomé como una ficción, como un hechizo,
como un capítulo novelesco.
Su última novela vuelve a indagar en los mecanismos de la memoria. Para usted, ¿recordar es un ejercicio feliz o doloroso?
Puede ser las dos cosas, en función de si es
motivo de ansiedad o evocación de un paraíso perdido. El psicoanálisis
nunca me ha interesado como terapia, pero el libro se inspira en un
concepto que me apasiona: los llamados “recuerdos encubridores” de los
que habló Freud, que ocultan sucesos traumáticos correspondientes a los
primeros años de vida de cualquier persona. En términos novelescos, veo
esa experiencia traumática como un misterio que el protagonista debe
investigar hasta resolver el enigma.
Es también uno de sus libros más autobiográficos,
al explorar un capítulo de su propia infancia: su madre también solía
abandonarle, como le sucede al protagonista, en casas de desconocidos
junto a su hermano Rudy, que murió de leucemia a los 10 años.
No quisiera fastidiar a nadie con mi biografía,
pero mi infancia, que fue bastante difícil, explica buena parte de lo
que escribo. La mayoría de niños tienen una estructura familiar sólida.
Mi caso fue el contrario: no es que no fuera sólida, sino que ni
siquiera existía una estructura. Mis padres solían abandonarnos con
desconocidos en distintas casas y lugares. A mí me parecía normal,
porque los niños no se asombran por cosas así, ni se hacen demasiadas
preguntas. Fue mucho más tarde cuando entendí que, de normal, no tenía
nada.
En su discurso para el Nobel, habló de los
episodios traumáticos como motor creativo para todo artista. Evocó el
caso de Hitchcock, encerrado en una celda llena de delincuentes a los
cinco años por un amigo de su padre, comisario de policía, que intentaba
hacerle entender “lo que le esperaba en la vida si se comportaba mal”.
Así es. A Dickens también le pasaba algo
parecido: su padre estuvo en la cárcel cuando era niño, lo que explica
que haya tantas prisiones en sus novelas…
En su caso, ¿diría que ese abandono parental fue la experiencia traumática que luego convirtió en matriz de creación?
Cuando lo dice de una forma tan clara, me digo
que tiene todo el sentido del mundo. Y, a la vez, su pregunta me parece
terrible, porque me obliga a aclarar en exceso ese misterio. Sí, supongo
que eso fue lo que me impulsó a convertirme en novelista: encontrar
respuestas a los enigmas de mi juventud y entender quiénes fueron esos
desconocidos a quienes mis padres me confiaban. Creí que la ficción me
ayudaría a entenderlo mejor. Todavía hoy, cuando tomo notas para un
nuevo proyecto de novela, la primera imagen que aparece en mi mente
sigue siendo la misma: una casa que uno no logra localizar en el mapa.
Siempre he evitado dar demasiadas precisiones, incluso de cara a mí
mismo, por miedo a la que la fuente que alimenta mis novelas termine por
agotarse. Por eso nunca me interesó el psicoanálisis como terapia: en
el fondo, no quería curarme.
En su libro Un pedigrí, se comparaba con el chow chow de su madre, que se acabó tirando por la ventana porque su propietaria no le hacía ningún caso. ¿Se sigue viendo así?
Temía que la fuente de mis novelas se agotara. Por eso no me interesó el psicoanálisis. En el fondo, no quería curarme”
Fue un poco cruel por mi parte decir eso. Pero, en el fondo, la actitud que tenía con su perro fue la misma que tenía conmigo…
Mi pregunta es si uno logra superar ese tipo de experiencias o si se termina acomodando en ese dolor.
Diría que, para las personas de mi generación, no
hay nada que superar. Un niño de hoy lo percibiría como algo mucho más
brutal, pero entonces a los niños se les trataba como niños y no como
adultos. Formaban parte de otra categoría. Incluso cuando se producían
situaciones de falta de cariño o atención, no se percibía de la misma
manera que en la actualidad. La disciplina era mucho más fuerte: un niño
hacía lo que le obligaban a hacer.
Su padre fue un judío italiano que nunca llevó la
estrella amarilla. De todos sus personajes, puede que sea él el más
misterioso.
Sus orígenes judíos no contaban nada para él.
Había perdido a su padre y había roto con su familia siendo muy joven,
por lo que su relación con el judaísmo era prácticamente inexistente.
Durante los años de la guerra, cuando fue perseguido por ser judío,
debió de sentirse estupefacto de que le metieran en esa categoría,
porque no sabía absolutamente nada sobre ella. No sabia muy bien ni
quién era.
“Cuando la soledad se prolonga demasiado, nos
volvemos desconfiados y suspicaces con nuestros semejantes y nos
arriesgamos a cometer con ellos errores de apreciación. No, no son tan
malas personas…”, escribe en la novela. A causa de su historia familiar,
¿tuvo alguna vez la tentación de la misantropía?
Nunca he sido un misántropo, pero conozco muy
bien la soledad y sus efectos. La actividad literaria es solitaria por
definición, lo que muchas veces logra afectarte. Y yo llevo mucho tiempo
haciéndolo, desde que tenía 20 años. En el fondo, la escritura es una
actividad antinómica a la juventud, que suele ser un periodo en que
apetece más pasar tiempo con los demás que encerrarse en uno mismo.
En su discurso del Nobel también comparaba al
escritor con un sonámbulo absorto en sus obsesiones, hasta el punto que
“uno puede temer que le atropellen al cruzar la calle”. ¿Un auténtico
escritor lo es durante las 24 horas del día?
Nunca he entendido a esos autores que juran
levantarse a las 6 y escribir durante ocho horas seguidas. El hecho
material de escribir puede durar solo algunos minutos al día, pero el
resto de mi tiempo lo paso concentrado en lo que aspiro a decir. La
escritura es una actividad que te aparta de la vida. Si tuviera más
contacto con la vida, seguramente no me apetecería escribir.
Ha dicho que la literatura es lo que mejor logra traducir “la angustia contemporánea”. ¿En qué consiste ese malestar?
Incluso cuando un escritor vive encerrado en una
torre de marfil, siempre está traduciendo la era en el que vive,
empapado en las angustias de su tiempo. No suelo expresarme sobre la
vida política, pero vivimos en un momento turbio. Tal vez no seamos
capaces de vivir en tiempos sosegados. No tengo suficiente distancia
para definir nuestra era, pero siento una especie de vuelco hacia un
nuevo mundo, en gran parte por la invención de internet.
Siempre tengo la impresión de no estar a la altura de lo que los demás esperan de mí”
En su novela ha introducido, por primera vez, un
ordenador. Siendo usted un reconocido tecnoescéptico, deduzco que no es
algo trivial.
Siempre me he preguntado si hay cosas que se
resisten al ordenador, o si internet ya logra responder a todas nuestras
preguntas. Obviamente, no es así: igual que la memoria, internet
tampoco es perfecto. Debo decirle que ahora tengo ordenador e incluso
móvil, aunque no lo utilizo demasiado, porque siempre me equivoco con
las teclas. Sé que sería más práctico escribir en el ordenador, pero
sigo haciéndolo a mano. La escritura es una actividad tan abstracta que
necesito la materialidad de la pluma y el papel. La verdad es que, a
veces, me siento como un diplodocus.
Casi nunca se expresa sobre la vida política,
pero hay excepciones. En una de sus primeras entrevistas, en 1969,
criticó duramente el Mayo del 68, llamándolo “una huida violenta que no
yace sobre nada positivo”.
Exageraron lo que quería decir. Mi problema es
que yo no hice estudios superiores, por lo que no formé parte de los
círculos universitarios de los que surgió la revuelta. La verdad es que
siempre me pareció una especie de remake por parte de jóvenes
nostálgicos de tiempos que no vivieron, los de la Guerra Civil española,
la resistencia a los nazis o la utopía revolucionaria. Fuimos una
generación privilegiada que vivió en tiempos de paz y que tuvo que
recrear esas emociones fuertes en una especie de psicodrama o de
simulacro.
También afirmó entonces, en pleno Verano del Amor, que le “repugnaban físicamente” las drogas…
Había tenido varios episodios algo traumáticos al
respecto. De muy pequeño, a los 5 o 6 años, me atropelló un coche. En
el hospital, me anestesiaron con éter. Su olor siempre me fascinó, y a
la vez diría que me alejó de cualquier forma de toxicomanía. De
adolescente, una vez me interrogó la brigada de estupefacientes, lo que
también me alertó sobre esos peligros. Yo no tomaba drogas, aunque
estaba rodeado de gente que sí lo hacía.
¿Diría, como apuntaba antes, que nunca fue un joven como los demás?
O tal vez sí lo fui, porque la juventud es la
época de la mayor de las incertezas. Empecé a escribir como un ahogado
que intenta volver a la superficie. Tenía 20 años y mi situación era
preocupante. Estaba bloqueado en una especie de marasmo y me sentía a la
deriva. Me dije que, si no hacía nada al respecto, corría el riesgo de
terminar en un pantano. Escogí algo tan quimérico como ponerme a
escribir. Lo sorprendente es que me haya pasado toda la vida haciéndolo.
De eso ya hace cincuenta años…
Podríamos terminar con una cita del libro: “A lo
mejor se equivocaba al bucear en aquel pasado lejano (…). Quizá había
llegado, gracias a una amnesia voluntaria, a protegerse definitivamente
de él”. ¿Es así como se siente ahora?
No, más bien lo contrario. Los estados de amnesia
me fascinan, pero no creo que yo viva así. Mi esfuerzo de memoria es
incluso desproporcionado. Lo mío es lo contrario a la amnesia, aunque no
lo considero una tortura. Al revés, es algo que favorece la
imaginación. Por eso no dejo de buscar pistas sobre el pasado por todos
los rincones: para poder mantenerla viva.