miércoles, 3 de julio de 2013

La democracia, según Spinoza

La cuestión democrática en Baruch Spinoza conlleva la concepción de una política emancipatoria no sometida a la idea de hombre nuevo sino enmarcada en una visión realista del ser humano, afirma el autor de este artículo

DEMOCRACIA. Tiene su inscripción en una excedencia del derecho concebido como potencia respecto de la ley./revista Ñ
El spinozismo rompe con la idea clásica de buen gobierno como gobierno de la virtud, a la vez que con la política como un puro dispositivo de producir orden e impedir conflictos; la condición civil no es un artificio contra natura que despoja al cuerpo social de su derecho natural, sino una extensión, una radicalización, una composición y una colectivización de ese derecho. Vale decir que el derecho público no suprime al derecho natural; es este derecho natural mismo que adopta un estatuto político y de este modo se incrementa y deviene concreto como “potencia de la multitud”.
A la vez, Spinoza se interroga por las condiciones de permanencia de un estado, para anticipar que la libertad es una de ellas. La libertad spinozista es fuerza productiva de comunidad que no admite ser sacrificada a la seguridad, y la política que de ella resulta no exige a los hombres nada que vaya contra su naturaleza: ni ocultar sus ideas, ni ser desapasionados, ni ser puramente racionales y virtuosos. Crea las condiciones materiales para la autoinstitución política en formas no alienadas de la potencia común. El nombre spinozista de esa “república libre” es democracia.
Democracia no designa aquí un conjunto de formas definitivas fundadas en el orden del concepto, sino el desbloqueo, la autoinstitución, la generación de cosas nuevas, la desalienación y la liberación de una fuerza productiva de significados, de instituciones, de mediaciones por las que se mantiene e incrementa; el efecto de un trabajo por lo común (y, podríamos decir, por el comunismo), que nunca es algo dado sino un descubrimiento y una creación. La pregunta por lo común, la comunidad y el comunismo es uno de sus grandes legados, un legado “tan difícil como raro”.
Con Spinoza es posible pensar una política emancipatoria no sometida a la idea del “hombre nuevo”, a la idea de que los seres humanos debieran ser diferentes de como realmente son; por el contrario, lo que los seres humanos son capaces de ser y de hacer es siempre la revelación de un trabajo paciente y sin garantías que se mantiene en la inmanencia de su existir como seres naturales, apasionados y finitos. Un trabajo que cada generación deberá emprender una y otra vez porque no hay un sentido de la historia, ni la humanidad que ha tenido lugar puede ser reducida a una prehistoria de sí misma, ni existe un curso unitario de acontecimientos que lleve por necesidad a una reconciliación de los hombres consigo mismos.
Ante todo, una política spinozista no deja lugar a ningún lamento por la adversidad de las cosas, ni promueve una ruptura reaccionaria con las situaciones efectivas desde un moralismo que se arroga la función de juzgar los avatares de la vida colectiva a partir de una presunta sociedad ideal –perdida o por venir–; una política spinozista, más bien, es potenciación de los embriones emancipatorios que toda sociedad aloja en su interior para su extensión cuantitativa y cualitativa. Una confianza en lo que hay como punto de partida de una intervención.
El spinozismo alienta asimismo una responsabilidad por el estado, por sus fragilidades, por sus condiciones de estabilidad y los riesgos a los que se halla expuesto –cuando ese estado se constituye como “lugar común” y como precipitado de una potencia instituyente. Por ello la contribución de Spinoza a la actual experiencia latinoamericana es mucha. En particular la necesidad de concebir la democracia como contrapoder que puede tener en el estado su expresión y no necesariamente su bloqueo –siempre que la distancia entre el poder constituyente y las instituciones por él producidas sea mínima.
No sabemos lo que puede un cuerpo colectivo. Este es el punto de partida de una política emancipatoria, que lleva el nombre de democracia, si la entendemos como algo más que como pura vigencia de la ley y de los procedimientos (sin duda imprescindibles), si la concebimos también como “salvaje” (la expresión “democracia salvaje” es de Claude Lefort), es decir continua irrupción de derechos que provienen de un fondo irrepresentable y no previsto por las formas institucionales dadas.
Democracia es así la existencia colectiva que tiene su inscripción en una excedencia del derecho concebido como potencia (fondo inagotable de la vida humana y por tanto inmanente a ella) respecto de la ley, que como tal es negativa y limita al derecho natural pero también puede convertirse en su expresión, en su protección y ser hospitalaria con novedades que se gestan en la fragua anómica de la imaginación radical y de la vida común.
Bajo una inscripción que podría animar las militancias libertarias de todos los tiempos -“no ridiculizar, ni lamentar ni detestar las acciones humanas, sino entenderlas”-, Spinoza ayuda a pensar el enigma democrático conforme un realismo radical que no supone exigencias sacrificiales, y que atesora una potencia común ejercida como afirmación pública y resistencia a los poderes que acechan la vida humana con su carga de superstición y de tristeza. La democracia spinozista está lejos de ser una pura tolerancia indiferente: es potencia ejercida, virtud (en el sentido estricto de vir, fuerza, que resuena en la palabra maquiaveliana virtù).
El deseo, por tanto, es un componente democrático fundamental de la vida republicana, cuando se abre a tensiones que pueden ser de gran fecundidad. No hay contradicción entre democracia y república (palabra esta última apropiada por las derechas en Latinoamérica, que es necesario disputar y concebir a la manera antigua, desmarcándola de su reducción a una mera máquina procedimental de impedir transformaciones, para su determinación como conflicto del que nace la libertad); más bien la democracia debe hacerse republicana y la república volverse democrática.
En el siglo XVII como ahora el enigma de la dominación nos confronta a dispositivos de sumisión que separan a los hombres de lo que pueden, inhiben su potencia política y capturan su imaginación en la tristeza y la “melancolía” –pasión antipolítica extrema que afecta la totalidad de un cuerpo. Lo que hoy llamamos “apatía” para referirnos a cierto retiro de lo público y a cierta pasividad civil sería pensado por Spinoza como una melancolía social -cuya hegemonía designaba con la expresión “estado de soledad”.
Lo contrario es la “hilaritas”, palabra de difícil traducción que refiere a la alegría integral que un cuerpo alcanza cuando se halla en plena posesión de su potencia de afectar. Tal vez sea posible interrogarnos qué sería una hilaritas colectiva. En mi opinión podría ser pensada como un ejercicio pleno y extenso de los derechos; la capacidad productiva de derechos nuevos e imprevistos; la alegría común de un sujeto complejo que se experimenta como causa de sus propios efectos emancipatorios; una determinación social del deseo como deseo de otros y no ya deseo de soledad.