viernes, 24 de octubre de 2014

Carlos Fuentes y el cine: una relación sentimental

El libro póstumo del autor mexicano, que se publicará en noviembre, reúne sus escritos, hasta ahora inéditos, sobre filmes, actores, actrices y directores que lo apasionaron en la juventud y en la madurez. La obra está dedicada a su padre y a sus hijos, y el artículo que aquí anticipamos evoca las inolvidables sesiones del veracruzano Salón Victoria

Susan Sontag, Jean-Claude Carrière y Carlos Fuentes, en el Festival de Venecia, en 1967./adncultura.com

Desde su juventud, mi padre venía anotando cuidadosamente todas las películas que vio, en libros de tapas negras corrugadas, lomos y esquinas de marroquí rojo y clasificación número 6 ½ de la Standard Blank Book, un producto hecho en los Estados Unidos por una cierta compañía Boorum & Pease.
Estos cuadernos largos y anchos, evocadores de la vieja contabilidad propia de familias honradas y hacendosas, guardaba, en el caso de mi padre, un enjambre de sueños. Mi padre, que siempre fue un hombre lleno de fantasía alegre, se refugió en la nueva diversión que durante su vida apareció en Jalapa: el cinematógrafo.
La capital veracruzana tenía su Salón Victoria y exhibía, sobre todo, melodramas silenciosos italianos de alta intención artística. Estos melodramas románticos eran protagonizados por mujeres de actitudes tan extravagantes como sus nombres: Francesca Bertini, Pina Minichelli, Giovanna Terribili González. Eran mujeres embarradas a las paredes: contra las paredes arañaban desesperadas, abrían los brazos en cruz y cerraban los ojos antes de rendirse a un amor indeseado o a un sacrificio implacable. En la pared se apoyaban para llevarse la mano a la frente, cerrar los ojos y vacilar, temblorosas, ante una mala noticia. Mujeres "ojerosas y pintadas", la exageración de sus poses y de sus maquillajes era considerada, en todo el mundo civilizado, como una especie de pináculo de la emoción dramática. Además, la Minichelli, la Bertini, la Terribili, lloraban dando la cara al público, comunicando su emoción directamente. Lo mismo hacían, en sus fugaces apariciones en la pantalla del cine, las actrices consagradas del teatro y la ópera, como Sarah Bernhardt, Eleonora Duse y Geraldine Farrar. El cine, para salvar su orfandad estética, debía afirmar que no era simplemente cine (una invención mecánica, populachera, acaso un poco louche y hasta porno, como lo demostraban los niquelodeones para caballeros instalados en las avenidas de comercio de las grandes capitales) sino arte: teatro y ópera. Las actitudes en boga en estos dos espectáculos pasaron íntegras al primer cine, sobre todo el italiano. E Italia, todos lo sabían en Jalapa, era la cuna del arte.
Me contaba a veces mi padre que la aparición de las primeras películas norteamericanas fue recibida en Jalapa con disgusto, risa y rechazo alarmado. ¿Por qué actuaban así estos actores -Wallace Reid, Richard Barthelmess, Norma Talmadge, Mary Pickford-, como si estuvieran paseándose por la calle, comiendo en un restaurante, despertándose, manejando automóviles y, horror, ridículo, dando la espalda o tapándose las caras al llorar? ¿Dónde creían que estaban: en su cocina o en el templo del arte? La buena sociedad jalapeña que asistía a las tandas del Salón Victoria sólo aceptaba a las vamps del cine americano, imitadoras de las vampiresas del cine italiano, y sobre todo a Theda Bara (nacida Tehodosia Burr Goodman en Cincinnati, Ohio), la tremenda Cleopatra en perpetua pose de mural egipcio: una mano de visera junto a una frente engalanada de perlas, otra tiesa como un ala herida junto a los senos detenidos por un brassière metálico en forma (¡ya!) de áspid. En cambio, esa tremenda heroína de las series de aventuras, Pearl White en Los peligros de Paulina, ¿cómo podía prestarse a semejantes contorsiones, indignas de una dama: atada a los rieles mientras un tren se aproxima a toda velocidad, arrojada dentro de un pozo de agua, enviada en barril sobre una catarata, encadenada a una mazmorra prusiana por lascivos oficiales del Kaiser, pendiente de las alas de un avión sin piloto, arrastrada por caballos, pisoteada por búfalos, aventada desde tranvías? ¿Cómo podía una mujer (no digamos una dama) sufrir estos percances, estas indignidades, tratada como una vulgar pelota de fútbol, y emerger de todo ello, no digamos sin moretones, sino triunfante, confiada, alegre?
Tan cerca de mis ojos... ¿Qué importa?, me dice mi padre, y se lo dice a ustedes: No entiendes. No saben soñar. Al cine se entra a soñar, lector, espectador, mi semejante, mi hermano. El mundo se ha llenado de mujeres que antes ni siquiera se podían mirar. Sin el cine, ahora (tú, espectador) no las podrías tocar (igual que antes), al menos las podían ver y este era un triunfo de ellas, para ellas, más que para ustedes. Sentado allí con los ojos cerrados, tú puedes repasar (mi semejante, mi hermano) todos esos ojos enormes que al mirar hacia la oscuridad de una sala te miran a ti. Ojos de incendio nocturno de Pola Negri. Ojos de laguna envenenada de Gloria Swanson. Ojos de orgasmo nómada de Greta Garbo. Todas esas cabelleras que al ser acariciadas por un galán cinematográfico (tu semejante, tu hermano) son acariciadas, vicariamente por ti. John Gilbert acaricia la cabellera de miel colérica de Greta Garbo. La Divina Sueca tiene sólo 24 años y parece una medusa de frente plisada y ojos entrecerrados para no convertirnos en piedra a sus adoradores: not yet. Richard Barthelmess acaricia la cabeza de dorada inocencia (sólo le falta una aureola de santa; D. W. Griffith se la entrega gustoso) de Lilian Gish. Todos esos labios que se acercan tentadores y húmedos no a una cámara, sino a tus labios (vicario espectador, mi semejante, me hermano): labios de todas las formas y tamaños, súbitamente disponibles en el mostrador de plata de una pantalla. Desde los labios largos, tan amargos como ansiosos de hombre, de la danesa Asta Nielsen hasta los labios de capullo, inverosímilmente dibujados como sobre la punta de un alfiler sangrante, de la gringa Mae Murray, la viuda alegre de Von Stroheim, conocida en el mundo entero como "the girl of the bee-stung lips" (la chica con los labios picados por abeja).
Cabelleras, ojos, hasta las pieles, las pieles que en la pantalla dejaban de aparecer blancas en la ecuación blanco y negro, para adquirir tonos de oro o de plata, la palidez magiar de la bellísima Vilma Bánky era plateada, la blancura cachonda de la flapper universal. Clara Bow con su falda corta y su pelo a la garzón y sus medias brillantes y sus zapatillas de Charleston, puntiagudas y alegres, era de zinc. Vilma Bánky te conducía, envuelta en zorros, tirada por un perro borzoi, descalza, a lo largo de la galería de un castillo de cartón-piedra a orillas de un Lago Batalón pintado al fondo hasta llegar a una recámara impenetrable. Las puertas sólo se abrían en estas recámaras del romance rutinario / balcánico de Hollywood para cerrarse en seguida, en tus narices mismas, espectador curioso.
Tú no podrías penetrar pero el galán, Rod la Rocque o Ronald Colman, penetraba por ti y tú, resignado a imaginar la palidez plateada de una Vilma Bánky desnuda arrojada por el húsar a la vez brutal y caballeroso en sábanas de seda, dabas la espalda a la puerta, regresabas por la galería, salías del castillo y en la calle (Ruritania / París. Exterior. Día. CU extremo) te esperaba Janet Gaynor vendiendo flores y envuelta en un chal, invitándote a acompañarla a su altísima mansarda, el séptimo cielo sin calefacción ni agua corriente donde los novios pueden quererse y, con su amor, vencerlo todo. Pero tú no estás para Janet Gaynor este día y mejor vas a la cantina donde, de mesa en mesa, se pasea Clara Bow con su cabello pelón y esponjado y una interrogante del pelo pegada a la frente: su celebrado kissmequick y su cigarrillo en la boca, para asegurar que los ojos estén siempre entrecerrados, defendiéndose del humo, invitando, interrogando como el kissmequick o "bésame pronto" de la frente: piernas de seda, senos planos pero rebotantes bajo el escote de lentejuelas, delicioso recovecos de muslos blancos y axilas afeitadas, boca entreabierta, labio entreabierto, pierna entreabierta: cómo resistir a Clara Bow, la muchacha que tenía eso, la It Girl, la chica dueña de la esencia reificada del amor, el amor-cosa, la pasión-objeto, eso: a la mano. Si alargaras la tuya en el cine para tocar esa ilusión que te es ofrecida a uno venticinco la butaca, que te hace girar la cabeza, espectador, con sus promesas inmediatas (tan cerca de mis ojos) que luego te arrebata (tan lejos de mi vida) con un implacable rótulo, FIN, THE END, como si tú pudieras suspender de esa manera abrupta tu sueño, como si pudieras archivar perentoriamente tu deseo, levantarte y salir a la soledad de las calles murmurando, quizá sucede que me canso de ser hombre, sucede que entro en las sastrerías y en los cines marchito, impenetrable? navegando en un agua de origen y ceniza.
El agua de Neruda se convertía, en Hollywood, en la gran bañera de la seducción femenina; era la misma bañera de Nazimova, de Pola Negri, de Vilma Bánky: turbia, para que no se vieran los cuerpos; burbujeante como el deseo sexual; extravagante como la bañera incomparable de Popea (Claudette Colbert), la mujer de Nerón en El signo de la cruz. Faltaría Jean Harlow para darse una ducha al aire libre (admirada por Clark Gable) en Red Dust (1932).
Entre el exotismo italiano y la naturalidad norteamericana aparece Rodolfo Valentino, inmigrante italiano (Rodolfo Guglielmi di Valentina) que ilustró la gran escalada de la clase inmigrante a la clase obrera al estrellato financiero, político o fílmico. El fatum migratorio de Valentino era semejante al de los productores de origen bielorruso, como Louis B. Mayer (Eliezer Meir, Lazar Mayer); polaco, como Samuel Goldwyn (Schmuel Gelbfisz), y húngaro como Aldoph Cukor (bautizado Adolph Zukor).
 
Theda Bara, como una mortífera Cleopatra. 
 
El asalto a la pila bautismal (Guglielmi-Valentino) era tan corriente como necesario. Theodosia Burr Goodman debía convertirse en Theda Bara, anagrama de Arab Death; Douglas Elton Thomas Ullman en Douglas Fairbanks; Gladys Smith en Mary Pickford; Barbara Apolonia Chalupiec en Pola Negri, y más tarde, Lucille Fay Le Sueur en Billie Cassin en Joan Crawford. ¿Qué nombre se vería bien en la pantalla, cuál en la marquesina? ¿Quién confiaría su dólar de entrada a un judío polaco llamado Gelbfisz, quién casaría a su hijo con una señorita Chalupiec? ¿Quién no bailaría el tango de moda con un italiano que parecía hecho de seda y aceite, llamárase Guglielmi o Valentino? ¿Inmigrante, bailarín de café-concierto, gigoló, ladrón, extra de cine, actor y dominado por sus esposas lésbicas como él dominaba en la pantalla a la anglosajona virginal que osaba entrar a su tienda en el desierto? Los machos lo odiaron, llamándole "la borla de empolvar color de rosa", "the poder puff pink". Los homosexuales lo adoraron, viendo en Valentino lo que ellos querían ser. Andrógino, apelaba al secreto erótico de muchos hombres y demasiadas mujeres. Ignorante, pero poseído por su pose, Valentino murió a tiempo, de peritonitis, a los treinta años. Su funeral fue un acto multitudinario. Su tumba, objeto de la devoción de una mujer que, año con año, depositaría una flor en el Templo del Jeque y de atención por parte de John dos Passos, que le dedica uno de sus capítulos en la trilogía USA.
Pero en Jalapa, 1920, la novedad era el naturalismo de los actores norteamericanos y la aparición en sus películas de mujeres emancipadas. El cine italiano era una especie de friso antiguo, inmóvil, en el que se fijaban todos los vestigios del Arte con mayúscula. El cine norteamericano era un río fluyente, que lo mismo arrastraba lodo que oro: nadie podía bañarse dos veces en esas aguas, ricas e impuras, de la modernidad reclamada por Hollywood, proyectada por Hollywood, identificada con Hollywood y proyectada por Holywood a todos los rincones del mundo, inclusive el Salón Victoria de Jalapa, Veracruz, donde mi joven padre Rafael Fuentes empezó a apuntar religiosamente cada una de estas comuniones con el Séptimo Arte en su impresionante carnet de contabilidades decimonónicas. A cada sacramento mi padre le daba fecha, nombre, director, protagonistas y calificación: del cero de la maldad al cinco de la perfección, pasando por un mediocre dos, un aceptable tres y un muy buen cuatro.
Los cuadernos de mi padre se encuentran junto con mis papeles en la Biblioteca Firestone de la Universidad de Princeton. Yo sólo me ceñí a leer lo que él anotaba hasta que, por vez primera, me separé de él para regresar de la libertad parrandera de mi Buenos Aires querido a la escuela secundaria en la ciudad de México. Intenté entonces suplir la ausencia de mi padre con mi propio cuaderno de idas al cine. La afición no me duró más de un año, pero celebro que mis tres hijos productores judíos -Cecilia, Carlos y Natasha- hayan sido, aún más que su abuelo, cinéfilos apasionados y memoriosos. Si de niño consulté a mi padre sobre las novedades (y las calidades) del cine, de grande conté, en cambio, con la enciclopédica cultura cinematográfica de mis hijos. Resulta que sólo fui un puente de celuloide entre un proyector Arriflex y un DVD.